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Retratos amarillos (V) Julio Camba Juan V. Oltra |
¿Puede
un anarquista peligroso, expulsado de la Argentina por promover una
huelga general revolucionaria, apoyar a Franco durante la guerra civil y
terminar sus días gracias a su amistad con Juan March residiendo en una
suite del hotel Palace? Puede, sí: su nombre es Julio Camba. Julio
Camba Andreu (1884-1962), nace en Villanueva de Arosa (Pontevedra),
municipio que aparentemente fue tocado por el don literario: en poco
tiempo nacen allí los hermanos Camba (Julio y Francisco, excelente
novelista) y Ramón María del Valle Inclán. Su padre, el practicante
del pueblo, no pudo darle una formación rigurosa, a pesar de lo cual
logra gracias a su empeño personal una gran cultura general, sin pisar
no sólo universidad alguna sino tal vez sin obtener el título de
bachiller. Sus múltiples lecturas y, con el paso del tiempo sus muchos
viajes, le llevarían no sólo a hablar varios idiomas sino a ser
considerado uno de los mejores periodistas españoles del siglo XX, lo
cual ya es decir mucho. Julio Camba, tras algún pequeño trabajo en su pueblo (enseñando a los párvulos, trabajando en la botica...), opuesto al deseo de sus padres de hacerle ingresar a un seminario, con dieciséis años se escapa de casa y se esconde entre cajas en un barco de emigrantes atracado en Vigo, destino a la Argentina. Allí, acogiéndose a la ayuda de un amigo de su padre, empieza a trabajar con él en su bazar... tan sólo unas semanas, lo que tarda en entrar en contacto con un grupo de anarquistas. Empieza a escribir: soflamas incendiarias, mezcladas con poesías y artículos para el periódico anarquista "El Sol", para "La Protesta" y para "La correspondencia de España". Tras dar alguna conferencia en círculos libertarios y promover una huelga general revolucionaria es expulsado a España. Julio presumiría de ser el único español a quien el viaje de ida y vuelta a América no le había costado una sola peseta. Al desembarcar en Barcelona, recibe un homenaje de admiración por el anarquismo local en un acto trufado de confidentes y policías. Custodiado por la Guardia Civil llega a casa de sus padres, soportando la bronca de su padre y su fama incipiente, que le hace aparecer entrevistado en algún periódico y, al menos como noticia, en algún otro... aunque "El País" le llame Julio Caníbal, en lugar de Camba. Decidido
a no quedarse en Villanueva de Arousa, en 1903 va a Madrid; una nueva
aventura (veintidós horas suponiendo la ausencia de problemas y con un
coste igual al pasaje para viajar a la Argentina). Antes de llegar,
publicó un libro en su Galicia natal del que no quedan no ya ejemplares
sino descripción bibliográfica alguna, así que con ese ejemplar bajo
el brazo se le abrieron las puertas del diario republicano "El
País"... y muy poco después él mismo abre la puertas de otro
periódico: "El Rebelde", un libelo tan anarquista que la cabecera figuraba
en la última página. Coloca más artículos en prensa revolucionaria y
no tanto, como "Tierra y
Libertad", "Revista
Blanca", "El
Porvenir del Obrero" y "El
Trabajo". Cuando en 1916 empieza a recopilar sus artículos
para darles forma de libro, desprecia esa etapa. Incluso en 1956 llegó
a negarlos. Y no es de extrañar, pues algo escaldado quedó de esa
etapa: su amistad con Mateo Morral, el terrorista que atentó contra la
boda real por excelencia del siglo XX, la de Alfonso XIII, le lleva a la
cárcel. Otros amigos de Camba de esa época son los hermanos Baroja,
Azorín, Valle-Inclán, Unamuno, Corpus Barga, Luis Bonafoux o Rubén
Darío... y un enemigo: Rafael Cansinos-Assens. Las colaboraciones empiezan a sucederse. Además de en "El País", su firma se deja ver a partir de 1905 en "España Nueva", "El Intransigente" (de Alejandro Lerroux), "El Imparcial", "El Mundo" y "La Correspondencia de España". Es este periódico quien provoca que su viaje a la Argentina no quede en mera anécdota y lo convierte en un gran viajero: va de corresponsal a Turquía, tras un desengaño amoroso que le llevará a no casarse jamás.
