DESDE EL PEQUEÑO MUNDO
Una calle más segura
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Juan V. Oltra
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Una de las principales preocupaciones de los ciudadanos es la seguridad, tal y como lo reflejan las encuestas. Padres que quisiéramos dejar jugar a nuestros niños en calles libres de pederastas, chicas que miran con miedo a derecha e izquierda antes de atreverse a entrar en su propio coche, ancianas que agarran el bolso con unción de sudario temblándoles las carnes por si aparece un tironero… desde el tiro en la nuca del terrorista hijo de cien mil padres a la violencia en los colegios, la seguridad, mejor dicho, la ausencia de ella, está presente en las conversaciones de gentes de todas las clases sociales, edades y creencias.
Es un asunto complejo, que ya viene de viejo. Decían algunas voces cuando alboreaba la transición que con la democracia cambiamos libertad por seguridad; mas a día de hoy, en que el único recuerdo de Franco que queda en nuestra sociedad es Pocholo, y los lugares comunes sobre su régimen repetidos hasta la saciedad en las múltiples tertulias televisivas y radiofónicas nos pintan al Lute como a un perseguido del franquismo, ciertamente tendríamos que empezar a plantearnos soluciones reales para los tiempos actuales.
Lo primero que abría que pedir a las altas esferas sería que cumpliesen una máxima elemental: escoger muy bien a las personas que deben afrontar todas las facetas de este problema poliédrico. Así pues, siendo el terrorismo la máxima violencia de nuestra sociedad, no es de recibo que sea Peces Barba, que en su currículum incluye la defensa de etarras (no me importa en que circunstancias) sea designado Alto Comisionado de Apoyo a las Victimas del Terrorismo. Ni que siendo la violencia de género un elemento recurrente en los noticiarios, el juez que liberó al secuestrador, violador y asesino de Olga Sangrador, permitiendo así que perpetrara su delito, fuera nombrado Jefe de Gabinete de la Vicepresidenta de Gobierno.
Una vez cuidado el asunto de las formas, hay que llegar al fondo: una sociedad que considera a pederastas y violadores no como delincuentes que jamás podrán recuperarse sino como pobres enfermos que deben ser mimados por nuestro sistema de salud, que tan solo se pasma en momentos clave como la violación y asesinato de dos mujeres policía o al conocer la existencia una red de violadores de bebés, mientras cotidianamente olvida las mil pequeñas historias de dolor que se suceden, no hace más que ensuciarse día a día, noticia a noticia. Y es que sufrimos esas puntas de delincuencia, de horror, violencia y asco, porque antes de llegar a ellas se han descuidado sus raíces. La mala hierba ha de ser cortada a tiempo.
El ejemplo típico está en la infancia. Se dice que el árbol que no se endereza a tiempo crece torcido, y nuestros colegios están llenos de violencia. Colegios donde los profesores no se atreven, no pueden incluso, plantar cara a unos aprendices de matón que cuando salgan a la calle esgrimirán la navaja a la mínima de cambio. Unos niños que mañana pegarán a su esposa o quemarán contenedores en las manifestaciones.
Y así el respeto cambia de lado. El villano es el señor y el hombre libre su esclavo. Hay que quedar bien con el delincuente, y ojito con no hacerlo, porque mañana estará en la calle y hará todo lo posible por amargarte. Recuerdo el caso de un amigo de mi padre, joyero, que se defendió (léanlo bien, se defendió) de un atraco y pagó con su salud y posteriormente con su vida el no haberse dejado robar. Y más, mucho más.
Sin embargo, no quiero ser pesimista. Creo que algo se está despertando en la ciudadanía, y por otra parte sigo confiando en nuestras fuerzas de orden público. Hace pocos años, viendo como un magrebí abría el bolso de una chica en un autobús repleto de gente, se me ocurrió que mi deber era impedir el robo en ciernes. Santa Inocencia la mía, que creía que el común de los ciudadanos afearía la conducta del ladrón y apoyaría mi postura. El miedo había podido con todos, nadie, del conductor del autobús al último ciudadano hizo otra cosa que no fuera apartar su mirada mientras el musulmán me amenazaba, o cuando mis gritos acallaron los suyos (siento si es políticamente incorrecto, se que ahora hay una norma para silenciar la nacionalidad de los delincuentes, pero fue así, yo estaba allí). Hace pocas semanas, vi un espectáculo semejante. No tuve tiempo de hacer nada, un grupo de señoras mayores, quizá de las que saludaron a Viriato cuando entró en Valencia, le hicieron frente con sus bastones. ¡Bien!, pensé. La gente ha perdido el miedo a defenderse. Reconozco que tuve una ofuscación: pensé “sólo falta que la policía lo pierda también”.
Y, eso creo, fue un error. Algún atisbo he tenido últimamente. Permítanme que les cuente algo que me sucedió recientemente.
¿Alguna vez han aparcado el coche y han visto como se aproximaba a ustedes un semoviente, un amasijo de carne bípeda con arrogancia, exigiendo dinero? ¿no han cavilado que hay que darle como mínimo un euro, no sea que nos raye el coche?. Pues bien, en esa llamémosla cobardía burguesa me había movido yo siempre. Hasta el jueves pasado.
Reconozco que fue un día cruzado. Ese día recibía en nombre de mi universidad a una misión de eurodiputados –algo de lo que ya les hablaré-, el estrés ya se lo imaginarán sin necesidad de que lo describa. Para que al día no le faltara nada, a media mañana tenía una cita en el hospital para unas pruebas médicas para mi hijo. Prisas, no hay sitio ¡un hueco! ¡un gorrilla que me indica que aparque!. Adelante, me digo, mientras le digo a mi mujer que vaya buscando alguna calderilla que conforme ese a modo de impuesto revolucionario que pagamos los conductores honrados. Todo normal, tirando a bien, me decía. Craso error.
Resultó que el tipo no debió verme con buena cara y no sólo no aceptó las perras que le daba, sino que me amenazó (“Esto lo vas a pagar caro”). Era justo lo que necesitaba en un día con tanto movimiento: le pedí a mi mujer que entrara en el hospital con el niño, sin saber si después entraría yo como cliente del establecimiento o acompañando a ese despojo humano que se creía el amo de la calle.
Y aquí, lo imprevisto. ¡Policias!. Justo donde se los necesita, bravo. Y además policías que no me consideraron el malo de la película, un agresor de esa carne de presidio que gesticulaba y amenazaba sin razón. Policía que me pregunta si deseo presentar denuncia y asombro general (ojos como huevos del presunto delincuente cuando me ve sacar el D.N.I.) cuando respondo que sí.
Vivimos en una sociedad cambiante. Nosotros podemos cambiarla a mejor, si no hacemos nada, la deriva está asegurada. En nosotros, en “los hombres cualquiera”, está la solución. Juntos, podemos.
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