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La Calderona en
llamas. Testimonio apesadumbrado de unos momentos vividos en el infierno Juan V. Oltra |
Quizá
ustedes no lo recuerden, pero este pasado verano un incendio asoló la
Comunidad Valenciana, llevándose buena parte del verde de la Sierra
Calderona, o como la llaman los cursis que no abandonaron el XIX a
tiempo, el pulmón de Valencia. En
su momento, tomé notas para mi consumo privado. Hoy, a medio año de
distancia, intentando mantener mi cabeza fría para poder reflexionar
sobre aquel infierno, las he tirado a la basura; si lo que van a leer
les parece duro, me alegro de haberles ahorrado aquellas primeras líneas.
Recuerdo que tecleaba mis pensamientos en un ordenador portátil,
mientras de fondo, tras la pantalla, veía el triste cuadro que el
incendio había dibujado. La montaña en una de cuyas laderas está mi
casa mostraba el horror sufrido, carbonizada en gran parte. Hoy, tras
una más que cuestionable política de reforestación, permite ver un
magnífico color tierra que quizá dentro de poco sea color piedra. Las
noticias que los medios de comunicación convencionales fueron dando
sorprendían por su gran inventiva, producto quizá de beber demasiado
al dictado de las fuentes oficiales y olvidar que la verdad siempre está
en la calle. Excepto el día del caos, no vi un solo periodista allí.
Yo oigo aún llorar a los pinos; periodistas y políticos callan o ríen
desde entonces. Todo
empezó la noche del jueves 12 de agosto, mientras la población
disfrutaba de una tranquila noche veraniega. En plena tertulia después
de la cena algo nos sobresaltó: por detrás de la montaña pudimos ver
un resplandor. Las llamas lamían el horizonte y quizá buena parte del
futuro del pueblo. Todo parecía estar bajo control, unas hectáreas en
el pueblo vecino ardían. Pero poco control parecía existir pues, a
pesar de un bando tranquilizador a las ocho de la mañana, poco antes de
mediodía las llamas hacían su aparición a escasos metros del pueblo.
La gente estaba indignada, no entendían si debido a la improvisación,
a la falta de cuidado de los montes, quizá a alguna oscura trama inmobiliaria o posiblemente a un
cóctel de todos esos factores, estaban a punto de perder sus casas. Y
es que la carne es débil, y el ladrillo es duro. Yo
viví esos momentos precipitados, viendo al fuego acercarse, comiendo
pinos y sembrando miedo, sintiendo su presencia cada vez más cerca de
mi casa, mientras cargaba en el maletero lo imprescindible, lo inmediato
para el día a día. Cinco minutos después de poner a salvo a mi
familia, justo cuando dejamos de pisar tierra para tomar la carretera
general como vía de escape, escuchaba por la radio cómo “se
había evacuado Náquera”. La casualidad quizá quiso que esa
orden de evacuación no llegara a mi casa.
¿Mentían
acaso los políticos cuando nos aseguraban que todo estaba bajo control?
¿Deformación profesional intentando dar la cara más amable de la
realidad siempre? ¿Y si en lugar de desperdiciar energías trayendo al
Muy Honorable Presidente Camps, que en resumen vino a decir que todo iba
bien, se hubieran invertido más esfuerzos en evitar que esto hubiera
ocurrido? Nada
hay que reprochar a bomberos, protección civil, voluntarios y tantos
otros que, al cabo, fueron los que nos salvaron de acabar como morcillas
en barbacoa… pero la previsión, que es tarea de políticos, falló
por todas partes. Dicen
que se trataba de un incendio provocado y yo no lo pongo en duda. Mucho
hijo de padre desconocido queda suelto sin control y con los cuernos sin
afeitar por esta piel de toro. Que las llamas se iniciasen en cuatro
puntos simultáneos, un día de poniente y justo a la hora en que
hidroaviones y helicópteros no podían ya cumplir sus tareas son
elementos suficientes para mi parco conocimiento de la materia. Y aunque
pericialmente no pueda pronunciarme sobre ese extremo, de manera
testifical si lo haré sobre otro: el día anterior del incendio subí
con mi hijo, fanático de los castillos como casi todos los niños, a
ver el castillo de Serra, punto donde según los expertos se inició
todo. Al ver aquella subida, y compararla con la que guardaba en mi
recuerdo de niño, sin monte bajo y cuidada por el gobierno del
innombrable, sólo pude decir una frase: “como
a un loco le de por tirar una cerilla, el incendio será incontrolable”.
Podía haberme ahorrado la profecía. El exceso de monte bajo,
descuidado quizá hace treinta años, facilitó la labor al pirómano,
sea éste un loco o un mercenario del ladrillo o el golf. Es
muy difícil ser imparcial al tratar un acontecimiento que se ha vivido
en primera persona, por eso ni tan siquiera lo he intentado. La
indignación se mascaba en el ambiente del pueblo tanto o más que el
humo que nos ahogó un par de noches. Como un gigantesco sarcasmo,
mientras un par de días después de la evacuación el ministro de turno
decía que ya se había controlado totalmente el incendio, desde mi casa
pude ver un nuevo fuego, éste mucho más cerca que el anterior. Por
suerte para mí, los bomberos estaban más cerca que los ministros. Por
eso agradezco de todo corazón a los primeros su trabajo y, si me lo
permiten, silenciaré mi opinión sobre los segundos. Pero
déjenme volver al peor día del incendio. A pesar del humo que invadió
el pueblo, pudimos ver cómo el fuego consumía pinos a cuatrocientos
metros de nosotros. A doscientos. A cien. A cinco pinos de distancia de
las casas. El vértigo de la salida fue infinito y… tras dejar a mi
familia a buen recaudo, hice algo que, lo reconozco, no estuvo bien. No
podía quedarme parado, esperando a que la carne que tenía preparada
para la barbacoa de esa noche se carbonizara sin mi intervención… así
que recordando los años en que me divertía explorando las rutas de
montaña y con la confianza de haber aprendido a andar por esas tierras,
subí de nuevo al pueblo. Esquivar los controles puede ser difícil,
excepto si uno conoce todos los vericuetos y sabe que a veces el camino
más corto entre dos puntos no es la línea recta… así que con un
poco de maña, pronto estuve entre bomberos, guardias civiles y
voluntarios. Y aquí fue donde recibí el golpe más duro, una noticia
que me dio un voluntario y que desde entonces no he podido confirmar ni
desmentir, pero que de ser cierta, perdónenme la inmodestia, haría
bueno lo que dice la Biblia (Daniel, 3-12) “Como
estrellas por toda la eternidad brillarán aquellos que hubiesen enseñado
a muchos la justicia”, aunque comprenderán que omita el cómo la
aplicaría de modo particular. El buen hombre con el que hablé me dijo
que un grupo de especialistas militares, procedentes de la vecina base
local de Bétera, había sido despedido con cajas destempladas por los
políticos, que según parece se bastaban solos para sofocar el
incendio. ¡Con un pueblo evacuado y las llamas al lado, se podría
haber aceptado la ayuda del mismísimo Bin Laden, oigan! Disculpen
que interrumpa abruptamente la narración. El dolor y la rabia son malas
consejeras y, en estos momentos, sus gritos son atronadores en mi
cabeza. Juan V. Oltra |