Imaginar
a Camba en una Constantinopla de principios del siglo XX da pie a múltiples
ensoñaciones, pero la verdad es que a los cuatro meses, harto de un
idioma que no entendía y una comida que no podía digerir, vuelve a
Madrid, ya sin restos de su acracia. Al poco de llegar, "El
Mundo" vuelve a contar con sus servicios y lo manda de
corresponsal, en 1909, a París, y en 1910, a Londres. Cuando todos
esperaban unas crónicas políticamente jugosas, Camba sorprende al público
e imaginamos que a la redacción con artículos bucólicos sobre lo bien
que lo había pasado paseando por el cementerio de París. Empieza a
destacar el Camba capaz de hacer bellísimas historias nimias. Tras
cinco años en "El Mundo",
ficha por la conservadora "La
Tribuna", marchando de nuevo a París, donde logra crear un
incidente diplomático. Anarquista o conservador, ese aspecto de Julio
no parece cambiar. A punto de ser expulsado de Francia, marcha de
corresponsal a Berlin, Alemania. Toda una declaración de intenciones,
puesto que la primera guerra mundial ya se mascaba en el ambiente. Y
sorpresa... el antiguo anarquista peligroso, amigo de Mateo Morral,
ficha por el monárquico ABC,
donde aparecerían, con alguna ausencia excepcional, sus artículos
hasta su muerte. De
Alemania, tras unas vacaciones en España, marcha a Estados Unidos en
1916, con una impresión negativa del país y de sus habitantes. Empieza
a aficionarse a la buena vida, disfruta toda la semana de unas
vacaciones, excepto los viernes, cuando se encierra a escribir. Entre
sus colaboraciones y sus libros ("Londres. Impresiones de un viaje", "Alemania. Impresiones de un español", "Playas,
ciudades y montañas", "Un
año en el otro mundo"...) no le hace falta más. Aparece, de la mano de Ortega y Gasset, "El Sol", que ficha a Camba en sintonía ideológica mayor con Ortega que con el ABC. Y de nuevo a París, para poco después ir de corresponsal a Portugal, donde hace un amigo que años más tarde le ayudaría bastante: el futuro ministro de Franco Pedro Sáinz Rodríguez. Pero no deja de viajar: la guerra ha terminado y Camba quiere ver cómo está Europa, quiere ver de nuevo Alemania... y también empieza su colaboración con Biblioteca Nueva, que llevaría sus libros al nivel más alto: "Sobre casi todo", "Sobre casi nada", "La rana viajera"... son las estrellas de venta en su época. Y aun hoy no sólo se dejan leer bien, sino que las reediciones se mantienen. De
Europa, al otro lado del charco: con escala en Nueva York, viaja al Perú
como corresponsal, aceptando en 1929 una invitación de la fundación
Carnegie para recorrer Estados Unidos con otros once periodistas de
renombre internacional, provocando dos efectos: la constatación de que
se estaba convirtiendo en el español de su generación con más kilómetros
a sus espaldas y un libro delicioso dedicado a Nueva York: "La
ciudad automática", libro que fascinó a Dalí. Viaja en tren
a México y vuelve a Estados Unidos como corresponsal de ABC.
Allí recibe al año 1931 y a la Segunda República. De
1931 a 1934 desaparece. Nadie sabe dónde estuvo, sólo que en 1931
asiste a las sesiones de las Cortes Constituyentes de la República.
