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Este texto ha sido extraído de Los Demonios de Loudun, editorial Sudamericana,
4a. edición de enero 1999 y cuya traducción corresponde a H. A. Murena
(ISBN: 950-07-1488-4).
"Sin tener en cuenta el profundo e innato anhelo del hombre de
autotrascenderse, sin comprender su muy natural repugnancia a tomar el arduo
camino ascendente y su búsqueda de falsas liberaciones que se dirigen, ya
hacia planos inferiores de su personalidad, ya hacia planos horizontales, no
podremos hacernos cargo del particular período histórico en que vivimos, ni
de la historia en general, de la vida tal como fue vivida en el pasado y como
se vive hoy día. Por ello me propongo aquí tratar algunos de los más
corrientes sustitutos de la Gracia, mediante los cuales hombres y mujeres han
intentado siempre evadirse de la atormentadora conciencia de ser simplemente
ellos mismos.
Hay en la actualidad en Francia aproximadamente un vendedor de alcohol por
cada cien habitantes. En los Estados Unidos hay por lo menos un millón de
alcohólicos desesperados y un número considerablemente mucho mayor de
bebedores consuetudinarios cuya enfermedad no ha llegado aún a ser mortal. En
lo que respecta al consumo de sustancias tóxicas en el pasado, no tenemos un
conocimiento preciso ni estadísticas seguras. En el oeste de Europa, entre
los celtas y los teutones, durante toda la Edad Media y el comienzo de los
tiempos modernos la ingestión de alcohol era probablemente aun mayor que hoy
día. En las numerosas ocasiones en que ahora bebemos té, café, o bebidas
gaseosas, nuestros antepasados se refrescaban con vino, cerveza, hidromiel y,
en siglos posteriores, con ginebra, coñac y aguardiente. El beber
exclusivamente agua era una pena que se imponía a los malhechores o bien los
religiosos lo aceptaban como penitencia, junto con un ocasional régimen
vegetariano, como una severa mortificación. No beber una sustancia
alcohólica constituía una extravagancia de tal modo notable que suscitaba
comentarios y hasta la aplicación de sobrenombres más o menos despectivos.
De ahí los nombres de Bevilacqua en Italia, de Boïleau en Francia y de
Drinkwater en Inglaterra.
Mas el alcohol constituye sólo una de las muchas drogas empleadas por el
hombre como medio de evadirse del yo aislado. Creo que los narcóticos
naturales, las sustancias estimulantes y capaces de provocar alucinaciones
fueron conocidas, hasta en sus más insignificantes propiedades, desde tiempo
inmemorial. Los modernos laboratorios nos han dado un sinnúmero de nuevos
productos sintéticos, pero en lo que respecta a los venenos naturales no han
hecho más que desarrollar mejores métodos de extracción, de concentración
y de combinación de aquellos ya conocidos. Desde la amapola al curare, desde
la coca de los Andes al cáñamo de la India y al agárico de Siberia, todo
árbol o matorral u hongo capaz de provocar, cuando se ingiere, efectos
estupefacientes o excitaciones o visiones hace mucho tiempo que ha sido
descubierto y sistemáticamente aplicado. El hecho resulta extrañamente
significativo pues parece probar que siempre y en todas partes el ser humano
ha sentido la absoluta imperfección de su existencia personal, la miseria de
ser su aislado yo y no algo más, algo más amplio, algo, para decirlo con las
palabras de Wordsworth, "mucho más profundamente interpenetrado con los
otros, en un recíproco fluir". En su exploración del mundo que lo
rodeaba, el hombre primitivo "trató todas las cosas y se aferró a las
que eran buenas". A los efectos de su conservación, bueno era todo fruto
u hoja comestible, toda semilla, raíz o nuez; mas en otro sentido - en el de
la insatisfacción del yo y en el del anhelo de autotrascenderse - bueno es en
la naturaleza todo aquello que provoque un cambio en la calidad de la
conciencia individual. Tales cambios de estado provocados mediante drogas
pueden ser manifiestamente dañosos, pueden pagarse al alto precio de
perturbaciones en el presente y con la degeneración y la muerte prematura en
el futuro, mas todo eso no tiene importancia. Lo que importa es saber que,
aunque sólo por una hora o dos, aunque sólo por breves minutos, uno es algo
distinto de su propio yo aislado. "Vivo, mas no yo sino el vino o el opio
o el hachís viven en mí." El traspasar los límites del yo aislado
constituye una suerte de liberación tal que aún cuando la autotrascendencia
que lleva al frenesí se logre a través de la náusea, la que lleva a las
alucinaciones y al estado de coma, a través de retortijones, el estado
conseguido mediante drogas ha sido mirado por los hombres primitivos y hasta
por los de avanzadas civilizaciones como intrínsecamente divino. Los éxtasis
provocados por la intoxicación constituyen aún una parte esencial de la
religión de muchos pueblos de Africa, Sudamérica y la Polinesia y una parte
no menos esencial, como lo prueban claramente documentos que han llegado hasta
nosotros, de la religión de los celtas, de los teutones de los griegos, de
los pueblos del Asia Menor y de los arios que conquistaron la India. La
cerveza era un dios. Entre los celtas, Sabazios era el nombre divino que se
deba a esa enajenación total provocada por la embriaguez de cerveza. Más
hacia mediodía, Dionisios era, entre otras cosas, la objetivación
sobrenatural de los efectos psicofísicos del beber gran cantidad de vino. En
la mitología védica, Indra era el dios de esa droga llamada soma, que
no ha podido ser identificada hasta ahora. Héroe y matador de dragones, era
la magnífica proyección a los cielos del extraño y glorioso estado de la
intoxicación. Identificado con la droga llegó a convertirse, como
Soma-Indra, en la fuente de la inmortalidad, en el mediador entre lo humano y
lo divino.
