Frente al embate de un calor infernal, los “Retratos amarillos” se baten en retirada, tomándose un (in)justificado descanso hasta el fin de la canícula. Mientras, aprovechando las visitas del autor a un pueblecito de la montaña valenciana, se narraran algunas historias que dicen que dicen que ocurrieron en un no muy remoto pasado… sin tener por objetivo más que la distracción del lector, siendo a todas luces casualidad cualquier coincidencia de nombres, personajes o situaciones. Líbreme el cielo de caer en la tentación de ofender o injuriar a alguien. Aguantémonos las ganas, pues.
Donde nuestros amigos se presentan y el pueblecito se esboza.
Nápera era una zona tranquila. Mil habitantes en invierno que se multiplican cuando agosto aprieta, no lograban convertir este paraíso de pinos y frutales en un infierno ciudadano. Hasta que los políticos y constructores se encargaron de ello, claro.
La carretera, como en tantos otros pueblos similares, atravesaba la población convirtiéndose en calle principal. Casas bajas, cal en las paredes y frutas vendidas en la calle, depositadas en cajas a las puertas de improvisadas fruterías, poco antes entradas de viviendas humildes. El pueblo dormía un sueño de siglos. La iglesia velaba, con sus piedras centenarias, en el mismo lugar de siempre, aunque sin su vecino ayuntamiento, que hace años decidió mudarse a un espacio menos angosto y con más comodidades, que no es cuestión de que alcalde y concejales sufran rigores que deberían evitárseles.
En un recoveco de la carretera, justo donde antiguamente los animales abrevaban, aparece el nuevo ayuntamiento (y ustedes disculpen por apuntar), mole pétrea que se erige como monumento a la burocracia. Al lado mismo, haremos nuestra primera parada, en la tienda de Don Armando.
Era don Armando un tendero socarrón. Sin estudios, pero con la sabiduría milenaria que tiene la gente de la huerta, capaz de desmontar con su sorna el sombraje ideológico del concejal más pintado. Y a eso se dedicaba cuando después de echar el cierre, jugaba al dominó en “Casa Patilla” con pareja cambiante pero contrincante permanente: Jordi, concejal a veces progresista, a veces conservador, pero siempre concejal.
Sus peleas nunca llegaban a las manos, aunque pocos del pueblo apostaban porque la situación se mantuviera así indefinidamente. El padre Vicente (pare Sento) hacía lo posible e imposible por mediar y, de paso, paliar en la medida de lo posible las penurias de su parroquia.
El pare Sento (perdón, el padre Vicente) asistía desolado al nacimiento de una confrontación que no solo era nueva, sino que a todas luces se veía peligrosa para la paz de este pueblecito donde tradicionalmente, después de oír tañer las campanas a las cinco de la tarde, el máximo entretenimiento era esperar pacienzudamente a que dieran las seis. Afortunadamente, sabía que Don Armando era demasiado tranquilo como para emprenderla a golpes con Don Jordi, y este último, demasiado sibilino como para hacerle sacar la escopeta de caza, sus golpes siempre venían de la mano de la impersonal burocracia y un cuadro de absurdas normas municipales con las que todos habían aprendido a convivir sin agriarse la sangre demasiado.
Y es que alguna novedad si se había introducido: una empresa se había afincado en el pueblo, dispuesta a salvarlo del estado de abandono y poblar de viviendas tanto espacio hoy ocupado por inútiles pinos: la constructora del señor González.
A pesar de dar trabajo a algún habitante de la población (pocos, pues la mayoría de los trabajos los hacían a bajo coste un regimiento de inmigrantes de dudosa procedencia), pocos agradecían al señor González el que fuera tan generoso con Nápera. Tan solo Don Jordi, que a su sueldo de concejal unía el de representante de la firma para la población, algo en lo que mentes obtusas del pueblo quisieron ver maniobras turbias. Y es que ya se sabe que la envidia corroe a más de uno.
Estos son nuestros amigos, con ellos conviví un verano y, con su permiso y el de mi editor, les robaré un poco de su intimidad para traerla aquí. Y ahora, discúlpenme, pero he quedado con Don Armando para ir a jugar al dominó a “Casa Patilla”. Que tengan un buen día.
La mañana soleada y la poca gente que soportaba el calor en la plaza, animaron a don Armando a empezar una limpieza general muchas veces aplazada. Bien equipado con cubo, bayetas y líquidos de limpieza, agachado tras el mostrador, escuchó como el motor de un coche paró justo delante de su puerta y pensó “clientes”.
