DE LA TORRE DE MARFIL A LA TORRE DE CONTROL |
JAVIER
RODRÍGUEZ MARCOS
Texto para el catálogo de la exposición “Como párpados en las orejas” de Joël Mestre en la Galería My Name´s Lolita Art de Madrid (2000) |
FUEGO
FRIÓ Puede
que Walter Benjamin tenga razón: el calor se está yendo de las cosas. Esta
idea podría servir para orientarse en ese territorio de signos que es la
pintura de Joël Mestre. Puede, además, que también los cuerpos estén
perdiendo su temperatura. Esto explicaría el tránsito que en cierta tradición
pictórica lleva del cuerpo a la estatua clásica, de la estatua al maniquí y
del maniquí al autómata. De esa tradición, la metafísica, ha hecho
precisamente Joël Mestre una lectura muy particular, apartándose de los
caminos más evidentes para tomar como compañero de viaje al pintor y escritor
Alberto Savinio, hermano de Giorgio De Chirico. "Cuando
la cultura del siglo XX aluda a los purísimos perfiles de las imágenes clásicas
-escribe Claudio Magris al hilo de la Carta de Lord Chandos-, lo hará a menudo
con ese oscuro deseo de ir más allá de la forma para penetrar en el caos. De
los relatos de Savinio a los interiores del final de 2001 de Kubrick, la
dignidad silenciosa de la estilización clásica es la puerta que lleva al océano
de lo eterno e informe: para el hombre del siglo XX parece insinuarse
inevitablemente entre las estatuas helénicas el perfil ambiguo del maniquí;
para Lord Chandos, hasta los dioses son estatuas sin ojos". Mestre
prolonga de modo personal esa vía que cambia el dios proteico por el dios ortopédico
y continúa la serie añadiendo al autómata un conjunto de extraños seres
contemporáneos: personajes de cómic, siluetas, cuerpos blandos, animales,
espectros y seres informes, eso sí, más cerca siempre del humor que del
terror, de la ironía que del drama. "Una poética en torno a lo positivo
sin recrearse en la fatalidad". Son palabras del propio Joël Mestre
dedicadas a Alberto Savinio. No
hay patetismo ni truculencia en sus imágenes de ojos sin cuerpo, como no los
hay en las de cuerpos sin ojos. Sus cuadros están, además, ocupados por
iconos, señales, letras y signos usados menos desde la exaltación mediática
del pop que desde la inquietante extrañeza que -desde el psicoanálisis y la
metafísica- desvela el lado espectral de lo más familiar, los rasgos oníricos
de lo cotidiano. Y algo de sueño cibernético hay en muchos cuadros de Joël
Mestre. De la mano de la razón electrónica que le presta sus imágenes y sus
tonos de calor frío -de pantalla de ordenador o de televisor- parece caminar el
irracionalismo de una imaginación que ordena esas imágenes con una lógica tan
inconfundible como indescifrable. Cargados de signos saturados de sentido, sus
cuadros terminan siendo muchas veces un puro enigma herméticamente abierto. En
cualquier caso, no es difícil pensar en Joël Mestre como en un pintor clásico
-eso sí, tanto o tan poco como lo pudiera ser en su tiempo el propio Savinio-,
un pintor de paisajes (de la información) y de naturalezas muertas. Un cuadro
de 1995, "Supermercado paraíso", sería un buen ejemplo de ese
clasicismo contemporáneo suyo: sobre el fondo de una ondulación que recuerda a
la paleta de un pintor, y a contraluz de una claridad entre sideral, cibernética y submarina, se
dispone un grupo de envases de productos de limpieza, un poco como seres vivos y
otro poco como parte de un bodegón químico en el que la única ánade
verdaderamente simbólica hoy en día es el pato para la limpieza del inodoro.
Leda es ahora Vileda y el cisne en que se encarnan los dioses es el pato WC.
