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[Carta de Pedro Luis de Gálvez a D. Francisco Garrote Peral, inspector de prisiones, fechada el 14 de octubre de 1908 en el Presidio de Ocaña. El texto no muestra mutilaciones ni tachaduras, tampoco la rúbrica que, por aquella época, los alcaides de las prisiones estampaban a modo de permiso o aprobación sobre la correspondencia reservada, por lo que deducimos que la presente carta llegó a su destinatario a través de un conducto especial que eludió los mecanismos carcelarios de inspección y censura (Sólo así se explica la virulencia de algunos pasajes). Reproducimos a continuación el texto integro del documento, respetando las incursiones de Gálvez en el terreno de lo chusco, lo blasfemo o lo meramente patético.]

Muy Ilustre Señor:

Después de tantos meses de larga e infructuosa espera, he decidido a la postre escribirle yo (con la dificultad sobreañadida que el ejercicio de la pluma me impone, tales son los obstáculos y cortapisas que los esbirros de esta institución siembran en el camino le quienes, como yo, profesamos culto a las musas), esperando que, al recibo de la presente, su severidad se torne algo más benévola y su silencio algo más elocuente, como corresponde a un varón justo y de calidad, partidario de un alivio en las condenas y de un trato más amable con los reclusos. Y, francamente, me sorprende que un hombre como usted, haya dado la callada por respuesta siempre que a él me he dirigido en demanda de atención o auxilio. De nada sirvió (y permítame aquí, señor, siquiera retóricamente, que afee su displicencia) que le enviara, hace ahora dos años, un ejemplar de mi novela Existencias atormentadas o Los aventureros del arte, que tantos trabajos, entorpecimientos y berrinches me costó, pues hube de escribirla en la soledad del calabozo, donde toda incomodidad tiene su asiento. De nada sirvieron las peticiones de clemencia que, con mi conocimiento, algunos próceres de nuestras letras le dirigieron en fechas recientes. Como tampoco ablandó su corazón (que ya, después de tantas decepciones, se me antoja de duro pedernal) el escrito que cientos de periodistas, acaudillados por don Miguel Moya director del rotativo madrileño El Liberal, le dirigieron solicitando mi indulto. En verdad, en verdad le digo que ese silencio, lejos de ratificar la probidad debida en todo funcionario, no hace sin dibujar ante la opinión pública una imagen de su persona en exceso cruel; imagen que contradice el espíritu de nuestra época que, en última instancia, desobedece aquel consejo que nuestro hidalgo inmortal dispensó a su escudero, después de que lo nombraran gobernador de la insula Barataria, y que, en resumidas cuentas, venía a decir que, cuando la justicia fuese dudosa, el jugador debería inclinarse por la equidad, pues sólo actuando así se granjearía el favor de sus súbditos. Y no osaré yo añadir una sola palabra a las del manco de Lepanto, pues de sobra sé que cada una de sus reflexiones y aforismos los ha meditado y digerido usted sobradamente.

Permítame, en cambio, que lo ilustre con un resumen detallado de los mil y un avatares que han empujado mis huesos hasta este purgatorio de Ocaña, donde, si usted no lo remedia pronto feneceré. Voy a empezar confesando (pues, ante todo, deseo sincerarme) mi culpabilidad. Postrado aquí, en esta celda misérrima vestido con un uniforme de arpillera, mugriento y lleno de desgarrones, infamado por los hombres y abrumado por el recuerdo reconozco mi culpa. Me culpo, en primer lugar, de haber nacido aunque quizá debiera culpar a los padres que me engendraran para deleite grosero de sus cuerpos, sin considerar que ese niño que iban a traer al mundo estaba predestinado a pasar hambre penalidades sin cuento. Me culpo, y no me cansaré jamás de hacerlo, de haber nacido en el seno de una familia intransigente, que me privó de esa infancia medianamente feliz a la que todo hombre, por la simple razón de haber nacido, tiene derecho. Vine al mundo en Perchel, un barrio de Málaga, apenas un puñado de casitas blancas a orillas del Mediterráneo, con geranios floridos y persianas echadas en los balcones. Mi padre, un general carlista muy bravo, muy severo y muy católico que había sido expulsado del ejército (aunque todavía, en sus delirios, aspirase el olor de la pólvora y remembrara el fragor del combate), consumía una existencia sin más alicientes que el tedio, trabajando de cajero en una compañía al borde de la bancarrota, presenciando cómo la polilla le iba comiendo el lustre a su uniforme militar y cómo el moho iba ensuciando el filo de su espadón, antaño ahíto de sangre y hazañas. El dinero que llevaba a casa se revelaba insuficiente para las nueve bocas que había que alimentar (éramos siete hermanos, cada cual más tragón), así que nuestro padre empezó a estudiar la manera de deshacerse de una prole tan abundante. Las chicas se las fue endosando a una alcahueta, dueña de un taller de costura, para que les enseñara el oficio de modistas y ese otro oficio tan antiguo como la misma Humanidad; tanto empeño puso la mujeruca en la enseñanza, y tanta aplicación mis hermanas en el aprendizaje, que, con los años, arrojadas al lodazal de la vida, pudieron sobrevivir, alternando el cosido de sus agujas con el descosido de su virtud.

En cuanto a los hijos varones, descartada la carrera castrense (el baldón de un general derrotado se extendía a sus vástagos, a quienes se vedaba la entrada en el ejército), nuestro padre estimó que la mejor dedicación, la más descansada y favorecida, seria la eclesiástica. Fue así como, ya desde tierna edad, y por satisfacer las aspiraciones un tanto megalómanas de mi progenitor, que soñaba con verme al frente de una diócesis, coronado por una mitra y merendando torrijas y chocolate, ingresé en el seminario de Málaga, a la sazón regentado por unos padres jesuitas que me enseñaron la teología y los latines para mayor gloria de Dios y mayor escocedura de mis orejas, que recibían, cada vez que me equivocaba en una perífrasis verbal o en la enumeración de los coros angélicos, tan descomunales tirones y tan recia lluvia de garrotazos que, aún hoy, cuando se trama una tormenta, parece que las orejas me lo avisan con una especie de sobrecogimiento o principio de sabañones. Había, en concreto un catedrático de latín, hombre rutinario y falto de sentido común, que, cada vez que me sorprendía despistado o trazando garabatos en la gramática, me zamarreaba las orejas con tanta disciplina y denuedo que, al concluir el castigo, me resbalaban por el cuello gotas de sangre, gordas como cuentas de un rosario; don Lorenzo, se llamaba aquel jesuita del diablo, a quien ojalá los gusanos hayan despachado en la tumba, pues sólo de evocar su nombre se me revuelven las tripas. Quiso la fortuna, sin embargo, que yo lo sorprendiera en labores poco piadosas, con lo que remitieron sus castigos, aunque no el tostonazo de sus clases.

Resultó que una de esas noches en que el bochorno y la inminencia de la pubertad no me dejaban conciliar el sueño, bajé a la capilla del seminario, por ver si el recogimiento de la oración me aquietaba los sofocos del espíritu; cuál no sería mi perplejidad al descubrir en la penumbra del altar a este padre Lorenzo de mis pecados, arrodillado ante una figura de la Virgen que allíse venera, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Victoria, figura que, según cuenta la leyenda, había sido modelada por los ángeles en los talleres del cielo (porque en el cielo también hay ángeles imaginemos, y aun imaginarios) y donada milagrosamente a los Reyes Católicos, en una de sus visitas a la ciudad de Málaga. Ahora bien, no se crea usted que el noctámbulo jesuita se había arrodillado por venerar la imagen, no señor; lo que hacía el muy bellaco, según comprobé enseguida, tan pronto como mis ojos se acostumbraron a la exigua luz del sagrario, era despojarla de sus vestiduras y sustituirlas por otras más mundanas y propias de barragana que de Madre de Dios, puesto que incluían camisas y corsés y enaguas de batista, con encajes y lazos de la más refinada coquetería. Y parecía sentir, a juzgar por el embeleso y la trémula morosidad que empleaba al vestir el maniquí sagrado, que la Virgen no tuviese las piernas separadas, para haberla podido pertrechar con medias de seda. Delatada mi presencia por los crujidos de la madera, don Lorenzo se escabulló en la sacristía, dejando en la estacada a Nuestra Señora de la Victoria con tan sacrílego atuendo. Yo mismo me encargué de deshacer el desaguisado, antes de que tocaran a maitines, y acordé con el depravado jesuita una respetable cantidad de beneficios académicos y materiales a cambio de mi reserva. Si ahora traigo a colación este nefando episodio con tanta minuciosidad no es -créame- por regodearme en la descripción de las debilidades y pecados ajenos, sino por justificar esa aversión que profeso al clero (o, mejor dicho, a cierto clero, pues también me he tropezado con varones caritativos y temerosos de Dios entre los pertenecientes a este gremio, como luego se verá), aversión que, en su momento, expresé en libelos y alocuciones difamatorias que el tribunal que me juzgó consideró como agravantes de mi delito.