Al incorporarse vio que el que descendía del lujoso mercedes era don Jordi quien, sin preocuparse de la plaza que prohibía aparcar justo encima de su vehículo, pues para el caso era concejal, empezó a mirar a la fachada de la tienda de don Armando. Escarmentado de otras ocasiones, salió a averiguar si estaba incumpliendo alguna dudosa normativa municipal de reciente aprobación.
- Aun hay gente que no tiene vergüenza al dar su dirección – dijo irónicamente don Jordi
- Es cierto, – dijo humildemente don Armando – hay veces en que decir que uno vive en Nápera genera cierta turbación.
- ¡Hablo del nombre de la calle!. Afortunadamente, el excelentísimo ayuntamiento que vela por sus ciudadanos, va a solucionarle este problema de forma gratuita. Mañana vendrán unos operarios a colocar la nueva placa
Don Armando quedó meditabundo y exclamó…
- Vaya… así que tendremos que cambiar las tarjetas e impresos comerciales. ¿Y es posible conocer con antelación el nuevo nombre?
- Claro que sí –espetó orgulloso don Jordi -. Esta plaza dejará de tener nombre franquista para pasar a ser la “Plaza de las milicias antifascistas”
Don Armando sintió como un extraño calor ascendía desde su estómago inundando su garganta.
- ¿nombre franquista? ¿la plaza de la fuente?. Don Jordi, no beba en ayunas, no es muy bueno para el organismo.
- No me tome por tonto. Todos saben que en realidad se hace alusión al ministro Lafuente – dijo con desprecio Don Jordi.
A punto de entrar en ebullición, Don Armando no pudo reprimirse:
- La plaza toma nombre de la fuente que surtía de agua el abrevadero que tradicionalmente estaba en medio de la plaza, de donde bebía el pollino de tu padre, con perdón y sin señalar.
Con prepotencia, don Jordi dijo:
- No importa, se presta a confusión
Don Armando, mientras pensaba que si el estado pusiese impuestos especiales sobre el papel de fumar y la marihuana lograría recortar su déficit gracias a algunos concejales, quedó meditabundo. Por poco tiempo, pues decidió entrar en la tienda para buscar aquella larga estaca que su padre tenía colgada en la puerta con el rótulo de “reservado el derecho de admisión”, hoy tan políticamente incorrecto. No tuvo tiempo para encontrarlo, pues al poco apareció el Pare Sento.
- Vaya, vaya… mis dos fieles favoritos juntos
Don Armando, mirando de reojo a Don Jordi, preguntó:
- ¿Fiel este monflorita?. Creo que la última vez que pisó la iglesia fue el día de su boda… no, me equivoco… fue el último 20-N que pasó como concejal de Alianza Popular. Como pasan el tiempo y las ideas, ¿verdad, Padre?
- Bueno, bueno… las ovejas descarriadas son las preferidas del señor – tranquilizó el Padre.
- Las ovejas si, pero ¿y los pollinos?.
A esta frase de Don Armando, Don Jordi ya no pudo hacerse el desentendido. Subió a su coche y se marchó echando chispas.
Al día siguiente, un grupo de obreros se plantó ante la tienda de don Armando. Con la mayor bulla posible, montaron el andamio, imposibilitando el acceso al local. Sin embargo, el tendero sonreía mientras abría una cervecita recién sacada de su nevera. Los escuchó trabajar y maldecir. De repente salieron a escape. Al cabo de un tiempo llegaron acompañados de Don Jordi, esta vez sin mercedes. Después de un tiempo de discusión, desmontaron el andamiaje y se marcharon.
Si hubieran sido perros hubiera podido decirse que se fueron con el rabo entre las piernas. Esa fue la sensación que tuvieron cuando, tras desmontar la placa metálica que daba nombre a la plaza apareció una losa tras ella con una inscripción grabada en la piedra: “Plaza de La Fuente. S XVII”.
Don Armando sonreía. Esperando a los clientes, dejó la cerveza bajo su mostrador, justo al lado de un martillo y un cincel que aun descansaban del trabajo de aquella madrugada.
La mañana empezaba tranquila. La vieja señora Nicolasa había regado sus plantas inundando como de costumbre la plaza, el pare Sento había liado su pitillo de picadura sentado en el banco a la sombra de la higuera y el cartero se había resbalado en el barro generado por la señora Nicolasa. Un día como tantos otros en los últimos años.
