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Retratos amarillos (VI) Álvaro de Laiglesia Juan V. Oltra |
Periodista,
escritor humorístico hoy casi olvidado, a pesar de los centenares de
miles de libros que Lara vendió, nació el nueve de septiembre de 1922
(“Digo también el año sin ningún
rubor, porque siempre me han parecido ridículos esos hombres coquetos
que ocultan su edad como si fueran señoras gordas”), en San
Sebastián. Álvaro María Eugenio Alejandro Sebastián de Laiglesia
González (“verdadero derroche de santoral completamente gratis”) disfrutó
de un ambiente culto que, sin duda, impulsó su necesidad creadora. Su
abuelo, fundador del Banco Español de Crédito y gobernador del Banco
Hipotecario, escribió unos gruesos tomos de "Estudios Históricos"
que sólo conocemos y admiramos
todos sus nietos y algunos eruditos. Un ambiente un tanto movido,
pues en su primera infancia recorrió Madrid de mudanza en mudanza:
Hermanos Bécquer, Hermosilla, Marqués del Riscal, Castellana, Miguel
Ángel y Velázquez, Chamartín... Estudiante
del Pilar, a trancas y barrancas logra aprobar el ingreso y los dos
primeros cursos del bachillerato, hasta que optó
por la libertad: “hice
novillos”, lo que impulsó a su familia a matricularlo en la
academia Goya, de manera que su ritmo escolar cambió (Álvaro
es muy estudioso: cuando no es el primero de su clase, es el segundo.
Pero nunca baja de ese puesto. Ocioso es avisar que la clase la
constituían dos alumnos). Así llegó hasta aprobar el cuarto curso de
bachillerato, prometiéndose un feliz verano. El verano del 36. Dejemos
que sea el propio Álvaro el que lo cuente con sus palabras: Aunque yo era demasiado pequeño para tomar parte en
la política activa, hacía tiempo que me daba cuenta de que las cosas
en España no marchaban bien. Las personas mayores estaban disgustadas
unas con otras, y había muchas que discutían a tiros. Un mediodía, al
salir del colegio, vi en un escaparate de la calle Goya los impactos de
unos cuantos balazos que le habían dirigido a Jiménez Asúa. También
había visto anteriormente, desde la azotea de mi casa, las dramáticas «fumatas»
que se elevaron al cielo anunciando la quema de los conventos. Y más de
una vez tuve que refugiarme en un portal, mientras pasaba alguna
manifestación que unas veces daba palos y otras los recibía. A mi
padre, que era muy monárquico porque había tirado al pichón con
Alfonso XIII, la República le había sentado como uno de los tiros que
él pegó a los pichones. Los negocios familiares iban de mal en peor, y
nos íbamos mudando a pisos cada vez más pequeños. Ya no necesitábamos
tener grandes salones, pues nuestro patrimonio artístico se había
reducido considerablemente y todas las obras de arte que, aún, poseíamos
cabían en un saloncito. De la pinacoteca sólo nos quedaban los clavos
que sustentaron los cuadros, y el espacio que ocupó el piano de cola
fue cubierto malamente por un aparato de radio. También las tallas
antiguas, las ediciones «príncipe» de la biblioteca, los cueros de Córdoba
y muchas cosas más, se fueron marchando con los anticuarios y los
prestamistas. Mientras tanto, en las calles, los estudiantes daban
gritos y los guardias porrazos. Guardo de aquella época una impresión triste y
confusa, poblada por multitudes vociferantes, sucesos sangrientos y
gobiernos que pedían a la gente que tuviera tranquilidad. «Mal asunto -pensé, a pesar de mí pequeñez-: cuando los gobernantes se ven obligados a pedir por favor al pueblo que se tranquilice "motu proprio", significa que ellos se sienten incapaces de imponer la tranquilidad "motu suyo"». Aquel año terminé mis exámenes a fines de junio.