Aparece Camba con bríos en 1934, escribiendo en ABC
y "La Libertad" (de Juan March), con las reediciones de sus
mejores libros y con uno nuevo que suelta una andanada a la línea de
flotación del nuevo régimen: "Haciendo
de república". Y sigue así hasta el 36, cuando la guerra
civil le pilla de vacaciones en Portugal. En 1937 su firma aparece de
nuevo en el ABC sevillano, con
una colaboración a favor de Franco y los nacionales. Recibe la protección
de su amigo Sáinz Rodríguez, sin la cual al menos podríamos pensar
que hubiera pasado verdadera hambre (sus ingresos se basaban en los
cobros de derechos de autor, interrumpidos con la guerra), así que de
la nada pasa a vivir unas cuasi vacaciones en casa del ministro, dedicándose
a comer bien y a jugar al póker. No le hace falta escribir. Con
el primero de abril, vuelve a Madrid, al ABC,
para tras una estancia en su pueblo natal, pasar a residir en los
primeros cuarenta en Lisboa, viviendo de sus colaboraciones. En 1947
muere su hermano Francisco y, quizá ayudado por la depresión, enferma
de tal modo que en 1948 se publican para ayudarle los dos tomos de sus
"Obras Completas",
aunque de completas poco tenían, no llegando ni a una tercera parte de
su producción. En
1949 vuelve definitivamente a España, instalándose en la habitación
383 del hotel Palace (hoy llamada suite Julio Camba), gracias a la
generosidad de Juan March, a quien parece que Camba ayudó durante sus
difíciles años republicanos. Escribe, pero poco, en ABC,
Blanco y Negro y Arriba.
Sus ingresos vienen de sus libros, constantemente reeditados gracias al
interés que el director de ABC,
Luis Calvo, puso en ello durante años. En 1951, un jurado compuesto por
Ramón Serrano Suñer, Manuel Aznar, abuelo del expresidente del
Gobierno, Melchor Fernández Almagro, Manuel Pombo Angulo y el propio
Luis Calvo, le conceden el premio Mariano de Cavia por un artículo
publicado en Arriba. Premio
dotado de una cantidad que le permitirá vivir algún año sin ahogos.
Camba ya no tiene ganas de escribir, así que Luis Calvo inventa una fórmula
estupenda: rescata viejos artículos suyos uniéndoles ilustraciones de
Goñi. El resultado fue todo un éxito de público... hasta que un día
de 1962 Julio Camba, con setenta y ocho años, salió por última vez
del hotel Palace. |
Para saber más de Julio Camba ·
Julio
Camba, el solitario del Palace
(P.I. López García). Espasa,
2003 ·
Haciendo
de república Su obra No bien asumido el Poder, el Gobierno provisional de la República, empezó a suspender diarios de gran circulación y, si se tiene en cuenta que casi todos los ministros procedían del periodismo, habrá que comparar este hecho histórico con el de Hernán Cortés, cuando, en su propósito de no abandonar jamás ni un palmo del territorio que conquistase, quemó todas sus naves al llegar a Méjico. Yo me encontraba, a la proclamación de la República, en Nueva York, enviando correspondencias al ABC, y decidí regresar a España. Por cierto que en la hoja de desembarque, allí donde cada cual tiene que declarar el objeto de su viaje, puse "Solicitación de un alto cargo"; lo que, por un sí o por un no, me valió la más amable acogida por parte de las autoridades del puerto. Huelga decir que aún no he solicitado nada; pero en aquellos días un español que al repatriarse no tuviera intención de pedir algo, se hubiera hecho sospechoso, y a mí no me gusta crearme complicaciones cuando estoy viajando. Ello
es que a los dos meses, más o menos, de proclamada la República, yo me
encontraba en Villagarcía de Arosa esperando el tren de Santiago para
ir a Vigo y trasladarme luego a Madrid. No recuerdo ya la hora a que el
tren debía encontrarse en la estación; pero habían pasado diez
minutos y aún no había llegado. De pronto se oyó un ruido. —El tren. El tren —dijo la gente. —Ya
viene. El
ruido, sin embargo, tenía más de humano que de mecánico. Era un ruido
así como de toses, gemidos y estornudos. No parecía sino que alguien,
una persona asmática probablemente, estuviese echando el bofe a un paso
de nosotros. —El
tren. Ya está ahí —seguía diciendo la gente. Y
era el tren, en efecto; pero aún no estaba allí. Desde el punto donde
se encontraba hasta la estación había una cuestecilla, y el tren no
tenía fuerzas para subirla. Pasaban ya veinte minutos de la hora de
llegada. El tren soplaba, jadeaba, suspiraba, y la impaciencia del público
iba transformándose en un sentimiento que tenía mucho de piedad. Ya
conocen ustedes la ternura del alma gallega. Al ver los esfuerzos
desesperados de aquel tren tan viejecito, una mujer del pueblo exclamó
a mi lado: —¡Pobriño!...
