Simulador (de altos vuelos) |
Ricardo
Forriols Texto incluido en el catálogo de la exposición “Marvazelanda”. Sala de la Muralla. Colegio Mayor Rector Peset - Universidad de Valencia. 2007 |
Dedicado a Monroe Stahr (El último magnate), Carlos Gardel, Antoine de Saint-Exupery y Glenn Miller.
Your Attention, Please… Más o menos, con esa pronunciación que
acaba siendo la de la voz institucional que nos lo cuenta todo, hasta los
documentales, la jefa de azafatas va desgranando las instrucciones de vuelo y
las comodidades de la cabina, todos sus servicios e impedimentos, una y otra
vez, en al menos dos idiomas, cada vez que me da por coger un avión y he de
abrocharme el cinturón. Mientras, otra azafata escenifica las acciones y señala
los puntos de emergencia no sin antes asegurar bien su mirada fija en el fondo
de la cabina y tratar de esbozar un gesto incorruptible entre el que, en
ocasiones, me ha parecido descubrir una ligera sonrisa de vergüenza o el
despertar de un rubor de inseguridad. Como
otras veces, hoy he pensado que el cómodo sillón es mi asiento en un Super-Constellation,
el mismo aparato en el que una noche, con tres horas de retraso, se inicia la
novela de Max Frisch, Homo Faber, fuera de pista en algún aeropuerto cercano a Nueva York
y en medio de una borrasca de nieve, en el centro de la ventisca. Cuando todo
esto pasaba por mi mente sentía el tumulto con el que se replegaba el tren de
aterrizaje bajo mis pies y me reconcilió imaginar que fui yo quien dispuso que
apagaran las luces de despegue al remontar la altura conveniente. Seguidamente,
me he descubierto en alguna ocasión pensando que el piloto debería desconectar
la radio, que debería cortar las comunicaciones con la torre de control y
accionar los mandos que hacen que la máquina funcione no ya de manera automática
sino por control remoto: en ese momento, cuando me arrellano en el asiento,
siento que puedo adueñarme de la nave y marcar los derroteros que seguirá
nuestra velocidad de crucero hasta comenzar a descender en un punto exacto del
trayecto. Como
sé que esto es poco probable, mi resignación me lleva a ordenar en la mesilla
un cuaderno que, imagino, posee todas las cartas de navegación —que yo
prefiero de marear, de sobrellevar y sortear mareas, aunque sean las del viento
y sus corrientes— y algunos libros. No pasa un rato cuando, enfrascado como
estoy en el cálculo de mis mareos, desisto de tomar el puesto del piloto y
busco un descanso entablando una conversación con alguno de mis compañeros de
asiento, por ejemplo, aquel que en uno de mis viajes acabó relatándome la
extraña proposición a futuro que le acababan de hacer, unos meses antes, para
pintar un cuadro con las cenizas de un amigo cercano. La cuestión no dejó de
sorprenderme —ahora que lo recuerdo y entonces— creo que debido a su tono y
a que la anécdota va unida en mi memoria a uno de los ‘me acuerdo’ que
componen la particular autobiografía enigmática de Georges Perec, el
trescientos tres: Me acuerdo de lo que me
costó comprender lo que significaba la expresión «sin solución de
continuidad»[1]. Hoy,
sin embargo, mientras sobrevuelo el océano bordeando algún continente camino
de un Sur inexistente, no puedo dejar de preguntarme qué habrá sido de aquel
pintor y si ya habrá tenido que responder al encargo. Y lo hago al tiempo que
trazo líneas imaginarias como conectores que establecen relaciones entre
lugares distantes entre sí, sobre el mapa, unas líneas tensas y decididas que
describen hipotéticas trayectorias, que encierran paradójicas geometrías.
Manipulo dibujos que son trazos con los que juego a continuar la labor de
aquellos renacentistas que definieron el espacio y su representación cartográfica,
pero me revelo, no trato de seguir sus mismas reglas. Si hubiera alguna regla
estaría configurada por una sintaxis y una semántica a la deriva, de aplicación
diferente, simulando una naturaleza paranormal, al menos anómala, pues las líneas
no se concentran para definir un objeto ni un lugar, sino que se proyectan para
demarcar su presencia dispersa como si prolongáramos al infinito los bordes y
ángulos de una caja de cartón replegada sobre sí misma. Así
todo el vuelo, que me paso musitando al papel estas notas como Glenn Gould iba
cantando las suyas, en un susurro melódico y brutal, al oído de las teclas del
piano al que tocaba. (Por un momento he pensado que radiaba indicaciones de
posición a la torre de control más alejada del mundo.) Y
así, si este aparato pudiera volar más alto —estoy seguro— desde este
asiento trataría de tomar los mandos para que nos saliéramos de la ruta
establecida, estaría pendiente de buscar en sus márgenes, de ahondar en los límites,
aun con miedo a que nos estrelláramos contra cualquier frontera invisible. Si
supiera cómo hacerlo, en cada vuelo daría la vuelta y volvería a empezar
siguiendo los diseños de mis cartas de marear, haría desaparecer el engaño
ocultando los errores de mis lecturas en el centro de cualquier banco de niebla,
aturdido por las turbulencias; iría hasta el fondo de una nube tan compacta que
pareciera que no conseguiríamos atravesarla, para allí detener los motores y
comprobar la levedad del peso, la desarticulación de las formas, sin
solución de continuidad. De
ser cierto, estas líneas de fuerza que se trazan fluorescentes en las cartas
serían las mismas cuerdas tensas que me permitirían manejar el aparato a
distancia, desde mi asiento, más allá de la lógica previsible del vuelo, tan
lejos de los medidores, para buscar las antípodas, saltando al vacío por el
hueco de la ventanilla; para buscar el lado contrario, desapareciendo en los márgenes
de una tecnología quizás rudimentaria, tanto como dejar que la brisa nos
impulse al henchir las velas de cierta goleta en el mar Egeo. Pero
parece que no. Ahí abajo se divisan puntos y líneas de luz en la ciudad como
si fueran tendidos de neones que pintan el mundo, que iluminan el paisaje con
sus rótulos. Y ahora que descendemos hacia la pista, las nubes sugieren manchas
y dispersiones sucias, como de polvo, que flotan veladas y comprimidas entre las
balizas y el techo del horizonte de un sueño. Nuestro aparato acaba de tomar tierra y se aproxima al finger en el muelle de descarga cuando de nuevo la voz del avión me contradice… Gracias por elegir nuestra compañía y esperamos que hayan disfrutado de los altos vuelos. Son las 21:45 en Marvazelanda, hora local, y la temperatura es de 19 grados centígrados. El capitán y su tripulación les desean una feliz estancia. [1] Georges Perec, Me acuerdo [Je me souviens, Hachette, Paris, 1978], Ed. Berenice, Córdoba, 2006, pág. 85. |