Nos habíamos mudado una vez más y vivíamos entonces en la calle de
Velázquez, esquina a la de Juan Bravo. A una manzana justa del
domicilio de Calvo Sotelo, del que fue sacado por la Guardia de Asalto
pocos días después, para ser asesinado. Todo el mundo decía que se iba a armar la gorda. Y
mi padre, antes de que se armara, decidió que el jaleo no nos cogiera
en Madrid. Organizamos dos expediciones con rumbo a San Sebastián,
donde teníamos una «villa» en el Monte Igueldo para pasar los
veraneos. La primera expedición, compuesta por mi madre, mis dos
hermanas y yo, salió de Madrid en un taxi el día catorce de julio. La
segunda, que iban a componer mi padre y mis dos hermanos mayores, tenía
prevista su salida ocho días después. Pero aquella famosa gorda que se
estaba armando, y que al final se armó, deshizo todas las previsiones.
Y la guerra dio un tajo a mi familia, partiéndola en dos. Hasta fines de julio, como aún no se sabía bien la
magnitud de lo que estaba pasando, bajé a bañarme a la playa de
Ondarreta. Luego empezó a venir el acorazado “España”, a
bombardeamos desde el horizonte con unos cañonazos tremendos, y suspendí
mis bajadas a la playa. Porque los baños de mar son muy sanos, desde
luego; pero sin acorazado. Desde nuestra «Villa Sorolla», a media ladera del
Monte Igueldo, presencié aquellos bonitos bombardeos cuyo único
objetivo era amedrentar a los «gudaris» que aún no habían abandonado
la ciudad. Los que no éramos «gudaris», en cambio, teníamos que
ponernos contentísimos con aquellas bombas, que nos anunciaban una
liberación inminente. Y un día de septiembre, cuando yo acababa de celebrar mi cumpleaños sin tarta ni velitas, se produjo en San Sebastián ese gran silencio que precede, en las ciudades abandonadas por el enemigo, a la entrada de las tropas triunfadoras. Luego, todas las calles se llenaron de boinas rojas, camisas azules y uniformes de color caqui. La primera bandera roja y gualda que vi desde la calda de la Monarquía, la llevaba en el «capot» un cochecito «Balilla» que llegó lleno de soldados a la puerta de la cárcel de Ondarreta. (Un edificio siniestro, desaparecido por fortuna, que se alzaba junto a la plaza para encoger el corazón y amargar los baños a los veraneantes.) Como yo con mis catorce años era demasiado joven
para empuñar el fusil, pensé alistarme en el ejército empuñando una
corneta. ¿Qué chico a esa edad no lo hubiera pensado? Pero nuestro ejército
era ya entonces serio y regular, y no admitía niñatos atiborrados de
literatura heroica que pretendiesen morir soplando cornetines o
redoblando tambores. En vista de lo cual, decidí alistarme en alguna de
las organizaciones juveniles que el Movimiento organizaba en la
retaguardia, y que desfilaban por las calles de San Sebastián con
fusiles de madera, para acostumbrarse poco a poco al peso de los de
verdad. Y
así, se hizo "flecha", “porque
me gustaron su uniforne y su estilo”. Su familia conocía a Manuel
Halcón, el camarada Halcón,
quien a su vez le presentó a Vicente Gaceo, Secretario Nacional de la
Jefatura de Prensa y Propaganda, quedando a sus ordenes. Empezó
colaborando con "Fotos"
y la revista "San Sebastián",
para pronto entrar en "Flecha"
y "Unidad". Entró
en el mundo de los versos, deslumbrado por aquel Federico de Urrutia de
la "Falange eterna", aunque con pseudónimo: "El
Condestable Azul", que conservaría algún año, siendo
relativamente fácil encontrarlo en "Flechas
y Pelayos". Y es que el jovencito, casi un niño, Álvaro, va
creciendo. Ya es subdirector de "Flecha"...
a los quince años. Y en ese local improvisado en medio de una guerra,
donde se apelotonaban los redactores de "Flecha"
y de "Fotos", como
aun había sitio, se decidió cederlo a "La
Ametralladora". Y ahí cambió su vida.