Así transcurrieron la última porción de mi niñez y el primer tramo de mi adolescencia, entre la exégesis de la teología tomista y la memorización de las declinaciones y los aoristos griegos; a las clases de latín, como tenía el aprobado en el bolsillo, comencé a faltar ostensiblemente, y, para distraer el ocio, me junté con una pandilla de picamos de mi misma edad, eruditos en el estudio de la gramática parda, que es la única provechosa en la escuela de la vida, con quienes correteaba por la orilla del Guadalmedina, con el cigarrillo en la boca (había aprendido a fumar, y de qué modo) y los libros abandonados sobre la hierba. Solíamos adentrarnos, a la búsqueda de pendencias y caricias mercenarias, en los barrios .Más retirados de la ciudad, Santo Domingo o la Trinidad, y allí, al aliento tibio de las tabernas y los burdeles, crecíamos, en compañía de truhanes y meretrices, olvidando las enseñanzas inútiles del seminario.

Llegado el estío, regresaba a la casa paterna, cada vez más acosada por las zarpas de la necesidad, donde se me dispensaban honores propios de un cardenal. Mi padre, a quien sólo llegaban de mí buenas referencias (de mis correrías por el Guadalmedina y mis subidas a la Trinidad y Santo Domingo nada sabía), ya se frotaba las manos imaginando la carrera fulgurante de su retoño, que, en imparable ascensión, me llevaría hasta la curia vaticana; proyectos que quizá (y perdóneme la inmodestia) se habrían cumplido de no haberse tropezado en mi camino una vecinita algo mayor que yo, de nombre Elisa, rubiales y generosa de carnes, a quien me gustaba avizorar todas las mañanas, por la mirilla de la puerta, cuando volvía de hacerle los recados a su madre y se agachaba en el rellano para dejar sobre el suelo la cesta de la compra, instante que yo aprovechaba para entrever bajo el escote sus senos apenas púberes que, sin embargo, ya contenían una promesa de opulencia. Después de aquella visión, fugaz pero enjundiosa, me encerraba en el retrete, a solas con mi niñez marchita, a solas con mi pecado, y a la imaginación me acudía, raudo como un facineroso, el fantasma del sacrilegio: casi inconscientemente, Elisa se me aparecía en el altar de la capilla del seminario, acurrucada en una hornacina de madera, con la camisa y las enaguas remangadas, cubriéndose las vergüenzas con unas manos pudorosas aunque, desde luego, nada virginales. Así, en la clandestinidad del retrete, supe que las aspiraciones de mi padre no se verían realizadas, y que yo no tardaría mucho en colgar los hábitos; ahora, casi quince años después, considero que más me habría valido ahorcarme en mi celda de seminarista con cualquier soga o cordel que hubiese hallado, antes que padecer una existencia como la que padezco, sin más horizonte que el tragaluz de mi calabozo, y sin otra expectativa que la del encierro y la penuria. Pero es voluntad de Dios que el hombre nazca ignorante de su destino.

Gracias a mi hermana Frasquita, que compartía con Elisa una cierta amistad, pude llegar a intimar con la musa de mis pecados. Bajábamos los tres a la playa, en aquellas tardes casi sagradas del verano, a recoger conchas de nácar y a escuchar el rumor insomne y espiral de las caracolas marinas. Al lado de Elisa, contagiado por el bullicio de sus carcajadas y la tibieza dulce de su piel, saboreando la delicia de su charla y aun otras delicias que excluían la conversación, me olvidaba de los tirones de orejas padecidos y de mis trapisondas por tascas y lupanares. Elisa, vestida de blanco, me mostraba como por descuido un seno o un muslo que hubiese querido cubrir de caricias, y me pedía descuentos sobre mi vida en el seminario, mientras mi hermana Frasquita, a lo lejos, se burlaba de mí, me llamaba curita y me recordaba que los clérigos no pueden tener novia. Yo, entonces, sentía correr un escalofrío por el espinazo al recordar las aulas frías y oscuras, las celdas propicias al pecado en soledad, las horas malgastadas en el estudio, paseando los ojos indiferentes ante las páginas del Kempis, y me entristecía ante la proximidad de septiembre, asaltado por un vago malestar que enseguida se convertía en repugnancia. ¡Volver al seminario de los jesuitas! Cierto que allí me aguardaban el triunfo, la coronación de los afanes, la remuneración a tantas noches de vigilia, pero, ¡cuán costosa era la renuncia! ¡Cuán dolorosa la separación! ¡Cuán larga la espera hasta que llegara otro verano que me devolviese los paseos por la playa y la compañía de Elisa!

Como el tiempo, ese gran contraventor del sentimiento humano, discurre más aprisa cuanto más deseamos aprehenderlo, vino septiembre en apenas un suspiro, y con él vino mi desdicha. De vuelta al seminario, comencé a leer a escondidas, por el mero placer de infringir las ordenanzas religiosas, libros excomulgados o anotados en el Índice, como aquel de Eugenio Sue, El judío errante, que tanto influiría en mi opinión sobre la Compañia, pues me ayudó a comprender que el fin que persiguen los discípulos de San Ignacio de Loyola no excluye los medios más abominables. Había, entretanto, cumplido los catorce años, y los jesuitas, deseosos de familiarizarme con la liturgia, me habían agregado a la parroquia de Nuestra Señora de las Mercedes, donde llegué a vestir la sobrepelliz en algunas ceremonias concelebradas. Allí, al arrullo de las salmodias, fortalecido por las notas de un órgano que ascendían entre nubes de incienso y sermones tediosos al cielo; allí, entre bosques de cirios y palabras que salían disparadas como piedras de los púlpitos, recibí el estigma del Arte, esa llama vigorosa, purificadora como aquella otra que el Espíritu Santo depositó sobre los Apóstoles el día de Pentecostés, que definió ya para siempre mi vocación. Yo habría de ser artista, o ardería Troya.

No quise aguardar al verano para dar por concluida mi formación eclesiástica. Una noche en que la luna, oscurecida por trágicos nubarrones, auspiciaba mi deserción, escalé el muro que separaba el seminario de ese mundo multiforme, milagroso y redentor, que me recibió con los brazos abiertos, orgulloso de incorporar un nuevo cofrade a su hermandad de bohemios. Menos hospitalario y comprensivo resultó mi padre, que habla depositado en mi toda su confianza para salvar del naufragio la maltrecho economía familiar; convencido de mi determinación, y viendo cómo, al colgar yo los hábitos, se disipaban los privilegios y prebendas que, como allegado a un futuro hombre de Dios, le iban a corresponder, quiso emular a mis antiguos maestros dispensándome un castigo que incluyó, amén de cachetes y pescozones y tirones de orejas y bofetadas y patadas en salva sea la parte (minucias, a fin de cuentas, a las que ya estaba acostumbrado), un encierro de casi treinta días en la bodega de la casa, privado de visitas y alimentos, escarmiento que ahora se me antoja excesivo para un chiquillo a quien aún no asomaba la barba, y que a punto estuvo de enviarme al otro barrio.

