La visita de un ángel.   100 x 65 cm.   Pigmento y látex sobre loneta.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pintura radioactiva

Fernando Huici

 

Cuestión desconcertante, sin duda, esa tan cacareada de la presunta muerte de la pintura. Tantas veces se ha certificado su defunción - y por mentes, al parecer, tan preclaras - que, aún viéndola seguir impávida su rumbo, como si con ella no fuera la cosa, uno no puede dejar de pensar que, sonando el río con semejante fragor, algo puede que haya, en el fondo, de todo ello. Y no es que comparta, precisamente, la certeza ni el iluminado regocijo de sus enterradores; pero ocurre como aquellas señoritas de provincias en las que se cebaba la fatalidad de la murmuración, que hasta la fe de sus incondicionales más devotos acababa también resquebrajándose, corroída por el gusano de la duda.

 

Porque, al ver que son legión aquellos a quienes les resulta insoportablemente irritante e indigesta, parecería desde luego que la pintura, sino necesariamente muerta, si hubiera al menos sobrepasado largamente su fecha de caducidad, fermentando hasta constituir algún tipo de sustancia de toxicidad extrema. Se asemejaría así, en todo caso, a esos virus mutantes que, cambiando sin cesar dejan a cada instante de ser el que eran - y mueren, en ese sentido, una vez y otra - pero se hacen con ello inextinguibles y esquivamente letales. O cabría pensar asimismo en la pintura como en algún tipo de materia altamente radioactiva, un elemento que se autodestruye también, sin prisa pero sin pausa, con tozudez incesante, pero que, en esa agónica consunción, corroe de paso a cuanto se le pone por delante.

 

Y, bien mirado, para quienes seguimos deleitándonos en ella, sin que nos arredren las acusaciones de necrofilia, no deja de resultar seductora esa idea de la pintura como sustancia de mortal peligrosidad, capaz, puede, de consumirnos en la impúdica pasión que nos despierta, pero igualmente venenosa parece - y ahí esta el detalle - para quienes, despreciando sus encantos, proclaman su extinción.

 

Me fijé, creo recordar, por vez primera en la obra de Joël Mestre hace ya algo más de tres años, en aquel  "Muelle de Levante" comisariado por Juan Manuel Bonet y Nicolás Sánchez Durá que, en este mismo espacio y sobre las querencias compartidas por una constelación de artistas asociados, en mayor o menor grado, al área valenciana, venía a congratularse una vez más de la renovada vitalidad - o virulencia, pues tanto da - de esa desahuciada incombustible que conocemos por pintura.

 

En su texto de presentación de la muestra, Bonet arriesgaba entonces a destacar, como rasgo dominante del hacer de Mestre, al que confesaba conocer aún de un modo muy somero, el de su extraterritorialidad; condición esta que, pese a las resonancias que con ellos compartía, lo alejaba del paisaje referencial en el que sus compañeros de viaje tendían a insertarse y que, como pulsión excéntrica, acentuaba incluso su distancia mediante una inversión temporal - fantasmagorías cibernéticas frente a la ensoñación del pasado - y su inclinación por un territorio de signos de temperatura muy distinta.

 

Lejos de quedar desmentida en estos años por la evolución de la obra del pintor castellonense, esa doble idea de extraterritorialidad y excentricidad parece incluso hoy reafirmada, mas en una dimensión, de turbadora y abismal ambivalencia, difícilmente previsible desde el horizonte aquel del muelle levantino. Pues el desplazamiento no se establece tanto, en el devenir de la poética de Mestre, con relación a sus colegas en aquella aventura - antes al contrario, pues tiende a confluir, en mayor modo, hacia ese espectral latido metafísico que, con sesgos dispares, muchos de ellos compartían - como con relación a sí mismo o, mejor dicho, a lo que parecería constituir su propio territorio electivo.

 

Tradicionalmente, al situar las coordenadas e instrumental de lenguaje desde donde edifica la trama de su apuesta, se ha tendido a poner el acento en los lazos que unirían el hacer de Joël Mestre con el horizonte de referencia del pop, tomando a este además en su formulación más descarnada y extrema, mucho más radical, en todo caso, que en los ecos que se asociarían a obras como la del primer Charris o de Juan Cuellar. El interés de Mestre por los logotipos, los dígitos o la señaléctica abundan en ese sentido, como lo hacen las resonancias que aluden a esa fosforescencia catódica que impregna el espacio contaminado desde las pantallas del televisor o el ordenador y, de un modo incluso más inmediato, la gama, despiadadamente gélida, de verdes, azules, grises y ácidos amarillos en la que ha codificado su registro cromático.

 

Mas aunque ese ha sido, y sigue siendo en lo esencial, el aspecto básico del que se nutre la pintura de Mestre, lo cierto es que - de modo latente en un principio, y con una cada vez más sofisticada e inquietante equivocidad - la sustancia poética que destila luego a partir de esa pasta base tiende a subvertir sin concesiones el desapasionado distanciamiento que identificamos con los códigos del pop.

 

Y esa inversión perversa cobra sin duda su mayor, y a la vez más solapada, virulencia con las obras reunidas en esta nueva muestra, correspondientes todas ellas a una etapa que se abre a partir del año de estancia de Joël Mestre en la Academia de España en Roma. Fue esa además, la de la beca romana, y frente a la histeria de tanta fuga generacional a Nueva York para aliviarse del vicio nefando de la pintura, una elección ya de por sí sintomática , como ha sido, a tenor de su sedimento en el trabajo reciente del artista, una apuesta extraordinariamente rentable.

 

Pues, sin duda, la memoria del retiro romano deja sentir su contagio en la más compleja sensualidad interior  que, sin perder su registro desazonantemente agrio, impregna los humores de la materia de color, como infecta también el germen de una sintaxis alegórica en la que la ironía tiende hoy a desdoblarse en el oscuro espejo de unos emblemas espectrales donde Mestre parece complacerse, en un impúdico desafío, en alentar esa ulcerante radiación que la pintura proyecta, desde su fingida muerte, hacia las entrañas de lo imaginario