En los tiempos modernos la cerveza y los otros productos tóxicos y
estupefacientes capaces de provocar una autotrascendencia no son ya adorados
oficialmente como divinidades. La teoría ha experimentado un cambio, mas no
así la práctica, pues millones y millones de hombres y mujeres civilizados
continúan rindiendo culto no al liberador y transfigurador Espíritu, sino al
alcohol, al hachís, al opio, a sus derivados y combinaciones y a todos esos
modernos productos sintéticos variantes del antiguo catálogo de venenos
capaces de causar la autotrascendencia. En todo caso, por supuesto, lo que
parece un Dios es verdaderamente un demonio y lo que parece una liberación es
en realidad una esclavitud. La autotrascendencia, que se logra en tales
condiciones es invariablemente descendente, desciende a lo subhumano, a lo que
es inferior a la persona.
Lo mismo que la intoxicación, la sexualidad pura, esto es, por sí misma y
divorciada del amor, fue en otros tiempos también una divinidad, adorada no
sólo como el principio de la fecundidad sino como una manifestación de la
absoluta alteridad inmanente en cada ser humano. En la teoría, la sexualidad
pura hace tiempo que ha dejado de ser un Dios, pero en la práctica puede
todavía jactarse de contar con innumerables sectarios.
Hay una sexualidad pura que es inocente y hay una sexualidad pura que es moral
y estéticamente sucia. D. H. Lawrence escribió muy bellamente acerca de la
primera; Jean Genet, con horripilante vigor y menudamente acerca de la
segunda. Tanto la sexualidad del Edén como la de las cloacas tienen el poder
de hacer trascender al individuo los límites de su aislado yo. Mas la
segunda, y de ésta (podemos conjeturarlo con tristeza) las variedades
inferiores, es capaz de llevar a los que se entregan a ella a planos más
bajos de lo subhumano y de dejar la conciencia y la memoria en un estado de
enajenación más completo que lo que puede realizar el primer tipo de
sexualidad. De ahí que para aquellos que sienten el anhelo de evadirse de su
aprisionada identidad el pervertirse tenga una perenne atracción lo mismo que
esos extraños equivalentes de la perversión que hemos descrito en el curso
de este libro.
En las comunidades más civilizadas la opinión pública condena el
libertinaje y la ingestión de drogas considerándolos éticamente
reprobables. Y esta condena moral se ve fortalecida por las represiones
fiscales y legales. Sobre el alcohol pesan elevados impuestos. La venta de
estupefacientes está prohibida en todas partes. Ciertas prácticas sexuales
son consideradas como crímenes. Mas cuando pasamos de la sexualidad pura y de
la ingestión de drogas al tercer gran camino de autotrascendencia descendente
verificamos que tanto los moralistas como los legisladores asumen con respecto
a él una actitud muy distinta y mucho más indulgente. Y esto resulta tanto
más sorprendente cuanto que el delirio de las masas, como podríamos
llamarlo, es mucho más peligroso para el orden social, representa una amenaza
más dramática contra ese ligero barniz de decencia, moderación y tolerancia
mutua que constituye una civilización, que la bebida y el libertinaje. Verdad
es que un exceso de indulgencia que se generalizara y llegara a constituir un
hábito permanente en materia de sexualidad podría determinar, como lo ha
señalado J. D. Unwin, la disminución de la energía de toda una sociedad
haciéndola por eso incapaz de lograr o bien de conservar un alto grado de
civilización. Análogamente, si el hábito de ingerir drogas se difunde con
exceso puede rebajar la eficacia militar, económica y política de la
sociedad en que prevalece tal hábito. En los siglos XVII y XVIII el alcohol
fue el arma secreta de los traficantes europeos de esclavos, la heroína fue
en el siglo XX lo mismo para los militaristas japoneses. Completamente
embriagado, el negro era una presa fácil, así como el chino embotado por las
drogas no provocaba demasiados disturbios a sus conquistadores. Mas éstos son
casos excepcionales. Una sociedad abandonada así misma, por lo general se
organiza de modo tal que le sea posible entregarse a su veneno favorito. La
droga es así un parásito en el cuerpo político, pero un parásito cuyo
huésped para decirlo metafóricamente, tiene la suficiente fuerza y buen
sentido como para mantenerlo bajo su dominio y regulación. Y lo mismo puede
decirse de la sexualidad pura. Ninguna sociedad que se organizara sobre las
bases de las prácticas sexuales tomadas de las teorías del marqués de Sade
podría sobrevivir. Y en efecto, ninguna sociedad se ha organizado nunca sobre
tales bases. Hasta los más licenciosos paraísos artificiales de la Polinesia