Quiso mi naturaleza, sin embargo, resistir la reclusión y el ayuno, de manera que, transcurrido el mes de castigo, salí de la bodega, más canijo y desnutrido que cuando entré, pero igualmente dispuesto a colgar los hábitos. Esa misma tarde de mi liberación, sin tiempo para reponer fuerzas, enflaquecido y melenudo, bajé a la playa en busca de Elisa; no tardé en encontrarla, acompañada de mi hermana Frasquita, merendando manzanas sobre una barca varada. Ambas habían cambiado mucho desde el verano anterior: las noté más espigadas, más adustas (o adultas), más desdeñosas también. Llevaban vestidos muy decentes (nada que ver con los de antaño, tan permisivos y escotados) con botonaduras hasta el cuello, y se protegían del sol con quitasoles de raso que sostenían con mucho melindre. Mordían las manzanas con una mezcla mal asumida de pudor y desparpajo. Les propuse reanudar los juegos del verano anterior, aquellas carreras que solían concluir entre revolcones y salpicaduras, pero se excusaron alegando que no querían manchar sus vestidos ni mojarse los zapatos. Elisa me lanzó una Pulla, mientras mordisqueaba su manzana: «-¿Es que todavía no te han enseñado que los curas no pueden juntarse con las chicas?» Envanecido, aproveché para contarles mi fuga del seminario y mi propósito firme de no recibir la tonsura. La noticia no pilló desprevenida a mi hermana, pero si a Elisa, que no logró disimular un gesto de desagrado: «-Verás -se disculpó-, el caso es que íbamos a subir a la ermita, Frasquita y yo, para llevarle flores a la Virgen». El mar se iba desangrando sobre la, playa, en olas perezosas, como lenguas de espuma a punto de extenuarse.

Yo me quedé allí, junto a la barca varada, con tres palmos de narices, viendo marchar a las muchachas, que, a medida que se alejaban de mi, caminaban más aprisa, dejándome como único consuelo la estela confusa de sus huellas sobre la arena. Subieron, apoyándose la una en la otra, por los acantilados, y se internaron entre los pinos del bosque, cuya sombra hacía inútiles o superfluos los quitasoles. Iba a perderlas ya de vista cuando me pareció vislumbrar que, aprovechándose de la impunidad que les proporcionaba la espesura, caminaban abrazadas del talle. Asaltado por una monstruosa sospecha, me decidí a seguirlas; me costó al principio una carrera, pero luego sólo hube de acompasar mi paso al de ellas y mantener las distancias. Con frecuencia interrumpían su paseo para recolectar flores; se agachaban sobre las matas y, después de diezmarlas, reanudaban la marcha, siempre agarradas de la cintura y tapándose con las sombrillas. Por un segundo, a la luz de aquel sol de estío que penetraba entre las copas de los pinos y alumbraba el aire con una limpieza que no dejaba resquicio a la suciedad de mis recelos, me sentí mezquino por haberme figurado lo que me había figurado. Elisa y Frasquita correteaban por un claro del bosque, entre amapolas que tenían la intensidad de hogueras. De repente, como acometidas por una decisión unánime, se reclinaron ambas sobre la hierba. ¿Irían a improvisar una merienda campestre? ¿Habrían notado mi espionaje y querido gastarme una broma?, me pregunté. Pero habla otra interrogación más grave e imperiosa que no llegué a formular y que me torturaba sobremanera.

Me acerqué al lugar donde se hallaban, procurando no hacer ruido. Mi hermana se inclinaba sobre Elisa y le hurgaba por debajo del vestido, mientras la otra se quitaba los botones que entorpecían su exploración y se masajeaba los pechos. Ambas miraban sin ver, con un mirar manso y lelo, como vacas parturientas, Formaban una figura obscena y grata a partes iguales, una fusión de cuerpos en los que, por un momento, desaparecían los brazos o las piernas entre la ropa, en un abrazo que me turbaba con su blancura. Ambas tenían una piel blanca, incontaminado de sol, como esas estatuas de la Antigüedad. Disfrutaban de su amor sáfico como rameras de la más baja ralea que ya han saboreado todas las formas de abyección, pero a la vez tenían algo de ángeles perversos, virginizados por su lujuria. Frasquita picoteaba con su lengua entre los muslos de Elisa, y también en ese otro lugar que, por el sucio conducto que acoge, repugnancia inspira a los delicados espíritus. Las increpaciones acudieron a mis labios, tras el inicial estupor: «-¿ Qué hacéis ahí, cochinas? ¿No ibais a la ermita?» A lo que Elisa, interrumpiendo sus transportes, repuso colérica: «-¿Y a ti qué te importa, sacristanucho de mierda?» Eso me llamó, sacristanucho de mierda, antes de reanudar sus jadeos. Frasquita, mi hermana, ni siquiera manifestó interés por mi. Volví a casa, aturdido y humillado como un ciego que recupera la vista y lo primero que descubre es que su cuerpo padece otras muchas taras. Si aún me quedaba algún vestigio de candor, después de los años de aprendizaje en compañía de clérigos infames, lo perdí aquella tarde, puede creerme.

En casa, los acontecimientos comenzaron a precipitarse. La compañía en la que mi padre prestaba servicios había quebrado, dejando a sus empleados en la calle. Por fortuna, todas sus hijas ya estaban suficientemente criadas y encarriladas por vías que, si bien no resultaban del todo católicas, al menos garantizaban el sustento y una clientela copiosa. Durante casi un año, mientras mi padre encontraba trabajo, no entraron en casa otras pesetas que las que mis hermanas conseguían con sus bordaduras y encajes; también Frasquita se incorporó a la hilatura, descuidando sus amores lésbicos con Elisa, pues lo mismo valía para un roto que para un descosido. Al cabo de un tiempo, cuando más gusto le estábamos cogiendo al negocio (mi madre ya era ducha en alcahueterias, y yo hacía mis pinitos como chulo o rufián con los clientes más remisos al pago), vino mi padre diciendo que un amigo suyo, millonario y dueño de media provincia de Albacete, le había hecho administrador de sus fincas.

A Albacete nos fuimos a seguir padeciendo, como suele ocurrir a quien cambia de lugar, pero no de costumbres. La vida campesina, en exceso deudora de las estaciones y los cambios climáticos (que hasta en esto ha querido Dios mortificar al hombre, malogrando sus cosechas por puro capricho), me hacía aflorar mis veranos malagueños, en los que vivía entretenido y feliz. Hasta Albacete, como sin duda usted sabrá, el mar no entra, por impedimento de Murcia, lo cual hace de esta provincia una tierra poco regalada para la vista, en la que se crían quesos y navajas para cortar esos quesos y, ya de paso, propiciar las pendencias entre albaceteños, que son una gente brava y muy amiga de llegarse a las manos por un quítame allá esas pajas. Por si el aburrimiento de la vida campesina no fuese ya suficiente contrariedad, mi padre, que en lo tocante al sueldo no se podía quejar, empezó a ser víctima de las chanzas de su amo: aunque el cargo que mi progenitor desempeñaba consistía en repasar cuentas y hacer balances, el terrateniente, tan pronto como lo sorprendía ocioso, la emprendía con él y lo obligaba a disfrazarse de espantapájaros, para rechifla de sus invitados. Era un primor ver a mi padre, desposeído ya de esa dignidad que presumimos en un veterano de las guerras carlistas, con los brazos en cruz, ataviado con unas ropas raídas y un sombrero de paja, haciendo muecas y visajes con los que pretendía ahuyentar a las urracas que malograban la cosecha. Y eso cuando a nuestro patrón no le daba por proponer a mis hermanas, que aún conservaban la maña de su anterior oficio, que le hiciesen carantoñas y arrumacos, mientras se distraía ejercitando la puntería sobre mi padre, quien, amén de actuar como espantapájaros impertérrito, tenla que ejercer de diana. En efecto, aquel terrateniente albaceteño era un gran tirador, una criatura que, de haber padecido necesidad, se habría ganado el sustento exhibiéndose en los circos; como tenía dinero para empapelar de billetes un palacio, se conformaba con lucir sus habilidades delante de sus amigotes, tirando sobre blancos difíciles, que no eran otros que el sombrero de mi padre, o su bigote, que crecía en dos guías finas y escaroladas. Mi padre, aunque varón de muchas agallas y habituado a hacer la estatua desde que mis hermanas emprendieron la vida airada, llegó a cansarse de aquella situación estrafalaria: «-Ándese con tiento, señor, que me puede matar, no vayamos a tener que lamentarnos», imploraba a su amo, cuando ya las balas le habían afeitado las guías del bigote. Reía el millonario a mandíbula batiente, secundado por el coro de sus amigotes, y aun por el de mis hermanas, que se consolaban, mientras las emplumaban, viendo cómo su progenitor era desplumado. Como estas escenas se repetían más de lo que el decoro o el heroísmo trasnochado de mi padre consentían, dejamos la colocación y nos vinimos con las maletas a la Corte, azuzados por nuestro antiguo patrón, que nos persiguió a tiro limpio hasta alcanzar la raya de Cuenca, y más que nos habría perseguido si sus dominios se hubiesen extendido a esta provincia.

