Donde la bestia ha muerto (2001). Pigmento y látex sobre loneta. 195 x 150 cm. 
 

 

LAS PERPLEJAS FICCIONES DE JOËL MESTRE
Juan Bonilla

Texto incluido en el catálogo de la exposición colectiva BECARIOS ENDESA 6. Febrero 2003. Teruel

 

Curiosamente  la ficción no vive buenos momentos en los cánones de la pintura española, también es cierto que nunca los vivió, pero los cánones, por fortuna, nunca son del todo canónicos e inamovibles -todo lo más son canónigos- por lo que no hay que perder del todo la esperanza de que alcancemos la hora en que nuestros artistas pierdan su timidez o las ansias de seguridad a las que conduce estimar que la pintura no debe “crear” otras realidades. Hay que añadir que parece un signo de los tiempos: se percibe cierta desconfianza de la ficción, a veces groseramente despreciativa, incluso en la disciplina más propicia a ella, o sea en la literatura, cada vez más apegada a la realidad (palabra que habría que escribir entre comillas según avisó Nabokov) o a la Historia (ese relato casi siempre falso de hechos casi siempre banales protagonizados por curas casi siempre indignos o militares casi siempre idiotas, según la definió Bierce). Se diría que nuestros literatos están satisfechísimos de no despegarse de los trillados senderos del realismo sin ganas ni afanes de reventarlo bien por exageración -el esperpento- bien por anulación categórica, la fantasía. Si hubo un tiempo en que la imaginación sirvió para activar las posibilidades de ciertos artistas que no se conformaban con someterse al dictado del plano realismo en la vertiente de la mera representación ni a la dictadura de la no menos plana abstracción, hoy el realismo alienta con fuerza nueva (y véase desde luego una índole política en este sintagma) y la abstracción sigue conformándose con rendir pleitesía al decorativismo que tanto gusta a los banqueros y a los jefes de venta de los grandes almacenes. Hay muy pocos pintores que se consideren constructores de ficciones, y en ello se ve una renuncia colosal a una de las posibilidades menos visitadas de la pintura actual y la de siempre (El Bosco sería el pintor esencial de esta veta: utilizar la realidad como trampolín para crear una localidad que sea algo distinto a un simple espejo). Uno de esos pocos y quizá el más personal de todos entre nosotros es Joël Mestre.

Mallarmé decía que todo método es una ficción cuyo instrumento es el lenguaje limitado por su propia referencia. Joël Mestre nos ha acostumbrado a un lenguaje muy particular, un léxico que se nos ha ido haciendo familiar y gracias al cual ha construido un ficcionario metódico que depara un mundo enteramente suyo, personal, identificable donde abundan los adjetivos (esas luminosidades que le arranca al color, esas figuritas que son réplicas de humanos, esos signos y esos nombres propios que protagonizan algunas de sus obras). No es escasa la entidad de este logro si se quedara en sólo eso, pero más allá de la evidente fortaleza y el mérito que en nuestros días tiene el hecho de imponer una voz, de alejarla del coro de voces intercambiables, lo crucial es que esa voz personal alcance a no ser sólo identificable, sino también verdadera. Joël Mestre es de los que saben cómo ha de utilizarse la realidad para no conformarse con su mera reproducción, sino para construir un mundo de ficción donde esa realidad de la que se parte quede puesta en crisis. Una de sus musas es el ciberespacio, asunto que poco o nada ha interesado a los artistas plásticos españoles, aunque cada vez más irá atrayendo la atención de creadores que utilizan la tecnología para sus composiciones, quienes tienen al pincel como herramienta no parecen muy dispuestos a interesarse por esa región colosal. Sus referencias a Telépolis -incluso en el título de una de sus exposiciones que, digámoslo de paso, tienen espléndidos, jugosos y envidiables títulos: El Chiste de un anciano, Los balcones de Telépolis, Temperamento aéreo, Canción de un cuerpo obsoleto-, la electricidad de sus colores, los signos que acaparan el protagonismo de algunos de sus cuadros, son algunas de las señas de identidad de un pintor al que no cabe rescatar, si no queremos perdernos su esencia, de uno de los factores más diáfanos del tono de su voz: el humor. Veo a Mestre como un sabio humorista capacitado para hacer de la ironía lección moral y de la broma exquisita, un fértil campo de trabajo. Fijémonos en “ Donde la bestia ha muerto “, cuadro del 2001, en el que un primate avanza por un camino al que corta una autopista: el paisaje está lleno de árboles, de algunas ramas cuelgan tubos fluorescentes. Se diría que recorre todo el cuadro un silencio perturbador, pero no se sabe si es el silencio vegetal del bosque al que el primate va a ingresar, o el silencio tecnológico de la nueva era, el silencio de esa curva asfaltada por la que no va nadie. La pugna entre lo natural y lo artificial es evidente, por mucho que se nos presente como sendas paralelas. Otro ejemplo de esa pugna lo tenemos en, no hay que olvidar que es esa pugna la que hizo crecer durante la Ilustración el término realidad, que comenzó siendo el contrincante que los hombres de ciencia alzaron para enfrentar al término naturaleza. Así pues toda realidad es artificio, escalón primero para acceder a la ficción, que es el lugar donde residen las mejores muestras del trabajo de Mestre. Suele decirse que la tecnología, como la aviación, empequeñece el mundo, y contra esta afirmación siempre he pensado que sucede todo lo contrario, que el mundo, gracias a la red, se ha ampliado de forma inabarcable: es cierto que ahora podemos acceder a información que antes nos hubiera costado meses localizar, o que podemos estar al tanto de las novedades editoriales de Bolivia -si es que en Bolivia hay novedades editoriales- con sólo marcar una dirección en la barra de navegación del ordenador. Pero también es cierto y fundamental que todo ese mundo de posibilidades ha azuzado nuestra curiosidad y nos ha hecho crecer una sed que antes no existía. Sumergirse en el ciberespacio, que es una construcción ficticia que acaba suplantando a la realidad en cuyo seno creció, es, de alguna manera, tener noción de las proporciones descomunales del mundo. Contra esas proporciones, las ficciones de Mestre fijan un maravilloso territorio posible de signos acuciantes, redes de carreteras y hombrecitos colgados de un cielo electrificado, y nos invitan a la perplejidad.

Cuando Mestre se pone juguetón, brilla especialmente la sutilidad de su humor, como en el cuadro “El impulso escaleno” donde asistimos a una bella escena accidentada  donde se dedica un elegante guiño a la geometría.

No puede prescindir Mestre, por otra parte, de su vasta cultura, lo que se transparenta en  los frecuentes homenajes que realiza. Entre sus últimos cuadros hay algunos en los que nombres de escritores bautizan lugares en el mapa: así Rafael Sánchez Ferlosio o Giovanni Papini. Destaca también en el último Mestre, expuesto en diciembre del 2002 en la Galería My Name´s Lolita Art, objetos con apariencia de encontrados pero compuestos con extrema elegancia (alguno ciertamente impresionante como el esqueleto de una cabeza de buey, y otro muy refinado como un tronco andante). Es Joël Mestre uno de esos artistas de cuyas exposiciones se suele salir con el alma relajada y sonriente, cosa que puede decirse de muy pocos. Imaginativo, elegante, burlón de vez en cuando, hemos de agradecerle que haya ampliado las fronteras de la pintura española de nuestro tiempo con su humor, su incansable actividad ficcional, su elegancia inquebrantable y su encantadora facilidad para arrancarnos sonrisas y sumirnos en una gratísima perplejidad.