Valencia en fallas
En unos días mi ciudad, Valencia, se poblará de monumentos de cartón. La
alegría de las fallas invadirá de nuevo las calles. El olor a pólvora
que llegará anegando los pulmones, abundante y generoso (Blasco Ibañez
lo describió como el tiro que cada valenciano da desde su balcón)
repartirá alborozo a niños y mayores, aunque quizá más a los primeros.
Veremos como el amor de los valencianos por la “Geperudeta” desborda de
los corazones y se transforma en una riada de flores que llena el
corazón del “cap i casal”, la Plaza de la Virgen, mientras los latidos,
sístoles metálicas repartidos por el Miguelete, dejan de poder oírse
mezclados con el bullicio de miles de falleros que alegres y jaraneros
producirán enfrascados en una larga tradición que se renueva anualmente.
Los cielos serán bellos como nunca, multicolores, plagados de mil
castillos que se reflejarán en cientos de miles de pupilas húmedas por
la emoción.
Idílico, delicioso ¿verdad?...
No he mencionado como se colapsan las calles. Como está prohibido
ponerse enfermo en determinadas zonas de la ciudad, dado que una
ambulancia lo tendría muy difícil para llegar. Cómo las comisiones
falleras se erigen en amos y señores de la ciudad y toman a su mando lo
divino y lo humano. ¿Dormir?... dormir es un lujo que nadie se puede
permitir. Hay que divertirse o morir. Casales falleros, casas de
hojalata en el mejor de los casas llenos de niños bullangueros y con una
sádica pasión por los petardos, aprendices de tullidos que poblaran los
hospitales, llenan cualquier espacio que el asfalto deje libre.
Por si fuera poco, nuestro querido ayuntamiento, incapaz de poder frenar
este pseudo terrorismo urbano (quizá exagere, pero recuerdo como se le
llama cariñosamente a la recaudación fallera el “impuesto
revolucionario”) suele aprovechar estos días para plagar la ciudad de
zanjas, para convertir a Valencia en una exposición de maquinaria
pesada. Los bares y restaurantes con pocos escrúpulos aumentarán sus
tarifas y los servicios públicos, por supuesto, empezarán una huelga…
Y comenzará el destierro. Ya son muchos los habitantes de esta ciudad,
hermosa y una de las mejores para vivir (lo que afirmo sin necesidad de
evadirme del orgullo que mi patria chica me inspira), que escapan de la
misma en la semana fallera. Los repartidores dejan de trabajar, aquellos
que gozan de una segunda vivienda, se van a ella, los que pueden tomarse
unas vacaciones, no dudan… y es que estas fiestas, cada vez más, se van
conformando en una especie de escaparate solo apto para turistas
consumidores de fritos nauseabundos o sangrías tibias. Tan solo
“uniéndose al enemigo”, siendo plenamente partícipe de la fiesta, como
fallero en una comisión, es posible sobrevivir sin acabar necesitando de
una ayuda de la química para restaurar el sistema nervioso. Los
políticos lo saben y callan… nadie se atrevería a hablar mal de nuestra
fiesta por excelencia, claro. Y dejan que cada vez sea más
endemoniadamente difícil sobrellevar una semana laboral rodeados de los
avisos del fin del mundo, esperando que la noche del día 19, la
sustitución del clásico cartón piedra de ayer por el moderno porex
blanco de hoy no nos produzca la muerte por asfixia en la mítica “cremá”
y podamos sobrevivir un año más.
Doloroso, pero no puedo decir que nada de lo antedicho sea falso. Ni mi
razón ni mi corazón podrían hacerlo. Las fallas son creaciones humanas y
por tanto con matices positivos y negativos. Si fuera un racionalista
puro, sopesaría que vale más, buscando entrever donde está el fiel de la
balanza… sin poder abdicar de mi contradicción, de mi incongruencia, si
tengo que ponderar entre el matón de barriada armado de petardos y un
mal gusto tremebundo por una parte, y por la otra el simple recuerdo, el
reencuentro con mis raíces, la nostalgia si se quiere, no puedo dejar de
pensar ¡que se va a hacer!... es Valencia.
Me veo siendo un niño vestido de fallero, de cucaracha, tal y como los
falleros modernos vestidos con ropa a la usanza de hace siglos llaman al
traje que la escasez de medios popularizó en nuestra ciudad durante
décadas. Veo paellas hechas con leña de naranjo a pie de calle, veo
exquisitas muestras de buen gusto mezclado con el clásico humor
escatológico de los levantinos, hechas uno en esos monumentos de cartón
piedra que podrían ser muy bien documentos de unas realidades históricas
a veces poco pasajeras. Pero sobre todo veo a mi padre escribiendo obras
de teatro valenciano, ensayándolas, interpretándolas. Le veo sintiendo
la fiesta, la verdadera fiesta, la que llevaba una carga de crítica y
mordacidad y no solo de altanería y alcohol barato. Y le veo, por las
noches, entre las estrellas, disfrutando de sus primeras fiestas
josefinas con esa perspectiva, sintiendo su corazón temblar con el color
de los fuegos artificiales.
Este año, intentaré ver las fallas con tus ojos, papá.
Juan Vicente Oltra
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