tienen sus reglas y regulaciones, sus imperativos categóricos y sus
preceptos. Parece que las sociedades tienen la capacidad de protegerse con
bastante éxito contra los excesos de la sexualidad, como contra los de la
ingestión de drogas. En cambio, sus defensas contra el delirio de las masas y
sus consecuencias a menudo desastrosas son menos eficaces. Los moralistas de
profesión, que prorrumpen en invectivas contra la embriaguez, se muestran
extrañamente silenciosos con respecto al igualmente peligroso vicio de la
intoxicación de las multitudes, del autotrascender descendente a lo subhumano
por el proceso de entrar a formar parte de una multitud.
"Donde dos o tres se reúnen en mi nombre allí estoy yo con ellos."
En medio de dos o tres centenares la presencia divina se hace más
problemática. Y cuando el número se eleva a millares o a decenas de millares
la probabilidad de que Dios esté presente en la conciencia de cada individuo
declina hasta el punto de desvanecerse casi por completo. Una multitud
excitada (y toda multitud se excita automáticamente) es de tal condición que
allí donde están reunidos dos o tres mil individuos no sólo no está
presente la divinidad, sino ni siquiera la humanidad común. El hecho de ser
uno dentro de una multitud libera al hombre de su conciencia de ser un yo
aislado y lo lleva a una esfera inferior a la persona, donde no existen
responsabilidades, justicia o injusticia, donde no hay necesidad de pensar ni
de juzgar ni de discernir. Sólo reina allí un vago sentimiento de
continuidad, sólo una excitación compartida, una enajenación colectiva. Y
esa enajenación es con mucho más prolongada y menos exhaustiva que la
producida por el libertinaje; la mañana que sigue a ella es menos deprimente
que la que sigue a la enajenación provocada por envenenamiento mediante
alcohol o morfina. Por lo demás, el delirio de las masas puede justificarse
con motivos a los que puede asignárseles positivas y hasta virtuosas
cualidades. Por eso, lejos de condenar la práctica de este tipo de
autotrascendencia descendente, los conductores de la Iglesia y del Estado la
han estimulado en la medida en que podría contribuir a la prosecución de sus
propios fines. Los individuos y los grupos coordinados que constituyen una
sociedad sana, hombres y mujeres que exhiben una cierta capacidad de concebir
pensamientos racionales y de actuar con libertad a la luz de principios
éticos, colocados en medio de una multitud actúan como si ya no poseyeran
razón ni libre voluntad. La intoxicación de la multitud los reduce a una
condición de irresponsabilidad infrapersonal y antisocial. Narcotizados por
ese misterioso veneno que segrega toda muchedumbre excitada caen en un estado
de exaltación que los hace aptos para que en ellos prospere cualquier
sugestión, estado semejante al que produciría la ingestión de un
estupefaciente o semejante al de un rapto hipnótico. Mientras se encuentren
en tal estado creerán cualquier disparate que se le vocifere, obedecerán
cualquier orden o incitación por insensata, loca o criminal que sea. Para los
hombres y mujeres que se encuentran bajo la influencia del veneno de la
muchedumbre, "cualquier cosa que yo diga tres veces es verdad", y
cualquier cosa que yo diga tres mil veces es una verdad revelada, directamente
inspirada por el Verbo divino. Esta es la razón por la cual los hombres que
tienen autoridad -los sacerdotes y los gobernantes de pueblos- nunca han
proclamado la moralidad de esta forma de autotrascendencia descendente. Cierto
es que el delirio de las multitudes provocado por miembros de la oposición y
en nombre de principios heréticos siempre ha sido condenado por los que
estaban en el poder, mas el delirio de la multitud suscitado por los agentes
del gobierno, el delirio de la multitud provocado en nombre de la ortodoxia es
algo enteramente distinto. En todos los casos donde pueda servir a los
intereses de los hombres que dominan la Iglesia y el Estado, la
autotrascendencia descendente lograda por medio de la intoxicación de la masa
es algo legítimo y hasta altamente deseable. Las peregrinaciones y mítines
políticos, las reuniones de coribantes y los desfiles patrióticos son cosas
éticamente justas sólo en la medida en que son nuestras
peregrinaciones, nuestros mítines, nuestras reuniones y nuestros
desfiles. El hecho de que la mayor parte de los que intervienen en tales
cosas queden transitoriamente deshumanizados por el veneno de la multitud no
tiene ninguna importancia en comparación con el hecho de que su
deshumanización se utilice para consolidar los poderes religiosos y
políticos.