"Mira con el ojo del hombre que cree -escribió en 1922 de Chirico a propósito
de Morandi-, y el esqueleto íntimo de esas cosas muertas para nosotros, porque
están inmóviles, se le muestra a él en su aspecto más consolador: en su
aspecto eterno". Sea
como fuere, el siglo XX ha demostrado que puede encontrarse poesía detrás de
la prosa de la vida diaria y que la pintura no es lo pintoresco, que no hay
temas buenos ni malos sino mejor o peor tratados. Al hablar de la poesía metafísica,
Savinio escribe: "Para muchos, la poesía viene de fuera a las cosas, las
toca, las penetra, las anima; para otros, como yo, la poesía no viene de fuera,
sino que nace de la cosa misma: del fondo de cada cosa." No hay motivos poéticos
ni pictóricos a priori. Puede
que el calor se esté yendo de los lugares. Acaso saber esto ayude a entender la
odisea del espacio que parte del campo, pasa por la ciudad, cruza las escenografías,
engendra las maquetas y desemboca en el espacio virtual de la pantalla del
ordenador. Tal vez por eso, en el centro de las casas, el fuego que les daba
nombre -hogar- ha sido sustituido por su equivalente electrónico: el televisor.
Huelga recordar todas las casas que hay en los cuadros de Joël Mestre, sobre
todo en los de mediados de los 90 -"Familia Prosperidad", "Cuando
ellas se juntan", "Casa Farnsworth", "Casa de campo"
-con cierto aire de torre de control- o "El problema de la vivienda".
"A falta de sol -aconsejaba Henri Michaux- aprende a madurar en el
hielo". HOGAR Esta
carta de Joël Mestre evocaría en cualquier lector la visión de cuadros como
"Eurovisión" -ojos posados sobre unas antenas- o la lectura de este
fragmento de Javier Echeverría: "Al observar las reliquias de los pueblos
y de las ciudades antiguas, llama la atención que los tejados de sus edificios
están poblados por una selva de antenas y artefactos que constituyen la
interfaz que sus habitantes mantienen con Telépolis. Podemos afirmar, por
tanto, que los tejados son las auténticas fachadas de las nuevas telecasas". O
de este otro: "Uno de los mayores inconvenientes que los individuos han
tenido a lo largo de la historia para interrelacionarse entre sí, o si se
prefiere para desarrollar su libertad de elección, ha sido la existencia de
fronteras". Así comienza el capítulo "La ciudad desterritorializada"
de Telépolis. El tono voluntariamente didáctico de estas palabras tomaría
otro espesor añadiendo dos términos: historia del arte donde dice historia y
libertad expresiva donde dice libertad de elección. Extraterritorial
ha sido, precisamente, una palabra invocada por Juan Manuel Bonet para hablar
del trabajo de Joël Mestre: extraterritorial -no confundir con extraterrestre
pese a la luz de sus cuadros- y extemporáneo, intempestivo, si se quiere.
Mestre, efectivamente, no parece un pintor de parte alguna -sus signos son
universales y en sus cuadros los textos aparecen con frecuencia en griego- ni de
tradición alguna -por más que beba del pop, de Ruscha o de cierto Gordillo-,
aunque sí de este tiempo sin eternidad, hecho de instantes fugaces y
parpadeantes, igual que un dígito en una pantalla. Hay
un retrato de Joël Mestre en su estudio de la Academia de España en Roma
durante el año que pasó allí. Se reproduce en el catálogo académico de
1996. Mestre apoya la cabeza en el brazo derecho, y el brazo, en una mesa. Sobre
la mesa hay una máquina de escribir que me intrigó cuando visité aquel
estudio y a la que hacía compañía un ensayo de Marshall McLuhan. Tres años
después de aquella foto, el fotografiado escribe en una carta: "15.7.99...Hace
algo más de un año que compré esta nave espacial y despaché a mi vieja
Olivetti. Desde entonces mi nuevo Mac parpadea en el estudio como una modelo. Es
como si el malvado Gauguin hubiera cambiado una de sus indígenas por la más
sofisticada top model ". Más adelante incorpora unas frases, no menos
enigmáticas que la Olivetti y que se dirían tomadas de un relato de viajes: "Durante
