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La ciudad, de ayer a
hoy Repaso breve y apesadumbrado de las incomodidades modernas de nuestras urbes Juan V. Oltra |
Recuerdo
de cuando niño alguno de los ritos de mi barrio, un barrio obrero y
pobre, pero sano. Me veo jugando en la calle, con mis amigos, descalabrándome
a pedrazos en batallas infinitas contra los niños del barrio vecino.
Con una regularidad más monótona que irritante, la sirena de la fábrica
de cervezas "El Turia", marcaba las jornadas recordándonos
que en cualquier momento, esa "empresa ejemplar" galardonada
por el Régimen podía inundarnos con un humo negro, denso y con un
fuerte olor a cebada. Viene
a mi mente la imagen de mi madre saludando a todo el mundo, conocidos
desde niños, la de mi padre detrás del mostrador de la tienda en
tertulia con el médico, con el cartero, con el cura, con los
conductores de "Iberbus", pidiéndoles a éstos que le
trajeran casi de contrabando una revista, una película o una medicina.
Le separaba de las naves industriales donde se ubicaban, ya fuera de la
ciudad y en suelo sin asfaltar, rodeados de huertas, un par escaso de
centenares de metros. Debe ser una de mis queridas nostalgias, quizá porque evocando un pasado imposible de retomar uno intenta alejar a los fantasmas del presente. Quién sabe.
La verdad es que la realidad actual es muy diferente y, en lo que a mi pobre subjetividad respecta, mucho peor. El barrio, donde he vuelto a vivir después de muchos años, ha cambiado tanto que me cuesta reconocer en él a aquel pueblo injertado en la gran ciudad. Edificios gigantes dando una imagen prepotente sobre una huerta hoy desaparecida por la especulación inmobiliaria, imagen misma de cómo el ayuntamiento de Rita Barberá ha perdido sus calzones en manos de las constructoras (es cierto que no creo que los socialistas lo hubieran hecho mucho mejor, todo hay que decirlo), presiden un nuevo hábitat donde cualquier padre con dos dedos de frente impediría a toda costa que sus hijos pasasen más de un par de segundos solos en la calle. Y
si bien ha desaparecido aquel humo negro que nos invadía, con él se
fue la fábrica, proveedora de empleo principal para el barrio, ya que
absorbida por una multinacional, ha pasado a ser un simple almacén de
productos elaborados fuera, además de candidata a ser demolida al
primer embate del constructor voraz que se lo proponga y Rita lo
consienta (expropiando de paso para ello, como ha sucedido en otras
ocasiones, la vivienda a unos cuantos ancianos y gentes sin recursos
para hacerlos más pobres mientras los ricos son más ricos y las calles
son arregladas sin que afecte al presupuesto municipal, tan volcado en
la "Copa de América" y olvidadizo para con las necesidades
reales). Pero
no hablemos sólo de pérdidas... el barrio ha ganado algo que era para
mi desconocido de niño: unos cuantos antros donde los adolescentes (y
no tanto) pueden incrementar a bajo coste su tasa de alcohol en sangre.
Estos locales tienen la escondida ventaja de atraer a cuanto pre-alcohólico
viva en barrios limítrofes y, con ellos de filón unos cuantos
decibelios. Niñatos estrellando botellas, gritando y arrasando cabinas
telefónicas mientras la policía no sabe, no contesta o más
llanamente, no existe, musulmanes poco integristas y muy cocidos en
vapores etílicos que llaman a la "yihad" a altas horas
de la mañana bajo mi ventana, haciéndome dudar sobre si bajar a
proclamar por mi cuenta la guerra santa con aquella espada del Cid que
compré en Toledo y nunca supe muy bien qué hacer de ella (bien es
cierto que más por defensa de mi derecho al sueño que por mi fe católica,
que uno es un pobre y mal creyente, pero también un vago con marchamo
de calidad acreditado por las más ilustres esferas). Con todo este escenario, reproducible sin duda en
tantas calles de ciudades españolas antaño agradables a la vida, hogaño
realmente incómodas, uno se plantea seriamente si los políticos
municipales existen en momentos distintos al del cobro de sus nada raquíticas
nóminas. La respuesta, con permiso, me la reservo. Juan V. Oltra |