De repente, el silencio se rompió: un BMW cargado de alerones, luces psicodélicas y con dos dados enormes colgando del espejo retrovisor inundó de sonido atronador la plaza con sus potentes altavoces y tubo de escape trucado. "Hijo de marrano, lechón", pensó Don Armando al ver llegar al hijo pequeño de Don Jordi. Recién estrenada la mayoría de edad, su padre había premiado su estupendo expediente académico (solo había suspendido cuatro asignaturas para septiembre) regalándole el vehículo. Una locura, pensaba Don Armando: un coche tan potente en manos de un mozalbete con el cráneo rapado tanto por dentro como por fuera es una locura, un peligro para los viandantes en general y para los niños en particular. Claro que no todos eran de la misma opinión. Don Jordi pensaba que con un coche llamativo, su pequeño se llevaría a las niñas de calle y con eso terminaría de despejar dudas... sus amigos de la ciudad siempre le habían parecido un poco raros, permanentemente cubriéndose de zalemas y quien sabe si dándose por retambufa a escondidas. Incluso Doña Catalina, la ex de Don Jordi, pensaba lo mismo. Quizá por eso ella le había regalado una moto tan potente. Por eso o por intentar competir en la compra del cariño de su propio hijo.
De todas formas, de lo que no cabría duda, era de que el engendro con ruedas que un día fue un vehículo que podría pasar desapercibido, era centro de todas las conversaciones. Don Jordi y Doña Catalina estaban orgullosos de su hijo, tanto que incluso le perdonaron el que se hiciera aquel tatuaje tan soez sin siquiera avisarles. Sus amigos de la capital hacía tiempo que no se dejaban ver, y eso era otro motivo de alegría para todos. Sin embargo, que cada día se le viera paseando detrás del kiosko de Paco, el suministrador oficioso de sustancias prohibidas del pueblo, era un fenómeno que tan sólo parecía percibir el pare Sento, a quien como de costumbre nadie hacía el menor caso. Nadie, excepto don Armando, quien poco podía hacer excepto dejárselo caer a Don Jordi esa misma tarde durante una partida de dominó en "Casa Patilla".
Don Armando, descuidando el más mínimo tacto e incluso su natural ironía, al ver que don Jordi se levantaba de la mesa de juego a pedir otro "cuba-libre", fue tras el y en voz baja le espetó:
- Hay concejales que deberían mirar menos por el pueblo y vigilar más a sus hijos para que no frecuente malas compañías
Con un tanto de sorpresa y bastante enfado, Don Jordi respondió rápidamente:
- No hay problema con sus compañías. No le he visto nunca con ningún tendero entrometido.
- No estamos en un mitin, Don Jordi, hablo en serio -dijo don Armando, mientras por la puerta entraba Remigio, Remi para todos, el tipo más malcarado de toda la población y secretario local del partido al que ahora pertenecía Don Jordi.
Al ver su cara lívida, instintivamente los dos callaron y esperaron una mala noticia
- Jordi, tu... tu hijo. En la curva del árbol, ... iba con Paco el del kiosko... Paco ha muerto y...
No dejaron que Remi terminara de titubear. Don Jordi salió como una exhalación. Don Armando quedó aturdido.
Encaminó sus pasos hacia la iglesia, dejó de lado al pare Sento sin siquiera saludarle, como un autómata, y se arrodilló ante el altar de San Francisco.
Nunca había pensado que podría llegar a llorar por Don Jordi. Quizá se estaba haciendo viejo.
Bajar de Nápera a Valencia era una experiencia que a Don Armando le gustaba poco. Cambiar la paz y la tranquilidad que da el tañer de las campanas y el rumor del viento pasando entre los pinos por los gritos y las maldiciones de la ciudad, era tremendamente desagradable. Sin embargo, alguna vez, generalmente por motivos relacionados con la burocracia, tenía que hacer el viajecito con su destartalado utilitario.
Una vez en la ciudad, escarmentado después de tantas horas perdidas buscando sitio para aparcar, estacionaba su vehículo en un parking público, siempre el mismo, pues Don Armando era animal de costumbres. Un parking situado en el centro de la ciudad a un paso de casi todos los centros oficiales, en un local ciertamente avejentado, donde no ha debido hacerse reforma alguna desde que a Recaredo le salió un uñero, con fecha de construcción realmente dudosa (Don Armando incluso creía haber visto en los “graffitis” del maloliente baño unas pinturas que podrían rivalizar con las de Altamira).