el mes de junio nos hemos visto obligados a una dura y larga migración desde
Sendanet a Teleline, todo un acontecimiento demográfico, con estadísticas,
previsiones, consejos para la marcha, nuevas configuraciones; pero ya estamos
instalados en un bonito lugar. Sólo que he tenido que cambiar mi alias, ya
sabes que en Telépolis no está permitido llevar el mismo nombre que el vecino
y mi sorpresa fue que ya existía un joel@teleline (había llegado antes con su
caravana)". Puede que Benjamin tenga razón y el calor se esté yendo de los nombres, de ahí el viaje hacia el pseudónimo -de Andrea De Chirico a Alberto Savinio- o hacia la clave, de la dirección urbana a la dirección de correo electrónico -de Joël Mestre a togo@teleline.es-. No
obstante, al explorador no se le ahorran penurias en la colonización del nuevo
territorio: "15.2.00
...me llegó vuestro mensaje por Internet, e intenté responder en varias
ocasiones y con programas distintos, pero sólo uno no me fue devuelto, así que
no sé qué pensar. Ahora este silencio es más difícil de soportar, me
recuerda la triste misión de la nave Mars Pollar Lander, todavía veo a los
ingenieros de la Nasa llorando sobre sus teclados". En un
reciente balance sobre el siglo XX, World Media Network planteó a diversos
autores que eligieran cuál era a su juicio el lugar emblemático de los últimos
cien años. Junto a la posibilidad de Sarajevo, que abrió y cerró parte de la
historia, y la imposibilidad de encontrar palabras para nombrar Hiroshima o
Auschwitz, algunos apuntaron al cielo: la Estación Mir, a la que Serguéi
Krikalev se subió soviético el 18 de mayo de 1991 y de la que se bajó ruso
300 días después. Otra forma de extraterritorialidad, acaso la última fuera
de Telépolis, porque el viaje del Path Finder nos enseñó en su momento que
Marte se parece a Almería (Mars Pollar Lander, in memoriam). TERRITORIO
SAVINIO.(HOY
EMPIEZA TODO PARA EL PROFESOR AZÚA) Junto
al libro de McLuhan y a aquella Olivetti, en el estudio romano de Joël Mestre
había también un grupo de envases de productos de limpieza como los de su
cuadro y un ejemplar del Diccionario de las Artes de Félix de Azúa. Yo mismo lo leí en ese
ejemplar. Con el tiempo, Azúa pasaría a ser un personaje de "¡Ojo con el
ojo!", el relato escrito por Ángel Mateo Charris para la exposición de
Mestre Los balcones de Telépolis, y
yo terminaría recibiendo una carta: "19.12.99
...Desde luego que leí La invención de Caín, en voz alta y noche a noche,
fueron buenos viajes. El último fue a Turín y Milán, en agosto. Nos trajimos
bastantes cosas de Savinio, incluso una primera edición de Contad, hombres,
vuestra historia, por cuatro duros. Creí que en Italia sería más fácil
localizarlo, pero incluso allí resulta complicado, sin embargo tengo bastante
material de momento, incluso localizamos a su hijo Ruggero. Últimamente leo con
más ganas sus artículos y colaboraciones para el periódico que sus cuentos más
delirantes. Bompiani editó hace unos años una especie de misal (lo digo por el
papel de marras) con una recopilación de artículos escogidos por Leonardo
Sciascia desde el 43 al 52, que parece interminable y que pasa revista a todos
los temas imaginables. Esto me recuerda... ¿has visto Hoy empieza todo de
Tavernier?, poesía leída a modo de informe". Habiendo casas y mapas, no es extraño que haya viajeros en los cuadros de Joël Mestre. Acaso sea esa la condición del hombre contemporáneo, la de pasajero en tránsito, la extraterritorialidad -el calor se está yendo de los asientos, puede que el profesor Benjamin tenga razón-. Precisamente
en un viaje por autopista, recuerda Dominique Sampiero que se le ocurrió un título:
"Es lo contrario de un cuento de hadas. Lo contrario de "Había una
vez". ¿Qué te parece Hoy empieza todo (Ça commence aujourd’hui)? Es
una espada de doble filo". Un simple vistazo a El
tiempo cautivo -el libro de Sampiero basado en su guión de la película-