Cuando el delirio de la multitud se explota en pro de los gobiernos y de las
iglesias ortodoxas, los explotadores se han manifestado siempre muy cuidadosos
de no llevar la intoxicación demasiado lejos. Las minorías rectoras hacen
uso de los anhelos de autotrascendencia descendente de sus sujetos, primero,
con el fin de divertirlos y distraerlos y, segundo, para reducirlos a un
estado infrapersonal de exaltación que los hace aptos para que en ellos
prospere cualquier sugestión. Las ceremonias religiosas y políticas son bien
acogidas por las masas, que las consideran oportunidades de satisfacer su
anhelo de autotrascendencia, y por los conductores, para quienes son
oportunidades de sugestionar a mentes que momentáneamente han perdido su
capacidad de razonar y el ejercicio de su libre voluntad.
El síntoma final de la intoxicación de las muchedumbres es una explosión de
loca violencia. Los ejemplos de delirio de las multitudes que culminan en
innecesarias destrucciones, en feroces daños que se infieren a sí mismas, en
salvajes desmanes sin objeto y contra los más elementales intereses de la
comunidad de la que forman parte, figuran en casi todas las páginas de los
libros de texto de los antropologistas y -un poco menos frecuentemente, pero
todavía con triste regularidad- en las historias de los pueblos, hasta de los
más altamente civilizados. Excepto cuando quieren suprimir una minoría
impopular, los representantes oficiales del Estado o de la Iglesia se cuidan
de desencadenar un frenesí que no pueden estar seguros luego de dominar y
regular. Tales escrúpulos no los alimenta el cabecilla revolucionario que
odia el statu quo y que sólo alienta el deseo de crear un caos sobre
el cual, cuando él se haga cargo del poder, pueda imponer una nueva clase de
orden. Cuando el revolucionario explota el anhelo de los hombres de
autotrascendencia descendente, los explota hasta el extremo del frenesí
demoníaco. Ofrece a las mujeres y hombres a quienes les pesa su aislado yo y
que están hastiados de las responsabilidades que entraña el ser miembro de
un determinado grupo humano, excitantes oportunidades de deshacerse de todo
eso en desfiles y manifestaciones públicas. Los órganos de un cuerpo
político son grupos dirigidos a un determinado fin. Una muchedumbre es el
equivalente social de un cáncer. El veneno que segrega despersonaliza a los
miembros que la constituyen hasta el punto de que éstos comienzan a actuar
con una violencia de que serían completamente incapaces en su estado normal.
El revolucionario estimula a sus seguidores para que manifiesten este último
síntoma de la intoxicación de las masas y aprovecha a dirigir el frenesí de
éstas contra sus propios enemigos, los sostenedores del poder político,
económico y religioso.
En el curso de los últimos cuarenta años las técnicas para explotar el
anhelo del hombre en la más peligrosa de las formas de autotrascendencia
descendente han alcanzado un grado de perfeccionamiento nunca logrado antes.
En primer lugar hay más gente en una milla cuadrada que antes y los medios de
transportar vastas multitudes desde distancias considerables y de
concentrarlas en un único edificio o una plaza son mucho más eficaces que en
el pasado. Por lo demás se han inventado nuevos recursos para excitar a las
masas, que antes ni siquiera se hubieran soñado. Hoy tenemos la
radiotelefonía, que ha extendido enormemente el alcance de los broncos
alaridos del demagogo. Tenemos el altoparlante, que amplifica y multiplica
indefinidamente la violenta música de las clases odiadas y del nacionalismo
militante. Tenemos también la cámara fotográfica (de la que una vez se dijo
ingenuamente que no podía mentir) y sus descendientes, el cinematógrafo y la
televisión. Estos tres medios hicieron absurdamente fácil la propagación de
tendenciosas fantasías. Y finalmente tenemos la mayor de nuestras invenciones
sociales, la educación libre y obligatoria.