Ya en la calle, Don Armando se encontraba perdido. Siempre le había pasado lo mismo, su corpulencia se quedaba en nada entre la masa humana de la gran ciudad, se desorientaba con una velocidad pasmosa y terminaba siempre preguntando a cualquier alma caritativa que por allí pasase.
Muchas penurias que, sin embargo, eran necesarias. Su querido Felipe, amigo de juegos de la infancia que dejó Nápera cuando se casó, estaba gravemente enfermo, tanto que no podía aplazar la visita siquiera al próximo fin de semana sin perder garantías de poder darle un abrazo.
Felipe notaba como la vida se escapaba como arena en sus dedos, era plenamente consciente de su situación y la vivía con gran resignación. Un estoicismo que le hizo ir llamando a todos y cada uno de sus amigos para despedirse. Pocos tuvieron tiempo en sus ajetreadas vidas para ir a darle un último abrazo. Pocos entre los que se encontraba Don Armando, que no sabía ciertamente que se iba a encontrar cuando al fin la puerta que acababa de llamar se abriese ante él.
Apareció un Felipe entero, con su mirada acerada de siempre, su temple gallardo y su paso firme, pero terriblemente avejentado. Ojos sanguinolentos, tez arrugada, pelo cano y extremadamente delgado, pero estaba claro que dentro de esa cáscara reseca estaba la semilla siempre verde del Felipe de siempre. El que le robó la novia a Don Armando.
- Hola, Felipe - atinó a exclamar Don Armando
- ¿Hola?. Dame un abrazo, ceporro - dijo fundiéndose en un abrazo infinito con su amigo.
Felipe le invitó a pasar al salón, sacó un par de copas y sirvió coñac.
- No deberías beber, Felipe
- No me toques tu también las narices, Armando. No voy a vivir más por dejar ahora de tomar coñac. Y ya que tengo el viaje pagado, déjame al menos que llene el depósito de combustible.
Armando esbozó una sonrisa y recordó cuando Felipe se fue del pueblo, cerrando su tienda para reabrirla en la capital, tras enfadar a prácticamente todos los tenderos acusándoles (con razón) de abusar de los veraneantes. Precios doblados o triplicados eran comunes y Felipe, con razón, les repetía que eso era muy malo para ellos mismos, que terminarían trayendo hasta las aceitunas de Valencia, como así terminó sucediendo. Hay ocasiones en que, a pesar del horror que le produce la ciudad, Armando sentía que no tuviera agallas en ese momento para hacer lo mismo, envidiando por un motivo más a Felipe. Porque le envidiaba sanamente, eso si, y mucho. Le envidió hasta cuando murió su mujer. "Tu te llevas también sus recuerdos", pensó.
Un tipo con tantos bemoles, capaz como fue de enfrentarse al alcalde cara a cara cuando, recién enterrado su padre (amortajado con su uniforme agujereado en Rusia y con la Cruz de Hierro, como fue siempre su deseo desde que volvió de Possad), éste decidió retirar la placa de agradecimiento a los voluntarios para "no afrentar a los turistas". La placa se retiró, pero casi hizo falta más escayola para restaurar los huesos del alcalde después.
Con tanta energía, a Armando no le extrañaba que mantuviera en todo momento la compostura, que viese la muerte como si fuera la muerte de otro, algo que no iba con él.
- Sabes, Armando, antes me dolía no haber podido tener hijos. Ahora, casi me alegro, así no les doy penurias de enfermo.
- Mira, Felipe, no digas tonterías. Verte tan entero como estás, no son penurias de enfermo, es puro ejemplo.
- No creas, chico. A veces, detrás del cristal de los bares, cuando veo a tanto joven lleno de vida y cómo la desperdicia en auténticas estupideces, siento una amargura que no se si sale de la envidia o de algún sentimiento peor.
- Sale del sentido común, Felipe. Yo no estoy enfermo y siento lo mismo.
Armando dio un par de vueltas a su copa y, levantándose, le dijo sacando una caja:
- Llévate esto, Armando. No quiero que sea quien sea el que vacíe mi piso, se lo lleve para tirarlo a algún contenedor.
- ¿Qué me das?
- Sus recuerdos. Ahora, son tuyos.
Cuando, ya de vuelta en Nápera, detrás del mostrador, Don Armando acariciaba aquellas fotos, esos botones, estas flores secas, encontró una carta suya escrita hace muchos, muchos años, sintió que algo se movía dentro de él. No pudo volver a hablar con Felipe, la asistenta a esas horas se lo encontró sentado, con un disco de cantos gregorianos repitiéndose infinitamente y los ojos, ya sin vida, apuntando al cielo.