Conoció
a ese loco genial que se llamaba Miguel Mihura, director de la revista
para los combatientes. Lo conoció en un momento crítico: el de la
muerte de su madre, que parecía haber esperado a que un jovencito Álvaro
de dieciséis años pudiera independizarse económicamente, aunque por
si eso del periodismo era insuficiente para mantenerse, amigos de la
familia lograron "enchufarlo" en el Banco de España. A los
cien días justos, decidió que se aburría tanto que se largó con
Mihura como redactor jefe de "La
Ametralladora"... además de mantener colaboraciones con "Flecha",
"Unidad", "Fotos"
y "Domingo"..y aun le dio tiempo para escribir su primera obra de
teatro, estrenada por Isabelita Garcés en 1938. Terminada
la guerra, "La Ametralladora",
por razones obvias, dejó de publicarse. Victor de la Serna lo acogió
en "Informaciones",
aunque su inquietud vital no le dejó establecerse: una vez empezada la
segunda guerra mundial, se embarcó en el Magallanes en busca de ese tío
que muchos españoles tienen en América. En La Habana, en su caso
concreto, donde además le esperaba Pepín Rivero, director del "Diario
de la Marina", quien había recibido una carta de Manuel Aznar,
abuelo de nuestro expresidente de gobierno, recomendando al joven
viajero. A diez pesos semanales, su trabajo era escribir una columna
diaria. Demasiado aburrido para él. La guerra, seguía avanzando y Álvaro
pensó en que pronto Rusia entraría en guerra. Decidió regresar a la
patria. Y
así, una vez en Madrid y sin destino alguno, recibe la oferta de Mihura
para convertirse en el redactor-jefe de La
Codorniz, que acepta encantado. El éxito del seminario parecería
provocar en cualquiera un apoltronamiento... pero no para Álvaro, que
tras oír a Serrano Suñer aquellas palabras tan repetidas de “Rusia
es culpable", se planta en el despacho de Miguel Mihura y le dice
un escueto "me voy a Rusia". Con
dificultad (“Recuerdo el trabajo
que me costó encontrar una plaza de voluntario en la División (...)
Había bofetadas para conseguir el honor de luchar contra el
comunismo”) llega al frente del este, en un viaje animado: hasta
Grafenwohr, en el mismo vagón donde viajaba Fernando María Castiella,
como simple soldado. Y no fue el único encuentro que le impactaría (“En
mi pieza estaba también aquel gran hombre que pudo ser Enrique
Sotomayor. No lo fue, desgraciadamente para España, porque murió en
Possad como tantos otros de mis compañeros”). Una
experiencia, la de Possad con la División, que le marcó profundamente
(“Gran parte de mi buen humor
(...) se debe sin duda a haber logrado salir con vida de aquel pueblo
infernal”). Un impacto de metralla en la pierna, que casi provocó
la amputación, hace que lo licencien como mutilado: su rodilla será
memoria permanente para él de aquello. De
vuelta a España con un par de medallas y un bastón como recuerdo de
Rusia, no aguanta mucho y pide volver al frente del este, esta vez como
corresponsal, dado que su estado físico impedía su vuelta al combate.