Todo el que sabe leer queda en consecuencia a merced de los propagandistas del
gobierno o del comercio, que se valen de las máquinas de linotipia y de la
prensa. Reúnase a una multitud de hombres y mujeres previamente preparados
por la diaria lectura de un periódico, hágasele oír la música amplificada
de orquestas en medio de un escenario de brillantes luces y sométasela a la
oratoria de un demagogo, que es (los demagogos siempre lo son)
simultáneamente el explotador y la víctima de la intoxicación de las masas,
e inmediatamente se la tendrá reducida a un estado de casi inconsciente
subhumanidad. Nunca antes unos pocos estuvieron en posición de convertir a
tantos en payasos, locos o criminales.
En la Rusia comunista, en la Italia fascista y en la Alemania
nacionalsocialista, los explotadores de ese gusto fatal por el veneno de las
muchedumbres que siente la humanidad han seguido ese camino. Cuando eran
revolucionarios de la oposición, alentaban a las muchedumbres que estaban
bajo su influencia a que emprendieran violencias destructoras. Más adelante,
cuando llegaron al poder, sólo permitieron que la intoxicación de las masas
se cumpliera en su proceso completo contra los extranjeros y las cabezas de
turco escogidas por ellos. Teniendo interés en mantener el statu quo reprimieron
entonces el descenso a lo subhumano hasta el punto en que el frenesí les era
conveniente. Para esos neoconservadores la intoxicación de las masas tenía
un valor capital pues les brindaba el medio de exaltar la capacidad de sus
sujetos de hacerse aptos para que en ellos prosperara cualquier sugestión y
hacerlos de esta suerte más dóciles a las expresiones de la voluntad
autoritaria. Formar parte de una muchedumbre es el mejor antídoto conocido
contra el pensamiento independiente; de ahí la objeción de los dictadores a
una vida "meramente psíquica" y privada. "Intelectuales del
mundo, uníos. Nada tenéis que perder sino vuestros cerebros."
Las drogas, la sexualidad pura y la intoxicación de las muchedumbres son los
tres caminos más populares que conducen a la autotrascendencia descendente.
Por supuesto que hay muchos otros no tan trillados como estos tres, pero que
conducen con no menos eficacia a la misma meta infrapersonal. Consideramos por
ejemplo el camino del movimiento rítmico. En las religiones primitivas se
recurría a un prolongado movimiento rítmico como medio muy frecuente de
producir un estado de éxtasis infrapersonal y subhumano. La misma técnica
para alcanzar idéntico fin fue empleada por muchos pueblos civilizados, por
los griegos, por ejemplo, por los hindúes y por muchos otros, como los
derviches del mundo islámico, y aún por algunas sectas cristianas. En todos
estos casos el movimiento rítmico prolongado y repetido constituye una forma
de rito deliberado que se practica con el objeto de conseguir una
autotrascendencia descendente. La historia consigna también muchos casos
esporádicos de explosiones involuntarias e incontenibles de movimientos de
vaivén cimbreantes y balanceos de cabeza. Estas epidemias de lo que en
algunas regiones se conoce con el nombre de tarantulismo y en otras con el de
baile de San Vito, se han presentado generalmente en los períodos de
perturbación que siguen a las guerras, pestes y carestías y se dan más
frecuentemente allí donde la malaria es un mal endémico. Los inconscientes
propósitos de hombres y mujeres que sucumben a estas manías colectivas son
los mismos perseguidos por los sectarios que se valen de la danza como de un
rito religioso; esto es, evadirse de la aislada intimidad para dar en un
estado en el que no existen responsabilidades ni sentido de culpa del pasado o
preocupaciones por el futuro, sino sólo un presente, un arrobamiento de la
conciencia de ser algo distinto.
Íntimamente asociado con el éxtasis producido por el movimiento rítmico,
está el éxtasis producido por los sonidos rítmicos. La música es tan vasta
como la naturaleza humana y siempre dice algo al hombre y a la mujer en todas
las esferas de su ser. Desde la esfera sentimental y egotista hasta la de las
abstracciones intelectuales, desde la mera esfera visceral a la espiritual.
Entre los innumerables efectos de la música figuran los semejantes al de una
poderosa droga que es en parte estimulante y en parte narcótica, efectos que
se dan de un modo alternado. Ningún hombre, por civilizado que sea, puede
escuchar por largo rato los tambores africanos o los cánticos de la India o
los himnos galeses y conservar intacta su personalidad, su sentido crítico y
su autoconciencia. Sería interesante tomar un grupo de los más eminentes
filósofos de las mejores universidades, encerrarlos en una habitación
caldeada con derviches marroquíes y vuduistas haitianos y medir con un reloj
la fuerza de su resistencia psíquica a los efectos de los sonidos rítmicos.
¿Es que los lógicos positivistas se manifestarían más resistentes que los
subjetivistas e idealistas? ¿Es que los marxistas demostrarían mayor
resistencia que los tomistas o los vedantistas? iQué fascinador, qué fecundo
campo de experiencia! Mientras tanto, todo lo que a este respecto podemos
predecir con seguridad es que nuestros filósofos, expuestos por un tiempo
suficiente a los sonidos de los "tum tum" y de los cánticos,
terminarían por hacer cabriolas y aullar con los salvajes.