nos advierte de que los títulos de los breves capítulos podrían ser títulos
de cuadros de Joël Mestre: "Diario de una fiebre", "20.000
leguas de viaje bajo las cobijas", "Diario de un pez rojo",
"Vergel de la herencia", "No se esconden los ángeles para
dormir", "Hoy empieza todo". (Nota
a pie de página) Mientras la carta de Joël Mestre viaja por correo ordinario
en diciembre de 1999, el profesor Azúa publica una columna en El País titulada
"Fracaso" en la que se lee: "Algunas películas, muy pocas,
logran una verosimilitud tan inmediata que el espectador olvida desde la primera
secuencia el trabajo y el artificio que han sido necesario para conseguir una
naturalidad tan irresistible. Así sucede en Hoy empieza todo, de la que no podría
decir si es ‘buena’ o ‘mala’ ya que no pude fijarme en el arte del
directo. La emoción del suceso era demasiado potente como para tomar
distancias". Como entrando en la conversación, el profesor Savinio escribía:
"Cada una de mis pinturas es un mundo ¿Se puede juzgar un mundo? Ahora,
sobre todo, que el mundo no es ni bonito ni feo, ni bueno ni malo. Ni siquiera
continuo. Mis pinturas no terminan donde termina la pintura". TERRITORIO
MESTRE Aparte
de sus propios cuadros, uno de los mejores mapas que existen para orientarse en
el territorio llamado Joël Mestre es el texto que el mismo escribió para su
exposición Los balcones de Telépolis.
Acaso estas líneas no sean más que un comentario a pie de página de aquel
texto. Allí
se nos habla, como en uno de sus cuadros, de Marshall McLuhan -en la primera
torre de control-, de Javier Echeverría -en Telépolis- y de Alberto Savinio
-en la última torre de marfil-. "Una poética en torno a lo positivo sin
recrearse en la fatalidad", dijimos que decía. Compuesta gráficamente en
un cuerpo de letra cuatro veces mayor que el resto, es difícil dejar de pensar
que Mestre nos está hablando de sí mismo. El territorio que cartografían sus cuadros está fuera de las fronteras de dos míticos países, vecinos en el continente de la Semiótica: Apocalipsis e Integración. Basta recordar cuadros como "El gran desmitificador" -un jugador de golf se dispone a golpear un globo terráqueo que sirve de punto a una i de información- o "Mirando al infinito sin desdén" -en un plano conviven el eterno signo de infinito con los cambiantes símbolos de lo nuevo -empresas eléctricas y de transportes, televisiones, bancos...-. "El
artista -escribía Mestre en el citado texto- se ha convertido en un trabajador
capaz de crear sus propias trampas, una especie de jinete y analista, entre la
tradición y el último informativo de Euronews. Unos parámetros que, sin
perder la referencia, le permiten cabalgar por un horizonte lo bastante extenso
como para hacerlo con optimismo". Y añade: "Para los que siguen
viendo en el Pintura un medio más que un fin, la tecnología nunca ha sido un
contrincante, sino más bien un aliado que la nutre".
Así
pues, ni apocalíptico ni integrado, ni costumbrista ni virtuoso ni
documentalista. Ni casi necesitado de imágenes, de las que hay exceso. La
cuestión es cómo se administra esta inflación. El
mismo Savinio decía que en un caso de pintura como la suya, la pregunta no era
sobre la pintura sino sobre qué era él mismo -un pintor más allá de la
pintura, como Durero, Böcklin o su hermano Giorgio, autores de obras que nacían
como cosas pensadas-. Poco antes, Savinio había lanzado una frase inequívoca:
"Cuando se trata de obras que han sido pensadas antes que nada, siento el
deber de traducirlas en pintura del mejor modo posible. Y trabajo muchísimo".
El subrayado es mío. Cualquiera de los que convivió con Joël Mestre en Roma
-es mi caso- daría fe de las horas que pasaba encerrado en el estudio, como un
anacoreta en su celda -toda la Academia conserva algo de convento-, y ya se sabe
que nada hay más lejos de un anacoreta en su celda que un esteta en su torre de
marfil.
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