Y, contagiado por el ambiente, hasta yo mismo, que llegaba de Nueva York, comencé a sentir remordimientos por haber ido a la estación con demasiado equipaje... Por
fin, en un esfuerzo supremo, el tren logró dominar la cuesta, y al poco
rato aparecía en el andén, donde unos hombres, con la mayor solicitud,
le hicieron tomar algo de agua, mientras otros le daban frotaciones y lo
limpiaban del polvo y la carbonilla. Y
henos aquí ya en plena cuestión conceptual. No bien hubo el tren
entrado en agujas. cuando un señor, no lejos de mi, exclamó a grandes
voces: —Pero, ¡habráse visto un escándalo semejante! ¿Cómo hay todavía autoridades que toleren esa máquina? —Tiene
usted razón —le dijo otro señor—. La verdad es que esa máquina
para lo único que estaría bien es para tostar cacahuetes. —No.
Si yo no me refiero a la máquina precisamente —repuso el señor de
las grandes voces—. La máquina es lo de menos. Lo que me parece
intolerable es que se llame como se llama. ¿No ve usted la placa?
"Alfonso XIII". Llevamos ya dos meses de República, y aún no
le han cambiado el nombre. Es un verdadero escarnio... En
esto, yo tuve que instalarme en mi vagón, y no oí más; pero hasta que
llegamos a Vigo —y el tren tomó con bastante calma la tarea de
transportarnos— fui pensando en la extraña psicología de aquel
hombre, buen republicano al parecer, que no sentía el menor deseo de
sustituir con otras mejores las pésimas máquinas de nuestros trenes,
pero que quería a toda costa ponerles unos nombres nuevos. Aquel hombre
había votado, sin duda alguna, a favor del cambio de régimen, y se
daba por enteramente satisfecho con que este cambio quedase consignado
en los nombres de las cosas; pero si las cosas no cambiaban, ¿qué
clase de cambio era el que había que consignar? Luego,
en Madrid, me encontré a millares de republicanos con la misma
mentalidad, y el señor de Villagarcía fue perdiendo interés para mí.
Donde decía "calle de Alfonso XII", aquellos republicanos ponían
"calle de Alcalá Zamora". Donde decía "plaza de
Bilbao", ponían "plaza de Ruiz Zorrilla". No quedó un
hotel con nombre monárquico, aunque en ninguno de ellos se procuró
mejorar la comida ni el alojamiento. El teatro de la Princesa tomó no sé
qué otra denominación, así como el Infanta Isabel; pero de las tonterías
que solían representarse en ambos no se preocupó nadie. Los duques
quedaron convertidos en exduques, como si antes hubieran sido duques
realmente, esto es, como si el título ducal hubiese constituido hasta
el advenimiento de la República un cargo en activo. Al Real Cinema se
le llamó Cine de la Ópera, y si el Royalty sigue siendo el Royalty, es
porque, según parece, nadie se ha enterado aún de que royalty
quiere decir realeza. Sí, señores. La cosa me parecía increíble; pero tuve que irme convenciendo de que son legión los republicanos que, habiéndose creído durante la Monarquía partidarios de un cambio de régimen, no fueron nunca, en rigor, más que partidarios de un cambio del nombre del régimen. |
El próximo «Retrato amarillo» será el de Álvaro de Laiglesia. Juan
V. Oltra |