Los
marinos profesionales, los que dirigen grandes buques de mercancías de
continente a continente, los que tienen que cruzar varios meridianos o rebasar
el Ecuador para cumplir con su trabajo, aquellos que soportan todo tipo de
inclemencias y a menudo una soledad que ni un mono de Ghana sería capaz de
aliviar; usan la romántica expresión "dormir en Cabo Culo" para mostrar
lo que en verdad anhelan, y es que la mayoría de los que han trabajado largas
temporadas en la mar busca regresar a tierra cuanto antes y dormir en aguas
tranquilas, al calor y en compañía de su incandescente compañera.
Esta
imagen tan ruda, impropia en la literatura de Patrick O'Brian o en voz del capitán
Aubrey "El afortunado"; demasiado brusca incluso para otro obstinado
aventurero como fue "el hombre de Boston", es sin embargo un
sentimiento que aflora casi siempre, de un modo u otro, en el género de
aventura. En El mundo en sus manos, Raoul Walsh (1952) quiere hacernos
creer que la única ambición del capitán Jonathan Clark (Gregory Peck) es
desde el principio hacer de Alaska territorio americano. Para su protagonista
parecen ser el viento y su flamante goleta la "Peregrina" de Salem,
los únicos elementos que reducen el mundo a un insignificante territorio, pero
pronto comprobamos que lo que pretende realmente es conquistar el corazón de la
condesa rusa (Ann Blyth), ese tercer elemento que redimensiona el mundo, la
propia vida y en este caso una razón que justifique definitivamente su retiro.
La
imagen simulada de un mundo al alcance de la mano puede ser hoy una aventura
mucho más sedentaria y enloquecida quizá. El riesgo de esta modalidad de
aventura es que castiga el cuerpo de un modo distinto. Al margen de una
paulatina atrofia muscular es aquí, como mucho, la cabeza y las ideas las que
se revolucionan. Desde un monitor de sobremesa la palabra emigración pierde la
dureza de otros entornos; esa que la naturaleza más primitiva nos obliga en
forma de nomadismo y aquella que entre urbes y fronteras nos angustia a modo de
pasaporte. Desplazarse aquí parece un concepto absolutamente aséptico, pero
nada más lejos. La virtualidad nunca ha carecido de pasión, tampoco en su
versión tecnológica.
Michel
Serres lleva años elogiando esta nueva naturaleza, no en balde fue marino antes
que académico lo que le da a sus argumentos una poética inusual. Su libro
"Atlas", podríamos decir que es en cuanto al tema la versión
francesa de aquel "Telépolis" y posteriores de Javier Echeverría.
"Atlas" es un libro más sentimental, fragmentado en pequeños
episodios que van desde el ensayo a la más auténtica alucinación. Sus "láminas"
o episodios recuerdan más, en ocasiones, a ese género que Rafael Sánchez
Ferlosio hizo suyo. Los pecios, como restos de un naufragio, son metafóricamente
pequeños fragmentos de una realidad y de un mundo cuyo conocimiento solo puede
ser parcial pero intenso, acaso este sea en el mejor de los casos el triunfo al
que puede aspirar una pintura.
Entre
las curvas de este "Atlas", Serres rescata un relato de Guy de
Maupassant. "El Horla" (1887), es un pequeño diario que abarca
desde la primavera hasta el final del verano, un periodo en el que su
protagonista narra como su vida va compaginando un estado ocioso y contemplativo
con una vida cada vez más alterada y sofisticada, en la que algo o alguien se
introduce en su vida casi sin darse cuenta y le muestra una nueva realidad que
le lleva a enloquecer. Maupassant cuestiona la realidad, aunque se deleita en lo
cotidiano, hasta en los más pequeños detalles, cree en una realidad que
continua más allá de lo tangible. A través de su personaje cuestiona los
sentidos y aspira a que la fiebre afine sus facultades permitiéndole percibir
otro nivel del mundo más etéreo y cambiante.
El
temperamento aéreo de Maupassant ya cautivó a Alberto Savinio allá por los años
cuarenta [1],
ahora Michel Serres lo trae a colación en un relato con el que encuentra un
paralelismo evidente en la cada vez más fluida intromisión de la virtualidad
tecnológica en nuestra vida cotidiana. "El habitante inmóvil y hogareño,
huye simétricamente, hacia el exterior"[2]. Si esta huida ha
sido tradicionalmente estimulada por la literatura, la música, la imagen o la
tradición oral, hoy y desde hace ya algún tiempo, tiene un complemento
reforzado en la propia red y en muchos programas informáticos. Aunque la cuestión
que despeja Serres ya no es tanto a ¿donde ir?, sino el donde nos encontramos y
cual es la naturaleza de nuestras intenciones. Archisabido es que este medio
hace imposible dibujar un atlas preciso y definitivo, pues cada nombre y cada
terminal genera hoy unas coordenadas potencialmente a tener en cuenta. Marvazelanda
es hoy solo un punto imaginario situado geográfica y bidimensionalmente
entre el estudio/taller y sus antípodas.