Los caminos del movimiento rítmico y del sonido rítmico están generalmente,
por así decirlo, sobrepuestos al camino de la intoxicación de las masas. Mas
hay también caminos privados, caminos que puede tomar el solitario caminante
que no gusta de formar parte de una muchedumbre o que no tiene fe en los
principios, en las instituciones o en las personas en cuyo nombre se reúne la
multitud. Uno de estos caminos privados es el de los mantras, el camino
que Jesucristo llamó "vana repetición". En los cultos públicos,
la "vana repetición" está casi siempre asociada a los sonidos
rítmicos; se cantan o por lo menos se entonan letanías y otras cosas de este
género. Es en su condición de música como esas repeticiones producen
efectos casi hipnóticos. Las "vanas repeticiones", cuando se
practican en privado, obran sobre la mente no por su asociación con los
sonidos rítmicos (pues obran aun cuando simplemente se imaginan las palabras)
sino en virtud de una concentración de la atención y de la memoria. La
repetición constante de una misma palabra o frase provoca con frecuencia un
estado de lucidez y hasta de profundo rapto. Una vez logrado, este rapto puede
ser gozado en lo que él mismo es, o sea como un delicioso sentimiento de algo
distinto del yo personal y que está por debajo de él, o bien puede ser
aprovechado deliberadamente a los efectos de mejorar la conducta personal por
autosugestión y de preparar el camino para la consecución final de una
autotrascendencia ascendente. Sobre esta segunda posibilidad hemos de decir
algo más en un próximo párrafo. Por ahora nos interesa sólo considerar las
"vanas repeticiones" como un camino descendente que conduce a la
enajenación infrapersonal.
Consideremos ahora un método estrictamente fisiológico de evasión de la
personalidad consciente y aislada: el camino de los castigos corporales. La
violencia destructora que es el síntoma final de la intoxicación de las
masas no siempre se dirige hacia el exterior. La historia de la religión
abunda en gran número de casos en que sectarios fanáticos se flagelaban, se
acuchillaban, se castraban y hasta se daban muerte. Tales actos son las
consecuencias del delirio de las multitudes y se cumplen siempre en estado de
frenesí. De muy distinto género son los castigos corporales que se emprenden
en privado y a sangre fría. El tormento se inicia por un acto de la voluntad
personal, pero su resultado (por lo menos en algunos casos) es una
transformación momentánea de la personalidad aislada en algo distinto de
ella. En sí mismo, eso distinto viene a ser la conciencia, tan intensa que es
exclusiva del dolor físico. La persona que se castiga a sí misma llega a
identificarse con su dolor y, llegando a convertirse en el mero conocimiento
de su cuerpo sufriente, queda liberada de su sentimiento de un pasado
culpable, de las frustraciones del presente y de esa obsesionante ansiedad
acerca del futuro que constituye una parte tan amplia del yo neurótico. Ello
viene a ser así una evasión de la personalidad consciente, un paso
descendente a un estado de padecer puramente fisiológico; mas la persona que
se atormenta no debe permanecer necesariamente en esta región de la
conciencia infrapersonal. Lo mismo que el que se vale de las "vanas
repeticiones" para trascender los límites de sí mismo, puede utilizar
su transitoria enajenación como un puente que va, por así decirlo, desde su
personalidad consciente a la vida del espíritu.
Esto plantea un problema tan importante como difícil. ¿Hasta qué punto y en
qué circunstancias es posible para un hombre utilizar la vía descendente
como un camino que lo conduzca a una autotrascendencia ascendente y
espiritual? En un primer examen parecería obvio que un camino descendente
nunca puede ser ascendente. Mas en la esfera de la existencia las cosas no son
tan simples como lo son en nuestro bien compuesto y hermoso mundo de las
palabras. En la vida real un camino descendente puede a veces constituir el
comienzo de uno ascendente. Cuando se quiebra la corteza del yo y comienza
éste entonces a tener conciencia de las otras esferas en que se fundamenta su
personalidad, las esferas de lo subconsciente y de lo fisiológico, puede
ocurrir a veces que vislumbremos fugazmente pero como algo apocalíptico esa
otra cosa que es el Fundamento divino de todo ser. En tanto permanecemos
confinados dentro de nuestra aislada personalidad consciente no advertimos los
distintos "no-yo" con los que estamos asimismo asociados: el no-yo
orgánico, el no-yo subconsciente, el no-yo colectivo del medio psíquico en
el que tienen su existencia todos nuestros pensamientos y sentimientos y el
no-yo, inmanente y trascendente a la vez, del Espíritu. Toda evasión, aun en
un sentido descendente, de la personalidad aislada y consciente hace posible
por lo menos una momentánea percepción del no-yo en todos los planos,
incluso los más elevados. William James, en su Varieties of Religious
Experience, da ejemplos de "revelaciones anestésicas" que
siguieron a la inhalación de gases que provocan la risa. Los alcohólicos, a
veces, han experimentado también análogas teofanías, y probablemente haya
momentos en el curso de la intoxicación por las drogas en que le sea posible
aun yo desintegrado el conocimiento de un no-yo superior; mas estos
ocasionales destellos de revelación se pagan a un precio enorme.