A Madrid llegamos en la festividad de San Isidro, hará unos diez años. Mientras mi padre buscaba alojamiento por hospederías no muy aseadas, mis hermanas y yo nos llegamos a la Puerta del Sol, ágora de truhanes, nuevo patio de Monipodio donde se chalaneaba con colillas de cigarro y virginidades Fiambres, mentidero en el que se reunían los políticos menos conspicuos para conspirar y los hampones para planear sus sablazos. A mis hermanas, ya fuera porque ciertos ademanes de mujer pizpireta delatasen su condición, ya porque las ojeadoras que por allí merodeaban tuviesen mucha maña para captar nuevas pupilas, enseguida se las comenzaron a disputar media docena de señoras muy charlatanas que les tomaban medidas y comprobaban la dureza de sus carnes, como quien revisa una mercancía antes de adquirirla, por no llevarse una maula. Como mis hermanas, pese a los arrechuchos que la necesidad les había propinado, aún conservaban una apariencia lozana e invitadora, las madamas (pues no otra cosa eran aquellas mujeres) se las disputaban con promesas de discreción y remuneración semanal. Después de muchos regateos, se llevó el lote la más vocinglera de las licitadoras, una mujerona que respondía al mote de La Cibeles y regentaba un burdel en la calle de Hortaleza, uno de esos negocios para señoritas de clase media a los que acuden parroquianos en busca de excentricidades importadas del extranjero. Por lo que deduje de mis visitas a tan sofisticado lupanar, nunca mis hermanas habían ganado tanto por intervenciones tan poco ardorosas: su cometido consistía en pasearse por una sala en penumbra, empapelada de terciopelo granate (la penumbra disimulaba la mugre del terciopelo), recostarse sobre unos divanes y hacer simulaciones de amor lésbico, empresa en la que mi hermana Frasquita descollaba por encima de las otras. Un grupo de ricachos, mientras tanto, las observaba (sabían que eran hermanas, y la posibilidad del incesto los excitaba aún más), sin osar intervenir, con sus sombreros de copa cubriéndoles la entrepierna.

Como mis hermanas garantizaban, al menos mientras estas depravaciones hallasen cultivadores, el cocido de la familia, decidí encomendarme al Arte. A la edad de quince años escribí mi primer soneto; me lo inspiró una paloma a la que veía languidecer, entre zureos y nostalgias de un azul infinito, en su jaula, colgada de un balcón que había enfrente de nuestra hospedería, pero por entonces no me consagré a la poesía, sino a la pintura, que me gustaba con delirio. Aprendí, sin haber recibido jamás nociones de dibujo, a copiar a los maestros del Museo, e ingresé por oposición en la Academia de Bellas Artes de San Fernando con el número dos, siendo únicamente superado por un tal Lopez Mezquita, que ahora empieza a cosechar honores y medallas en las exposiciones. En los pocos meses que allí estuve, me destaqué en el dibujo a plumilla y en el aguafuerte, granjeándome la desconfianza (y en algunos casos la envidia o el rencor) de mis profesores, que velan en mí a ese discípulo que pronto, una vez asimiladas sus enseñanzas y dominada la técnica que impartían, habría de superarles en maestría. Esta ojeriza creciente, unida a esa fatalidad que desde el instante de mi concepción me persigue, arruinarían mi carrera de pintor.

Y es el caso que yo, por entonces, mancebo de muy gallardos dieciséis años, aún no conocía mujer en el sentido bíblico del término, con lo cual ya podrá imaginarse usted las llamaradas de lujuria y concupiscencia que me acometían cada vez que al taller de pintura acudía una de esas muchachas a quienes la Academia contrataba para que posasen desnudas delante de los alumnos. A mí, con el desasosiego que me entraba al contemplar aquellas teticas y aquellas coyunturas entre los muslos de las que florecía una madeja capilar, me salían unos retratos muy poco ortodoxos, con pinceladas al desgaire, que luego, a la hora de la calificación, procuraba defender ante mis profesores adscribiéndolos a esa corriente impresionista, legado de los gabachos, que por entonces causaba furor. Como me gustaba extasiarme en el examen de las modelos, solía demorarme en la ejecución de los bocetos, y esperaba a que los demás alumnos despejaran el aula para intentar mis aproximaciones. Algunas muchachas me permitían, con la disculpa de mejorar un escorzo o evitar un contraluz, que las palpase en sitios poco recomendados por la Santa Madre Iglesia, pero también las había que, en cuanto les rozaba un pelo del sobaquillo, me mostraban las uñas y corrían a taparse las vergüenzas, con la amenaza de que, si intentaba forzarlas, me denunciarían a las autoridades. Con una de estas últimas, más remilgada de lo que su oficio exigía, debí toparme aquel día que, embravecido por las dimensiones de su trasero, decidí saltarme los preliminares e irrumpir en parajes recónditos de su anatomía. Enseguida, y al primer envite, la muchacha del diablo empezó a reclamar auxilio con gritos desaforados, como si yo fuese uno de esos gañanes que intentan gozar de las mujeres contrariando su voluntad. El testimonio de la muy honesta doncella sirvió, sin embargo, para que un juez así lo consignase en su veredicto. Con diecisiete años recién cumplidos me internaron en un correccional para menores, erigido bajo la advocación de Santa Rita, patrona de los imposibles.

¡El correccional de Santa Rita! Si hubiese entrado en aquel infierno con alguna inocencia (pero ya hacía tiempo que me habla desprendido de estas rémoras), no habría tardado en extraviaría. Si, como algunos sostienen, la libertad es el don más precioso de cuantos dispone el hombre, más, incluso, que su propia vida, allí, entre vigilancias que excedían las de una prisión y aflicciones que deben de superar a las que Pedro Botero reserva para los pecadores

más recalcitrantes, aprendí a prescindir de ese don, preparándome para un porvenir todavía más ingrato que haría de mi libertad una especie de puta por rastrojo, con perdón. Todo lo que había, de mansedumbre en mi corazón se convirtió en ferocidad, y la barbarie de los castigos hizo de mí un tigre. Allí era el llanto y crujir de dientes, allí las noches de claro en claro, allí la humedad que criaba verdín en las paredes de las celdas y que nos iba reblandeciendo los tuétanos a los internos, hasta que la locura aplacaba el sufrimiento. A la fuerza teníamos que coser zapatos, cultivar la huerta y componer alcuzas desportilladas. Y todos estos trabajos mortificantes estábamos obligados a ejecutarlos con la salmodia de fondo del capellán, un individuo tripudo que nos leía fragmentos del Eciesiastés, y nos recomendaba templanza y resignación y continencia y no sé cuántas paparruchas más, como si en aquel odioso establecimiento pudiésemos elegir entre la austeridad y la participación en orgías. Un día que el sonsonete del capellán se me antojó especialmente fastidioso, me colé de rondón en la capilla del correccional y empecé a destrozar los objetos de culto y a defecar en ellos, ante la mirada conminatoria de cierta imagen de Santa Rita, que no salía de su asombro. Al estruendo originado por el entrechocar de los cálices y las vinajeras hechas añicos, acudió el capellán, interrumpiendo su lectura del Eclesiastés, pero yo enarbolé un martillo que a la sazón llevaba e hice ademán de clavarle una escarpia en la frente, para que pudiese presumir de estigmas, igual que la santa patrona de aquella institución, amenaza ante la cual el capellán puso pies en polvorosa. Así, después de algunos tiras y aflojas, y a costa siempre de causar destrozos y anunciar nuevos sacrilegios, los mandatarios del correccional abreviaron mi condena y me expulsaron por incorregible.