Con la Escuadrilla Azul conoció la vida de aquella Europa a oscuras,
viendo las ruinas de Varsovia, de Minsk, de Smolensko, soportando
heladas en Riga, saludando a Von Keitel y a Rommmel... y viajando en
trenes insalubres, soportando bombardeos. Material para más de un libro
que Álvaro decidió no escribir (“Siempre
he sido un europeo enamoradísimo de Europa y quise evitarle el dolor de
hacerle recordar sus pasadas vergüenzas. Por ese motivo, todos los
cuadernos de notas que fui llenando de horrores auténticos, vistos y
llorados con mis propios ojos, los quemé cuando di por terminada
aquella larga y penosa experiencia viajera”). Una
vez más en España. Año 1943. Mihura le reengancha como redactor jefe
de "La Codorniz" y,
pronto, en marzo de 1944, tras el abandono de Mihura, es nombrado
director. Será el director de medios de comunicación español que más
años dure en el cargo: desde 1943 hasta 1977. No es lugar para hablar
de "La Codorniz",
materia que ocuparía centenares de folios. Tan sólo recordemos algunos
de los genios que poblaron sus páginas... pues el reunirlos también es
elemento de genialidad: grandes como Wenceslao Fernández Flores, Ramón
Gómez de la Serna o Jardiel Poncela, descubrimientos al mundo como
Antonio Mingote o Ángel Palomino, y residentes alucinógenos como
Evaristo Acevedo o Pgarcía, sin olvidar que en sus páginas se
encontraron generaciones de talentosos escritores y caricaturistas:
Kalikatres, Chumy Chúmez, Óscar Pin, Dátile, Forges, Ops, Munoa,
Serafín, Antonio de Lara (Tono), José Antonio Garmendia, Neville... y
tantos más que mejor será cerrar la relación. Hay
que indicar, que pese a la fama de revista perseguida por el régimen,
nunca fue cerrada una edición a "La
Codorniz"... hasta que llegó Fraga con la Ley de Prensa.
Uno de los golpes más fuertes que recibió, fue en abril de
1975, por un recuadro alusivo a la situación en las universidades,
donde se leía: "Ni rojos ni
azules ni verdes ni grises, por ahora solamente AMORATADOS". Su
sentido del humor no gustaba en ciertos ministerios. Yale, en una
entrevista para Pueblo le acusa de ser el mayor pedante de habla castellana y él,
responde cargado de intención: “Si
la pedantería consiste en dedicar toda la vida al duro apostolado de
predicar el buen humor, la acusación es cierta. Y en ese caso considero
que necesitamos muchos pedantes como yo para aligerar al país de
"sentido trágico de la vida" que diagnosticó Unamuno, y
aproximarlo a "la España faldicorta y alegre" soñada por José
Antonio”. Pero no nos adelantemos. Empezó
su intensa vida de escritor, simultaneando la dirección del semanario:
"Un naufrago en la sopa",
publicada por un José Janés que acababa de dejar las aventuras
editoriales con Félix Ros, al que le seguirían "El
baúl de los cadáveres", la obra de teatro conjunta con Mihura
"El caso de la mujer
asesinadita" o "La
gallina de los huevos de plomo". Todos con gran éxito, lo que
le reafirmó en su camino. Un viaje a Italia, donde conoce a Guareschi,
el autor de Don Camilo, le lleva a abrir su mente al fantástico grupo
de humoristas italianos que daban vida a "Bertoldo":
Mosca, Novello... y al tiempo, Pitigrilli. Hay quien dice que su estilo
era una mezcla de clásico español y el de Pitigrilli; curiosamente él
se quejaba de la bajada de calidad del humorismo italiano con la
apertura de las libertades. Estudió
en México la posibilidad de lanzar el semanario por toda Hispanoamérica,
y aprovechó para arreglar en un quirófano allí otro recuerdo de
Rusia: un oído que no funcionaba demasiado bien. Poca novedad más en
su vida hasta que en 1952, un emprendedor José Manuel Lara que iba
formando su grupo de autores a golpe de talonario le convenció para
firmar una exclusiva.... convirtiéndose en el humorista más leído de
España: "Se prohibe llorar",
"Sólo se mueren los tontos",
"Dios le ampare, imbécil",
"¡Qué bien huelen las señoras!". Su
éxito en España fue juzgado de superficial. En Alemania, donde algún
título fue traducido ("Sólo
se mueren los tontos", "Nur