Si es que llega a darse el momento de tal conocimiento espiritual, el
morfinómano, por ejemplo, experimenta casi inmediatamente el sopor subhumano,
el frenesí o la alucinación seguidos por lúgubres sensaciones y, a la
larga, por un menoscabo fatal y gradual de la salud del cuerpo y del poder de
la mente. Muy rara vez una sola "revelación anestésica" puede
obrar, como lo hace otro tipo de teofanía, de modo que el sujeto se sienta
incitado a realizar un esfuerzo de transformarse en la dirección de una
autotrascendencia ascendente. Se trata de un camino descendente, y la mayor
parte de los que echan a andar por él dan en un estado de degradación en el
que alternan períodos de éxtasis subhumano con períodos de conciencia de
suyo tan miserables que cualquier evasión, aun la que conduzca a un lento
suicidio por la ingestión de drogas, parece preferible a ser una persona.
Lo que se ha dicho de las drogas puede aplicarse también, mutatis
mutandis, a la sexualidad pura. El camino se extiende hacia abajo, pero en
el recorrido pueden darse algunas ocasionales teofanías. Las oscuras
divinidades, como las llama Lawrence, pueden cambiar su signo y convertirse en
brillantes. En la India hay una secta yogui basada en una técnica
psicofisiológica, cuyos propósitos son transformar la autotrascendencia
descendente de la sexualidad pura en una autotrascendencia ascendente. En
Occidente el equivalente más cercano a estas prácticas hindúes lo
constituye la disciplina sexual inventada por John Humphrey Noyes y practicada
por los miembros de la Oneida Community. Entre sus miembros la
sexualidad pura no sólo constituía algo civilizado sino que hasta era
compatible con una forma de cristianismo protestante, al que se subordinaba;
se predicaba sinceramente y se practicaba con seriedad.
La intoxicación de las masas desintegra el yo de un modo más completo que la
sexualidad pura. Su frenesí, su locura, su exaltación sólo pueden comprarse
a la intoxicación producida por ciertas drogas como el alcohol, el hachís y
la morfina. Pero hasta los miembros de una excitada muchedumbre pueden tener
(en cierta fase de su autotrascender hacia abajo) una auténtica revelación
de lo otro que está sobre la personalidad consciente. Ésta es la
razón por la cual a veces puede resultar algo bueno aun de las más exaltadas
reuniones religiosas; algo bueno así como muy grandes males pueden resultar
también del hecho de que hombres y mujeres de una multitud tiendan a
convertirse en seres ordinariamente sugestionados. Pues en ese estado se
someten a exhortaciones que tienen la fuerza, cuando los sujetos vuelven a
recuperar sus sentidos, de órdenes posthipnóticas. Lo mismo que el demagogo,
el predicador religioso desintegra el yo de sus oyentes al agruparlos y al
administrarles el profuso veneno de las "vanas repeticiones" y de
los sonidos rítmicos. Luego, y en esto se diferencia del demagogo, los hace
objeto de sugestiones, algunas de las cuales pueden ser auténticamente
cristianas. Éstas, si llegan a "prender", determinan una
reintegración de las personalidades desintegradas hacia abajo aun plano en
cierto modo elevado. Puede haber también reintegraciones de la personalidad
bajo la influencia de las órdenes posthipnóticas dadas por el más vehemente
de los agitadores políticos, mas los mandatos de tal naturaleza son siempre
incitaciones al odio por una parte y, por otra, a una ciega obediencia y a una
ilusión compensativa. Las conversiones "políticas", iniciadas por
la aplicación del veneno de las masas, confirmadas y dirigidas por la
retórica de un loco que es al mismo tiempo un explotador maquiavélico de la
debilidad de los hombres, vienen a ser creaciones de una nueva personalidad
peor que la anterior que se tenía y mucho más peligrosa, puesto que los
sujetos de tales conversiones se consagran de todo corazón a un partido cuyo
primer objeto es la supresión de sus opositores.
He hecho una distinción entre demagogos y predicadores religiosos basándome
en que estos últimos pueden a veces hacer algún bien en tanto que los otros,
en virtud de la verdadera naturaleza de las cosas, no pueden hacer sino daño.
