Erase una vez (2002).   81 x 100 cm.   Pigmento y látex sobre loneta.

 

El ciberespacio

ENRIQUE ANDRÉS RUIZ

 

Un día, Gonzalo Anes nos contaba esto que, sin saber muy bien por qué, recuerdo ahora (quizá lo sepamos luego): En una aldea asturiana, cuando se supo que por el mundo había llegado la luz eléctrica, el contribuyente mayor quiso poner de acuerdo a los demás propietarios para la instalación allí del nuevo ingenio, y así los reunió informándoles de las muchas ventajas de la novedad. Los propietarios quedaron en pensárselo y, cuando lo hicieron, se presentaron con lo pensado que a la llana, venía a ser que no merecía la pena; que tal y como iban las cosas del progreso esto del alumbrado era filfa en comparación con lo que sin dudad llegaría después, y que era mejor, por tanto, esperar a que de todos los avances llegara el definitivo. Algunos pintores españoles (Teresa Tomás, Juan Cuellar...) entre los que resalta Joël Mestre, comenzaron hace años a pensar en algo paradójico: en la posibilidad de que la pintura no tuviera, como tiene entre otro tipo de artistas, la obligación de pisar el talón de las tecnologías productoras -ellos dicen que creadoras- de imágenes. Mestre y los otros hicieron lo contrario de lo que se pronostica en los muchos cursillos titulados “Arte y nuevas tecnologías”. Todos esos nuevos signos, circuitos, pantallas, redes y demás cablerios de la espectral soledad contemporánea, no fueron asumidos, según se dice, como medios, sino que ellos, todo eso, lo pintaron. Y esa es la paradoja, o sea, la contra-doxa, la contra opinión general que ellos han llevado a cabo.

 

Soledad de signos

En la pintura de Joël Mestre se ven esos signos y esa “soledad de los signos” que De Chirico tomó de Nietzsche. Si hay deudas aquí, ya muy condonadas, es, por un lado, para con aquella pittura metafísica que exploró lo fantasmal de la representación del mundo cuando -de ahí el estupor- ya no quedaba un mundo (lo digo a propósito de un admirador de Savinio) que diese sentido a la representación. Y por otro lado, con el pop menos publicitario, evidente aún en el mecanismo que retuerce el sentido de imágenes ajenas. Claro que con esos mimbres genealógicos no se explica un modo de pintar. Sirven solo para entendernos, y para entender -a la contra de esa doxa actual- que el cibermundo y el cibercielo que se nos profetizan son no pequeñas peticiones de principio que consisten en una anticipación tontonamente intencional de esa otra tontería: “El arte que está por venir”. Por mí, incluso sobra aquí McLuhan, Telépolis y el parpadeo Network, porque hay un pintor que de suyo sabe decir el paisaje abismal de la soledad, y lo diría sin obediencia a las imágenes (que eso es la pintura: lo que no obedece a las imágenes), mientras otros se comprende que sean obedientes; no saben todavía que a una novedad sigue otra, como ya sabían los propietarios asturianos y como dice la zarzuela “que es una barbaridad”.