Retorné, pues, a esa sociedad que había hecho de mí un proscrito, una alimaña envilecida por el desprecio de sus semejantes y la falta de aspiraciones. Como no estaba dispuesto a mendigarle ni una perra chica a mis hermanas (con quienes solía encontrarme en los cafés de moda, colgadas del brazo de algún potentado, muy pintarrajeadas y enseñando hasta el ombligo), me subí al carro de la farándula. Hice papelitos de meritorio, y llegué a aparecer con letras de molde en el reparto de una comedia que me procuró una celebridad efímera, de ésas que remiten tan pronto como la obra desaparece de cartel; como la tiranía de los ensayos y el deber de resultar gracioso ante un público de niños litris y señoritas pazguatas, no se avenían demasiado bien con mi temperamento, no tardé en hacer mutis. Reuniendo algunos ahorros y propinillas, puse tierra de por medio y me dirigí a París, olla donde se cuece el potaje de las artes.

Recién llegado a la capital de la Francia, me hospedé en un hotelucho del Barrio Latino, y trabé conocimiento con Enrique Gómez Carrillo, que tenía su tertulia en el Café Napolitain, en pleno Boulevard des Italiens. Yo a Gómez Carrillo lo conocía por sus crónicas en El Liberal que reflejaban, con deleitoso colorido y simpática frivolidad, figuras y episodios de aquel París de fin de siglo: desde los últimos coletazos del asunto Dreyfus hasta sus coqueteos con las coristas del Folies Bergères. Gómez Carrillo cultivaba cierta fama de burlador que su físico no desmentía: tenia un aspecto imponente, y unos ojos de gato montés, de un verde profundo, que parecían condensar todo el ajenjo que había bebido en su vida, que era mucho, al parecer. Vivía en el quartier de Passy, amancebado con una hispanoamericana de ilustre cuna que, según su propio testimonio, era una tigresa en las lides del amor, con lo cual el contubernio felino estaba más que asegurado. Gómez Carrillo, que con las mujeres se desvivía, trataba a los hombres con una cortesía algo distante, sobre todo si eran compañeros de profesión que pudiesen hacerle la competencia; a mí, aunque jamás me invitó a su casa (tendría miedo de que la tigresa se le desmandase), me trataba con una cierta deferencia, pues no veía en mi a un rival. Yo, por entonces, cultivaba la caricatura y el retrato callejero sin demasiado éxito, y llevaba una existencia más bien disipada en Montmartre y el Barrio Latino, rodando de cabaré en cabaré y de taberna en taberna, como un Toulouse- Lautrec algo menos chaparro. Puesto que la literatura, fuera de aquel soneto que escribí, inspirado en el cautiverio de una paloma, aún no me había atacado con su veneno, más nocivo que el ajenjo, Gómez Carrillo me concedía su protección y obraba conmigo de cicerone. Cuando comprobó que las caricaturas no iban a solucionarme el condumio, fue el primero que me recomendó el regreso a la patria, y el único que me ayudó a reunir el dinero para el billete de vuelta, aún ignoro si por generosidad o por quitarme pronto de su vista. Sea como fuere, abandoné París, roto y sin un franco en el bolsillo, un París que, al natural, me decepcionó, comparado con ese otro, más profuso y misterioso, que Balzac y Víctor Hugo han inmortalizado en sus novelas.

En Irún, pasada la frontera, me hube de topar con José Nakens, el viejo director de El motín, fustigador de gobiernos a quien nadie escuchaba. Llevaba ocultos en el equipaje pasquines con propaganda revolucionaria, en los que se acusaba a Su Majestad Alfonso XIII de andar esquilmando el erario público con sus correrías sexuales y sus devaneos, y, ya de paso, se le adjudicaba una sífilis mal curada (con perdón) que, de vez en cuando, se manifestaba con supuraciones de oído. Los pasquines, abarrotados de una tipografía muy menuda, apenas legible, contenían otros denuestos, no menos agresivos, contra los miembros del gabinete ministerial y el clero. Nakens pretendía (pero carecía de seguidores que extendiesen su evangelio) distribuirlos entre las poblaciones mineras del Sur, cuyos integrantes padecían, mas que ningún otro mortal, «las injusticias de una sociedad regida por carroñeros». Por gratitud a aquel hombre, que me trató como a ser humano y compartió conmigo su tortilla de patatas en el tren que nos llevaba a Madrid, me ofrecí a distribuir los pasquines por la geografía andaluza. Nakens, que tenía la lagrimilla fácil, me estrechó entre sus brazos, mientras el tren nos iba llevando, entre retrasos y traqueteos, a la capital.

Me despedí en la Estación del Mediodía de Nakens, que me ungió con sus besos y bendiciones y me encomendó a esa Providencia cochambroso en la que sólo creen los ateos y los curas renegados. Tomé el rimero de pasquines, y me bajé con ellos a la Andalucía más mísera y sufriente. ¡Maldita sea la hora en que se me ocurrió semejante dislate! Predicar la república, o la revolución, que ambas cosas son hermanas, pues ambas son hijas del desorden, me llevaría al presidio donde todavía hoy languidezco.

¡Y todo por devolver un favor a una reliquia andante, a un verdadero Matusalén! La república (esto no me detuve a pensarlo entonces, pero ahora lo tengo bien meditado, y espero que usted, don Francisco, repare en los signos de mi arrepentimiento), de no haber venido con el desastre de las Colonias, no ha de venir nunca no porque tal sistema sea pernicioso (que si lo es, y ahí tenemos como muestra de nación degenerada, a Francia), sino porque en España no hay republicanos ecuánimes, sino bocazas y cantamañanas, monicacos que no alcanzan la categoría de hombres. Tantos meses de presidio me han escarmentado (fíjese, don Francisco, en mi propósito de enmienda). lo que el país necesita es un buena administración y mano dura. Nuestros gobernantes de hoy, maldito si me hacen pizca de gracia, pero, ¿qué harían los cofrade de Salmerón, una vez instalados en el Palacio de Oriente? Como ha dicho el venerable Armando Palacio Valdés, conservador hasta la médula y persona libre de mancha, amén de prolijo novelista «Si con sólo hacer diputados o senadores a los republicanos no se ocupan de otra cosa que de acrecer el bufete, hacer negocios, colocar a sus parientes, vivir bien y darse tono, ¿qué sucederla el día que llegasen al poder?» Palabras que, desde aquí, suscribo (¿quien mayor prueba de lealtad a la Corona?), añadiendo incluso que evolución es siempre mejor que la revolución para mejorar 1a marcha del género humano, y que hacemos mucho más por éste cuando directamente y con tenacidad trabajamos que lanzando nos en aventuras peligrosas. Mejorar la vida de la Humanidad ni es obra de una generación, sino de muchas y de muchos esfuerzos Trabajemos en nuestra esfera por difundir la cultura, que ésta, sólo ésta concluirá con los abusos o al menos los menguará. ¡Viva España! ¡Viva el Rey!