narren sterben") es, por el contrario, considerado un humorista
profundo, cercano en estilo a Cervantes. Y es que eso de no ser profeta
en la propia tierra es algo muy extendido. Su
lista de libros exitosos es tan grande que la simple enumeración nos
llevaría mucho espacio. Destacaremos tan solo una singularidad, la
respuesta airada a la novelística que centraba en la muerte la visión
de guerra civil, ejemplarizada por el "Un
millón de muertos" de Gironella, al que Álvaro repuso su
"Medio muerto nada más". Dedicado eventualmente al teatro y a las series de televisión (El tercer rombo, Historias naturales, Vivir para ver...), dedicó sus últimos años, después de su salida de "La Codorniz" provocada por un extraño movimiento de tierras del grupo Godó (algo que parece premonitorio, si enfocamos el caso Antena 3) a escribir, y a su hijo Alex, fruto de su matrimonio con una hija de la Gran Bretaña. Ayudó a su sobrino Juan Carlos de Laiglesia a establecerse (periodista de la movida, director de "La luna de Madrid", "MAN", y uno de los últimos que vio con vida en España al nieto de Ernesto Giménez Caballero) y, sobre todo, dio forma a un libro que desde 1964 acariciaba: "La Codorniz sin jaula", referencia obligatoria para todo quien quiera saber sobre la publicación de humor por excelencia en España, y a la que me remito. Poco después, el primero de agosto de 1981, fallecía Álvaro de Laiglesia. Descanse en paz. |
Para saber más ·
"La
Codorniz" sin jaula (Alvaro de Laiglesia). Planeta, Barcelona, 1981 Novelas, teatro y demás de Álvaro
de Laiglesia, ·
¡Nene, caca!
Su obra El
ingrato. De "Es usted un mamífero",
1974 QUERIDA
MíA: Perdóname,
pero mi cobardía es más fuerte que yo. Por eso te escribo
cobardemente: porque no me atrevo a hacerte esta confesión cara a cara.
Hoy
mismo, cuando estuvimos juntos como todas las tardes, quise armarme de
valor para decírtelo. Pero no pude reunir el valor suficiente para la
armadura, y por eso callé una vez más. Y por eso también te comunico
por escrito lo que nunca osaré confesarte de palabra. Te
pido perdón de antemano por el daño que te voy a hacer y el dolor que
vas a sentir. Creo, sin embargo, que será mejor para los dos aclarar
esta situación que cada día se va haciendo más insoportable, y que
nos hace a ambos profundamente desgraciados. El
golpe va a ser duro, muy duro, pero trata de recibirlo con la máxima
entereza. Prepara, pues, la entereza, que aquí está el golpe: Cuando
leas esta carta, estaré muy lejos de ti. Te abandono, eso es. ¿Para qué
vamos a andarnos con rodeos? La sinceridad duele y escuece como una
quemadura, pero precisamente porque quema, cauteriza las heridas que
produce cicatrizándolas con más rapidez. Me
separo de ti, amada mía, después de haber estado una vez más contigo,
pegado a tu piel que tanto amé. Soy un ingrato, lo reconozco, pues tú
sigues queriéndome y confiando en que permaneceré siempre a tu lado.
Depositaste en mí una confianza total, no limitada por el tiempo, sin
sospechar que yo podría defraudarte. Y te defraudo ahora, dándote una
prueba de ingratitud vergonzosa. Porque
me consta que confiabas en mí ciegamente. No ibas a ninguna parte sin
contar conmigo. Mi presencia era indispensable para ti desde que te
despertabas por la mañana. Juntos
teníamos que salir a la calle, juntos teníamos que comer, juntos teníamos
que ir al cine, al teatro, a las fiestas... Juntos, en fin, teníamos
que acostarnos. Te
juro que también yo fui muy feliz durante todas esas horas que hemos
pasado tan unidos como las parejas más célebres de la Historia: como
Romeo y Julieta, como Abelardo y Eloísa, como Pablo y Virginia, como
Tristán e Isolda... Pero
el tiempo, el maldito e inexorable tiempo, destruye poco a poco todo lo
hermoso que hay en la vida: el ardor de los amores, la intensidad de los
colores, la fragancia de las flores... Al tiempo, por lo tanto, debes
culparle de que yo no pueda permanecer ni una sola hora más junto a ti.
Suplicándote
otra vez que perdones la ruptura de nuestras relaciones, te abandona: TU
DESODORANTE. |
Juan
V. Oltra |