DESDE EL PEQUEÑO MUNDO
Adiós a la España de ayer
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Juan V. Oltra
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Seguro que ustedes conocían a Rafa. Rafa ha vivido y vive en cada una de nuestras ciudades, pertenece a uno de esos tipos castizos de lo que tradicionalmente se llamaba la España profunda, hoy en tránsito de desaparición, casi protegidos por esos ecologistas coñazo que intentan un retorno a la vida de las cavernas.
Rafa era un perista, y aunque suene a acusación muy dura, en este caso tengo pruebas de primera mano: hace años nos asaltaron la casita del pueblo dejándonos más pobres aún de lo que éramos. El domingo siguiente, mi anciana madre, echándole un riñón y la yema del otro, se fue al rastro a buscarlas y las encontró: las vendía Rafa.
Rafa tenía una tienda que iba cambiando de local recorriendo casi metro a metro ese casco viejo, oscuro y con olores acres, en el que la policía pasa de puntillas cuando por error entra en él y el sol apenas se atreve a asomarse entre los tejados.
Viejo anarquista que nunca leyó a Bakunin a pesar de vender toneladas de libros viejos en su antro repleto de pulgas, ácaros y excrementos de sus perros, no pudo soportar los cambios que lo dejaban poco a poco sin clientes y le sacudían una serie de pagos totalmente insoportables para su escaso movimiento de fondos. Viejo ya para poder atender solo su establecimiento, se hizo ayudar por una sucesión de emigrantes ilegales que, a decir de sus vecinos, le robaban con ansias de ministro corrupto. Rodeado de deudas, poco a poco fue quedándose sin nada: cuando le embargaron la furgoneta trasladó su puesto al rastro con un taxi, dejando así dos conclusiones claras: el taxista tendría que desinfectar su vehículo y Rafa no volvería a vender en él.
Rafa aguantó. Enfermó y a los quince días de hospital, solo y abandonado por todos, murió. Y con el, una parte de esa España profunda que gusta de eternizarse en la mugre, el orín y la corteza amarga de las mandarinas. Pero el relevo ¡ah! El relevo no parece mejor. Su local previsiblemente sea abierto de nuevo por el último de sus “empleados”, un magrebí que dudo mucho mejore las condiciones higiénicas del local.
Ese viene a ser nuestro problema. Nuestras ciudades, España, están cambiando, si. Salimos de un estadio que no era para echar cohetes para caer en otro que casi induce al llanto, no vamos hacia un estado de gracia. No, al menos a mi no me gustaba la España que dejamos, pero la que se nos viene encima me aterroriza. Quizá por eso mismo, porque no me gusta, la amo.
Y es que para que las cosas cambien a mejor hace falta esa revolución que jamás me cansaré de proclamar en el desierto: la cultural. Cambiando al ciudadano, cambiaremos las ciudades. Si nadie comprara artículos robados, no existiría un negocio alrededor de estos. Pero para esto hace falta despegar a la gente de ese invento del maligno, la televisión. Hace falta inducir valores que vayan más allá de los que el gran marrano televisivo nos invita a seguir. Hace falta cultura. Pero también valor, por parte de los gobernantes… pero también de los gobernados: el saber es lo único que nos da perspectiva de nuestra propia ignorancia, lo que genera intranquilidad, nos hace sentirnos incómodos con nosotros mismos. Nadie más feliz que el tonto del pueblo, vamos. Y es que al final, se tiende a escapar del saber por una simple limitación en la capacidad de sufrimiento. La ignorancia es más tranquila, sigamos creyendo en nuestros políticos.
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