(No deje usted de mostrar este último párrafo, a modo de descargo, en la próxima reunión que tenga con don Juan de la Cierva, Ministro de Gobernación, por ver si así agilizamos el indulto)

A todas estas conclusiones he llegado ahora, cuando la penitencia del castigo y el mero sentido común han aplacado mis fervores juveniles. El hombre nace engañado y muere desengañado como dijo Baltasar Gracián, y yo por entonces aún vivía en el limbo que habitan los ilusos. Recorrí las tierras andaluzas, pronunciando en Círculos y Ateneos un discurso estrambótico sobre el Alma andaluza y otras patochadas limítrofes, y cuando más adormecido tenía a mi público, me destapaba con injurias al clero o a nuestro sacrosanto ejército, o con insinuaciones de dudoso gusto sobre nuestro Rey. En Pueblo Nuevo del Terrible, una localidad cordobesa, nefasta como su topónimo, donde los lugareños sobreviven gracias a las perforaciones del suelo, no me anduve con circunloquios, y eso que una pareja de la Guardia Civil merodeaba por allí: convoqué a los vecinos en la Plaza Mayor (que, por cierto, ostentaba en su centro una picota, como símbolo premonitorio y de mal agüero), y después de repartir unas octavillas entre la concurrencia, improvisé una arenga de puños negros, con veladas referencias al tamaño del testiculario monárquico (que Dios me perdone) y a su trato con meretrices y modistillas. Envalentonado, y en un órdago final, inflamé a los mineros con imágenes de conventos en llamas y caciques con la cabeza clavada en lo alto de aquella picota. Ya para rematar la faena, dije que el Rey (que Dios me perdone y Su Majestad jamás incurra en tan cochino hábito) se escarbaba mucho los oídos, no porque le fabricaran cera, sino porque le rezumaban pus y humores sifilíticos. Los de la Benemérita, que hasta ese momento habían permanecido amodorrados a la sombra de sus capotes, se sobresaltaron con los aplausos y la general rechifla que habían causado mis últimas revelaciones, y corrieron a prenderme por soliviantador y blasfemo. Yo intenté escabullirme, aprovechando el tumulto, pero los jodidos mineros, que un segundo antes jaleaban mis barbaridades, no me dejaron escapar. Fui, en definitiva, confinado en la única celda disponible en Pueblo Nuevo del Terrible (corrķa el mes de marzo del año cinco), donde me hicieron un retrato que luego coloqué en el frontispicio de mi novela Existencias atormentadas. En la fotografía aparezco con mi aspecto de entonces, las greñas algo más crecidas de la cuenta y el bigote ancho, escribiendo o haciendo como que escribo sobre unas cuartillas, con un par de botellas de tintorro sobre la mesa; porque ha de saber usted que los guardias de aquel Pueblo Nuevo del Terrible (¿cabe nombre más macabro para un asentamiento humano?) se dejaban sobornar por una perra gorda; y, en las semanas que en aquel calabozo estuve, nunca me faltó una garrafa en la que refrescar la garganta.

De Pueblo Nuevo del Terrible me llevaron a Cádiz, donde comparecí ante un Consejo de Guerra, como reo de un delito de ¡esa majestad, siendo condenado a catorce años de presidio en el Penal de Ocaña, donde se encierra a los criminales más peligrosos del país. En mi descargo diré que, durante el proceso (sumarísimo y sin las garantías debidas), no formulé queja alguna por no disponer de defensa frente a las acusaciones del tribunal, como tampoco protesté por la pena que se me impuso, pues la consideré en proporcionada correspondencia con la magnitud de mi pecado.

Ingresé, pues, en este penal de Ocaña donde ahora me hallo, en cuya puerta podría campear esa inscripción que el Divino Dante colocó sobre el dintel del infierno. El alcaide, don Segismundo Heno (aunque más acorde con la crueldad de sus instintos hubiese sido apellidarse Híena), me puso al corriente de los métodos inquisitoriales que regían la penitenciaria: métodos que enseguida verifiqué en carne propia, como a continuación detallaré. Durante los primeros meses de encierro, escribí un libro de narraciones, con el título poco meritorio de En la cárcel, que publiqué en una edición paupérrima y desastrosa. El libro, al menos, ya que no reconocimiento, me reportó una cierta fama de preso que se sobrepone a la adversidad mediante el empleo de la pluma, aunque de ella sólo saliesen tartajosas impresiones.

Pero no quiero dejar pasar la ocasión sin hacer una mención al trato que don Segismundo Hiena y sus secuaces dispensan a los reclusos, en todo contrario a las medidas de dulcificación y humanidad que hoy imperan en Europa y usted mismo predica (y a los predicadores yo siempre les aconsejo que desciendan de su púlpito y prediquen a ras de tierra, a ser posible con el ejemplo, pues así la perspectiva mejora). En Ocaña, don Segismundo y su chacales nos infligen las más sanguinarias sevicias: amparándose en un régimen carcelario petrificado en anacronismos medievales, los internos somos bárbaramente apaleados por cualquier minucia, verbigracia, la de no haber cumplido con puntualidad las tareas que nos asignan los cabos de limpieza, mientras ellos, cruzados de brazos, no se dignan tomar entre las manos una escoba. ¿Y qué decir de las feroces palizas que recibimos por no querer delatar las travesuras sin importancia de nuestros compañeros? ¿Y cómo narrar el infierno que sobreviene cada noche? Suena el toque de recuento, y un grupo de carceleros, encabezado por el oficial de llaves, recorre las celdas repartiendo estacazos y -lo que aún resulta más humillante- sometiéndonos a ultrajes espirituales. Una hora más tarde, cuando el toque de queda parece haber puesto fin al sufrimiento, comienzan a oírse a través de los pasillos, como un eco espectral, los ayes de los presos que habitan calabozos de castigo, amarrados en blanca, que en la jerga carcelaria significa, como usted sin duda sabrá, estar sujeto a la pared por una cadena de apenas tres eslabones.

No tardé yo en visitar uno de estos calabozos, y todo por promover entre los reclusos una protesta contra la comida puerca e insuficiente que recibimos, una comida que hubiese hecho suculenta y sabrosa aquélla otra que el licenciado Cabra brindaba a sus pupilos. No me quejaré, para que no se me acuse de tiquismiquis, de que el caldo del rancho sea tan claro que, reflejándose en él, hubiese peligrado Narciso más que en la fuente; tampoco de que las porciones de carne, entre lo que se pega a las uñas y lo que queda entre los dientes, dejen descomulgadas las tripas; o de que el protagonismo del tocino se reduzca a unas visitas someras o enjuagues en la olla. Hay otros motivos de queja más justificados: me consta, mi muy respetado don Francisco, que los cocineros, antes de repartir las escudillas, cambian en ellas el agua de las aceitunas, quiero decir que orinan. Respóndame, ¿no tenia yo razón al protestar por semejante atropello? ¿Acaso el asunto de la alimentación no merece que el lamento de los presos halle eco en la opinión pública y remedio por parte de nuestras piadosas autoridades?

No seguiré pintando con tan grueso trazo el espantoso trato que se nos dispensa. Fui conducido a una celda de castigo y amarrado en blanca con un grillete que, oprimiéndome el tobillo de la pierna izquierda, me obstruía el riego sanguíneo. En poco más de una semana, mi pierna, afeada por una hinchazón cárdena que a punto estuvo de degenerar en gangrena, era tres veces más gruesa que la derecha. Yo me consolaba en mi laceria, recordando a aquel San Simeón Estilita, patrono de funámbulos y volatineros, que vivió encaramado en una columna con un pie en vilo, como las grullas; claro que, al menos, los devotos, para hacerle más liviana la penitencia, le llevaban a San Simeón comida, que él recogía desde arriba atada a la punta de una soga, mientras que a mí los carceleros me tiran el pan sobre el charco de mis orines, sin contemplaciones de ningún género. Así dio comienzo una larga agonía que ya va durando tres años: sólo disfruto de dos horas de claridad diarias, tan esquinado y raquítico es el tragaluz de mi calabozo; la cadena me impide moverme y aun posar el pie izquierdo en el suelo (con lo que, J evacuar, más parezco perro que hombre); y la razón, combatido por la soledad y el insomnio, cada vez con mayor frecuencia se me despeña por los cerros de Úbeda.