Mas no ha de creerse por ello que los explotadores religiosos de la
intoxicación de las masas son del todo carentes de culpa. Por el contrario,
en el pasado han sido responsables de tantos daños inferidos a sus víctimas
como en nuestros tiempos infieren a las suyas los demagogos revolucionarios.
En el curso de las seis o siete generaciones últimas el poder de las
organizaciones religiosas para hacer mal ha declinado considerablemente en
todo el mundo occidental. Esto se debe en primer término al pasmoso progreso
de las ciencias aplicadas y a la consecuente demanda, por parte de las masas,
de ilusiones compensatorias que tuvieran un aspecto positivista más que
metafísico. Los demagogos ofrecen tales ilusiones seudopositivistas en tanto
que las iglesias no lo hacen. Al declinar la atracción de las iglesias,
declina por ende su influencia, su riqueza, su poder político y junto con
todo esto también su capacidad de hacer mal. Ahora las circunstancias han
librado a los eclesiásticos de muchas de las tentaciones a las que en siglos
anteriores sus antecesores casi invariablemente sucumbían. Voluntariamente se
han librado también de algunas otras. La más visible de entre éstas es la
tentación de adquirir poder explotando el insaciable anhelo de los hombres de
autotrascenderse en forma ascendente. El administrar deliberadamente el veneno
de las masas -aunque se haga en nombre de la religión, aunque se suponga que
se hace "para bien" de los intoxicados- en modo alguno puede
justificarse moralmente.
Muy poco es lo que hay que decir de la autotrascendencia horizontal. No porque
este tipo de fenómeno carezca de importancia (muy lejos de ello) sino porque
es tan evidente que no pide análisis alguno y porque ocurre con tanta
frecuencia que es fácilmente identificable.
Con el fin de huir de los horrores de la aislada personalidad consciente, la
mayor parte de los hombres y mujeres prefieren las más veces, en lugar de
tomar la vía ascendente o la descendente, echar a andar por un camino que
está en el mismo plano de su yo. Se identifican con alguna causa más amplia
que sus propios intereses inmediatos, mas que no es de una categoría inferior
y si es más elevada lo es sólo en la medida en que entraña valores
corrientes de la sociedad. Esta autotrascendencia horizontal o casi horizontal
puede darse en algo tan trivial como un hobby o en algo tan importante como un
matrimonio por amor. Puede darse a través de la identificación con alguna
actividad humana, desde la dirección de un negocio hasta las investigaciones
de la física nuclear, desde la creación musical a la colección de sellos de
correos, desde la educación de los niños hasta el estudio de los hábitos de
los pájaros. La autotrascendencia horizontal es de suma importancia. Sin ella
no habría arte, ni ciencia, ni legislación, ni filosofía: en una palabra,
no habría civilización. Y no habría tampoco guerras ni odium theologicum
o ideologicum ni intolerancias sistemáticas ni persecuciones. Todos
estos grandes bienes y estos grandes males son el fruto de la capacidad del
hombre de identificarse total y continuamente con una idea, un sentimiento,
una causa. ¿Cómo haremos para poseer el bien sin el mal, una elevada
civilización sin que esté saturada de bombas o en donde no haya exterminio
de herejes políticos o religiosos? La respuesta es que no podremos tener tal
cosa en tanto nuestra trascendencia continúe siendo meramente horizontal.
Cuando nos identificamos con una idea o una causa la verdad es que estamos
rindiendo culto a algo "hecho en casa", a algo parcial y, por así
decirlo, provinciano, algo que, por noble que sea, es, con todo, demasiado
humano. "El patriotismo -como dijo una gran patriota la víspera de su
ejecución por enemigos de su país- no basta." Ni bastan el socialismo,
ni el comunismo ni el capitalismo ni el arte ni la ciencia ni el orden
público ni ninguna de las iglesias o religiones dadas. Todas estas cosas son
indispensables, pero ninguna de ellas basta. La civilización demanda de los
individuos una devota identificación con las supremas causas del hombre. Mas
si esa identificación con lo humano no se acompaña por un esfuerzo
consciente y sostenido por alcanzar una autotrascendencia ascendente que
conduzca a la vida universal del Espíritu, los bienes que se alcancen siempre
estarán mezclados con el contrapeso de los males. "Hacemos -escribió
Pascal- un ídolo de la verdad en sí misma, pues la verdad sin caridad no es
Dios sino su imagen y por ende un ídolo al que no debemos amar ni
adorar." Y no sólo es dañoso adorar un ídolo; es además
extremadamente inconveniente. El culto de la verdad como cosa
independiente de la caridad -la identificación con la ciencia sin que esté
acompañada con la identificación con el Fundamento divino de todo ser-
determina situaciones como las que ahora tenemos que enfrentar. Todo ídolo
termina por convertirse en un Moloch sediento de sacrificios humanos."
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