Efectos colaterales de la inmigración ilegal: los corazones rotos
|

Juan V. Oltra
|
 |
|
Unos cuantos artículos que este nuestro / vuestro minutodigital ha tenido la gentileza de publicarme, se han basado en mis experiencias personales, la pobre visión del mundo que desde mi callejón oscuro puedo tener, partiendo de lo particular a lo general intentando llegar de la anécdota a lo importante. En esta ocasión, la vivencia no la he tenido en primera persona, aunque me la narra alguien de mi más entera confianza: mi mujer.
Ella coincide frecuentemente en la parada del autobús que traslada su organismo al centro de trabajo con un señor con mucha juventud acumulada, de cuerpo contrahecho por la enfermedad y los años y, eso si, con la ropa muy vieja pero muy limpia, imagen viva de lo que el refranero llamaba “pobre pero honrado”. Este señor generalmente lleva de la mano a un niño de color (de color negro, para que vamos a ponernos políticamente correctos a estas alturas), a quien se ve a todas luces como dispensa atenciones sin fin, caricias llenas de ternura eterna.
El pasado sábado, también en la parada del autobús, pero esta vez sólo y con una tristeza infinita, abrió su corazón y por su boca salieron sus penas, desbordadas sobre mi mujer con la confianza que podía darle que ella fuera de las pocas personas que aun le cedían los asientos en el autobús frente a tanto maleducado que anda suelto y sin bozal hoy en día. El niño era su hijo, su madre era una ciudadana de algún remoto país africano que entró en España de forma irregular y que, una vez casada y con niño, obtuvo todos los beneplácitos legales. Ya clara su situación entonó en FA mayor el viejo tema “si te he visto no me acuerdo”, hasta que el juez de turno le da la custodia del niño a la madre y otorga los permisos oportunos de visita al padre.
El padre, necesitado del amor de ese niño (“es una bendición de Dios, Él me lo ha mandado, ya ves, yo tan viejo y con este cuerpo”) lo recoge cada fin de semana. Hay días en que él mismo no come (tiene una pensión de menos de trescientos euros, de donde sale el alquiler de la casa y el dinero que le da a la madre para manutención del niño) pero “al niño nada puede faltarle”. La pena que fatiga su alma es que no va a poder llevarse al niño los quince días que le tocarían de permiso estival: le faltan unos treinta o cuarenta euros para poderle dar de comer.
Dejando de lado la anécdota, que tiene fácil solución (en manos de mi mujer misma, más por un sentido de justicia social que por caridad mal entendida), lo que subyace de fondo es preocupante… el engaño de un anciano para facilitar regularizar una ilegalidad. Y es preocupante porque, con su permiso, me apuesto el riñón derecho y la yema del izquierdo a que no es el único caso.
¿Es justo, es simplemente humano el ver como ancianos sin recursos son estafados por inmigrantes ilegales o, aun peor, por las mafias que gestionan sus entradas en nuestro país, robándoles más que un dinero que no tienen, sus frágiles corazones?. ¿Qué solución puede tener esto, al margen de que no se puede introducir detectores en las almas para saber cuando hay verdadero amor y cuando solo farsa cruel?. A mi solo se me ocurre una, pero ustedes entenderán que, al menos de momento, me la reserve.
|