Decir que ansío la muerte seria exagerar y mentir, porque nadie se aferra más a la vida que el moribundo. La oscuridad del calabozo me ha hecho nictálope, y no me extrañaría que con el tiempo me haga lechuza o luciérnaga. Una mañana (pero, pan mí, las mañanas no se distinguen de las noches, salvo por el ajetreo de los oficiales que hacen su ronda), escuché un ruidillo como de alguien o algo que escarbaba la pared. Era una rata gorda, vieja, ágil a pesar de la vejez y la gordura, con unos bigotes blancos y unos dientes amarillos de sarro, que se relamía, mientras roía los mendrugos de pan que yo le acercaba, reblandecidos de orines. Le cogí un cariño súbito, irracional, pero el animalito que tenla las pupilas más acostumbradas a la oscuridad que yo mismo, se escabullía después de pegarse el hartazgo, y se refugiaba en su madriguera, que nunca llegué a localizar, por mucho que tanteé todos los rincones del calabozo. Un día, cuando finalmente, tras haber probado todos los trucos y argucias, logré capturarla, la cobijé en mi pecho, le acaricié los bigotes y, agradeciéndole a Dios la compañía que me había brindado su infinita bondad, le pinché al animalito los ojos con un alfiler, para que así, contrarrestada su mayor agilidad con la ceguera, pudiéramos tratarnos de tú a tú, en igualdad de condiciones.

Hermanados en la desgracia, con la noche como única aliada, le fui contando a la rata mi historia con amarguísima delectación, más o menos como ahora se la cuento a usted. Yo fui, durante meses, el lazarillo del animalito, un nuevo santo de Asís que descubre la piedad de Dios en sus criaturas más insignificantes (a veces, incluso, me entraban remordimientos por haberla dejado tuerta de ambos ojos, no se crea). Para nosotros (y ahora hablo en representación del roedor), el tiempo no avanzaba, sino que giraba en torno a un único motivo de dolor: el cautiverio, esa inmovilidad que regulaba nuestra vida en cada una de sus circunstancias, según un patrón invariable. Hasta el sol y la luna nos habían robado; ya podía ser afuera el día luminoso y caliente, que la luz que se filtraba por el tragaluz seguía siendo mortecina, apenas un espejismo miserable y gris.

Por fortuna, la rata seguía compartiendo conmigo esa noche i irremediable: acudía al sonar la corneta del rancho, y se me acercaba piadosamente, guiada por la memoria táctil de sus bigotazos. Una tarde, mientras yo hablaba en voz alta, quizá porque se desprendiera del tenor de mis palabras la muerte de mi fe, un hombre religioso que, sin yo saberlo, me escuchaba, me interrumpió: «-No, no, hijo mío. Debes creer. La misericordia de Dios se extiende hasta los abismos de este infierno». Habla pronunciado estas frases de consuelo un recluso que ocupaba un calabozo frontero al mío, al otro lado del corredor; habla sido canónigo en la catedral de Sevilla, y estaba preso por un robo de , tapices que él no había cometido, sino un hermano suyo a quien i no habla querido denunciar. Ya señalé más arriba que no todos los clérigos son tan Injuriosos y fementidos como aquel jesuita del seminario: aunque el hábito suele hacer al monje, y aunque la clerigalla tienda, por inercia, al abuso y el libertinaje (formas de depravación propiciadas por el imperio que ejercen sobre las almas), siempre se dan honrosísimas excepciones, como la de aquel canónigo, sin cuyo concurso, y a pesar de los servicios que la rata me prestaba, quizá hubiese puesto fin a mi vida, condenándome irremisiblemente.

En efecto, aunque apartado de su profesión pastoral, el clérigo seguía recibiendo muestras de aprecio por parte de sus feligreses más devotos, y aun por parte de algunos compañeros del gremio, junto a las muestras de aprecio (que podrán servir, no lo niego, de apoyo espiritual, pero con eso no se come), a nuestro clérigo de Sevilla, que ocupaba una celda paredaña con la calle, los caritativos transeúntes le echaban viandas y botellas de licor, y hasta pitillos y lápices, y papeles, tantos que al canónigo le bastaban y sobraban para escribir su diario. Puesto que el trueque entre reclusos está prohibido (o monopolizado por oficiales corruptos), amaestré a mi ratita ciega para que, subrepticiamente, y con una cuerda atada a la cola, me sirviese de correo entre el canónigo y yo. Todos los días, la hacía deslizarse por debajo de la puerta di mi calabozo y, sin abandonar una línea recta (la ceguera favorecía esta trayectoria sin meandros), pasar a la celda del canónigo, quien, acogiendo a la rata con toda afabilidad, le amarraba a la cuerda cuartillas, cigarros y a veces un lápiz. Con las cuartillas fui juntando poco a poco un rimero que (ignoro a ciencia cierta cual fue la razón: quizá que la blancura del papel me daba rabia, en contraste con la tenebrosidad del calabozo) estimuló mis aficiones literarias dormidas. Con mucha paciencia y a costa de mis vapuleadas tripas, fui apartando los escasísimos pedazos de tocino que me daban con el rancho, y una vez que hube reunido bastantes, hice con ellos una vela, utilizando como mecha jirones de tela que desgarraba de mi camisa y que, ensartados en los pedazos á tocino, ardían divinamente. De esta guisa, alumbrándome con una vela de fabricación casera y con la pierna izquierda en suspenso, amarrada a la pared por una cadena de no más de medio metro, comencé a pergeñar mi novela Los aventureros del arte, primera -me atrevería a presumir- de cuantas hay en el mundo escrita del mismo modo que las cigüeñas duermen; una novela que mis editores me quitaron de las manos, de tan deseosos como estaban de publicarla, y cuyas galeradas apenas pude corregir, de ahí las erratas que usted habrá notado a poco que haya paseado sus ojos miopes por sus páginas. Y digo ojos miopes, y no me retracto, porque sólo quien padece miopía de espíritu podría, sabiendo -o intuyendo- los muchos desvelos que me ha costado este libro, omitir un juicio indulgente después de haberlo leído. Ahora se me ocurre que quizá no elegí bien al hombre que interceda por mi ante los ministros de Su Majestad para que me saquen de esta cloaca donde agoniza mi juventud.

Al canónigo de Sevilla, en el ínterin, tras demostrarse que el autor del hurto no habla sido él, lo hablan puesto en libertad y repuesto en su canonjía, desde la que me mandaba epístolas de aliento e incluso, aprovechando que la correspondencia de los clérigos no puede ser revisada por los oficiales de la prisión, alguna hostia consagrada que, con los trasiegas y sacudidas que sufre el correo, llegaba hecha migas e inservible para la comunión. Claro que, aunque hubiese estado de una pieza, yo no la habría tomado, pues, como se sabe, recibir a Dios en pecado mortal constituye sacrilegio; de modo que, por no desperdiciar aquel alimento espiritual, espolvoreaba las migas sobre una escudilla y se las daba a mi fiel compañera, la rata ciega, que, acostumbrada al pan rancio, se relamía con la golosina y hacía unas digestiones la mar de ligeras, como si levitase.

Yo, como podrá usted Figurarse, estaba a un punto de la desesperación. Mi libro Existencias atormentadas o Los aventureros del arte no suscitaba el esperado entusiasmo entre sus lectores, quizá porque, aun habiendo frescura y verdad en sus descripciones, le falta cuidar algo más el estilo. Este mal funcionamiento de las ventas me hubiese quitado las ganas de escribir, si la Providencia no hubiese puesto en mi camino a un nuevo carcelero que, contrariando las directrices que recibía del alcaide, trataba de aliviar la pesadumbre de los reclusos con palabras fraternales y estampitas de mujeres en cueros y algún que otro vaso de vino. Fue este carcelero, hombre leído y melancólico, quien, después de haber frecuentado algunas de mis páginas, transportado de admiración (no como otros), me animó a seguir emborronando cuartillas. El Liberal, periódico regentado por don Miguel Moya (ese buen samaritano que, a impulsos de un corazón que no le cabe en el pecho, terminará sacándome de este calabozo, si a usted no le da la gana de proponer al Rey mi indulto), El Liberal, digo, acababa de convocar la tercera edición de su ya prestigioso concurso nacional de cuentos. El carcelero, cuya identidad prefiero ocultar, pues las revelaciones que me hizo aconsejan que la mantenga en el anonimato, verdadero ángel de la guarda, me incitó a participar en este concurso, ofreciéndose a mecanografiar lo que yo escribiese con lápiz; tanto insistió, y tan buenas razones adujo (la mejor de todas, y más determinante, la reservo para el final de esta misiva, no se impaciente), que acepté su proposición. La víspera del día en que se iba a cerrar el concurso, después de que el carcelero me curase la herida que el grillete me había hecho en el tobillo de la pierna izquierda (todas las mañanas, en un ejercicio cotidiano de caridad, me la limpia con agua oxigenada) y me abriese el ingenio con una botella de Valdepeñas, decidí ponerme manos a la obra. En menos de tres horas, sin otros utensilios que unas colillas de lapicero y unos recortes de papel de estraza, ya había escrito El ciego de la flauta, que el carcelero de inmediato sacó en limpio y depositó en la redacción de El Líberal, apenas dos horas antes de cerrarse el plazo. Lo que allí habló el carcelero con don Miguel Moya (confidencias que de momento éste mantiene en secreto, a la espera de que a usted se le ablande el corazón leyendo esta carta), junto a las calidades indiscutibles de mi cuento, hicieron que yo saliese vencedor en el certamen. Todo eso que luego se ha dicho, sobre el asombro que causó a los miembros del jurado que el autor estuviese preso en Ocaña y demás zarandajas, no son sino adornos que se inventa la prensa, pues de sobra sabían los jurados qué cuento tenían que votar. Siguieron las instrucciones de don Miguel Moya, como correctos asalariados, y santas pascuas.

Conque, siquiera por una vez o de casualidad, las intrigas y compadreo vinieron a premiar una obra intrínsecamente valiosa. Esto no lo digo solamente yo (mi presunción no alcanza tales cimas de soberbia), sino quienes leyeron el cuento y convinieron en elogiarlo. Elogios que, aun levantando ruido y polvareda, aun despertando voces que reclamaban la reducción de mi pena y hasta mi indulto, no han conmovido las entrañas del Gobierno. De modo que la vida sigue (para algunos, maravillosamente), mientras yo continúo en esta vasta prisión, donde no soy más que un número en la camisa y una letra sobre el dintel de la puerta de mi celda. No mencionaré, por no alargar más estas cuartillas, y porque (ya lo habrá comprobado usted) detesto regodearme en los pormenores más escabrosos, los atropellos a que me someten algunos oficiales, hijos bastardos de Sodoma, ni la matonería con la que desempeñan su vicio, una matoneria que aúna el sadismo, el sarcasmo más cruel y la hipocresía. No mencionaré abusos de este jaez: la delicadeza de mis sentimientos me lo impide. Sí diré, en cambio, que en mi existencia no hay más acontecimiento que la pena y el desgarro; mido el tiempo (ahora que ya no me queda ni el consuelo de la rata ciega, pues hace poco, en un acceso de vesania, me la comí cruda y casi viva, después de pisotearle el cráneo) por los espasmos de mi dolor, y languidezco en medio de la aflicción, que ya es lo único que me mantiene vivo. Esa desesperación salvaje que antes anidaba en mi, esa amargura llena de ira y angustia, esa rebeldía que me hacia llorar a gritos y proclamar mi arrepentimiento, han sido sustituidas por una tristeza muda, resignada, por una suerte de abandono que me deja impotente ante la injusticia y reclama un desenlace airoso a esta ignominia.

La opresión de la cadena sobre mi tobillo me ha marcado con un marchamo indeleble que se extiende más allá de la hinchazón y las llagas; la soledad me oprime; la comida me corrompe el estómago; la oscuridad me va cubriendo la vista con una telaraña de pesadillas... Sepa usted que ya he sufrido bastante; sepa que ya he purgado mi culpa; sepa que al fin he calibrado mi error; sepa que ya veo con claridad lo que, apenas trasponga la verja de esta cárcel, tengo que hacer para compensar el mal que infligí a Su Majestad; sepa que mi conducta, una vez otorgado el indulto, será intachable y ejemplar, de inquebrantable adhesión a la Corona- sepa que, del mismo modo que, durante mi primer año de reclusión, no hice sino retorcerme de rabia y lamentar mi infortunio, ahora he recapacitado, y hasta en los momentos de mayor envilecimiento y tortura, me digo: «¡Qué oportunidad, santo cielo, qué oportunidad se me abre para iniciar una nueva vida!» Sepa que tiemblo de anticipado placer cuando pienso en las lágrimas que usted derramará al leer estas líneas; sepa que tiemblo de anticipada felicidad cuando pienso en el día en que mi indulto se haga efectivo y pueda expresarle con abrazos y dádivas mi agradecimiento. Sépalo, señor.

Y por si acaso no te diera la gana saberlo, o aun sabiéndolo te hicieras el longui, me guardaré en la recámara las confidencias que me hizo el carcelero, esas mismas confidencias que ya don Miguel Moya, director de El Liberal, conoce, y que aguardan en un cajón una señal mía para aparecer en la portada de su periódico con titulares que hasta los miopes como tú, cabronazo, veréis inevitablemente. Has de saber, ladrón más miserable que el mismísimo Caco, pues éste robaba para que luego los hombres hiciésemos de su nombre un arquetipo, mientras que tú robas para pegarte la vidorra padre y para ponerle los cuernos a tu esposa y para inyectarte la morfina que te inyectas, degenerado inmundo, has de saber que conozco el contubernio que te traes con los alcaides de varias prisiones del Reino, y me he enterado de que, de la suma diaria de cincuenta céntimos que el Estado español consagra para la manutención de los presos, vuestro sucio apetito desvía treinta y cinco a vuestros bolsillos, con lo cual esa flaca suma, queda reducida a un residuo de quince céntimos por preso y día. ¡Así me explico que en el caldo no haya carne, y que la sustancia de la grasa la sustituyan los cocineros con sus meadas! ¡Valiente panda de buitres la que capitaneas, cacho maricón! ¡Valiente servicio el que prestáis a la patria, canallas! No os conformáis con medrar a costa del contribuyente, sino que además robáis a los más necesitados para sufragaras vuestras furcias y vuestras comilonas. No os bastan los billetes que os lleváis cada mes del fondo de reptiles, que encima desviáis partidas del presupuesto. Mira, Paquito, que te aviso, que si no te bajas del peral en el que habite tu segundo apellido te preparo una marimorena como no la has visto en tu vida. Mira, que si no te das prisa en conseguirme ese indulto, a lo mejor sufres en el gaznate la opresión de tu primer apellido. Mira Paquito, rata pestilente (aunque llamarte rata equivale a injuriar la memoria de mi antigua compañera, que en paz descanse), que como no te apresures, de nada te van a servir los méritos acumulados durante tu carrera. Date prisa, mameluco, bestia, bandido, y si la molicie no te permite correr, métete una guindilla por tu asqueroso culo lleno de mierda y de semen, y consígueme ese papelucho firmado por el Rey, o por La Cierva, o por quien cojones corresponda, pero consíguelo raudo, porque como no me vea en la calle en menos de quince días, te vas a enterar de lo que vale un peine. ¡Ah, se me olvidaba! Quiero que me abras una cuenta con cinco mil del ala (ya ves con cuán poco me conformo) en cualquier banco, que me pienso gastar en una sola noche y a tu salud, perro sarnoso, jodiendo con todas las putas de Madrid, en desagravio de los muchos años que llevo sin catar un coño. Así que, ya sabes, quince días te concedo para que efectúes el ingreso; mi compinche el carcelero te dirigirá otra carta, mucho más escueta, porque él no es tan amigo de florituras como yo, en la que te hará parecidos requerimientos. Quedo a la espera de tus noticias, mamarracho, sarasa, morfinómano, y los pies y las manos y la punta del capullo que te los bese tu putísima madre.

 

Pedro Luis de Gálvez
de "La máscara del heroe" - Juan Manuel de Prada
 

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