DESDE EL PEQUEÑO MUNDO
Los cambios de España
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Juan V. Oltra
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Cuando era un adolescente, mis mayores se sorprendían e incluso alguno se alarmaba por la proliferación de una serie de tugurios que a imitación del hermano yankee despachaban preferentemente hamburguesas y refrescos de cola. Aún no habían llegado las cadenas importantes, aunque quizá estos precursores eran aun más ?genuinamente americanos? que los locales donde se nos impone hoy el ?I´m lovin´it?: grandes dibujos de roqueros, mesas de madera alargadas como las que salían en las películas y ketchup a discreción.
Hoy, con las hamburgueserías y otros locales de comida rápida formando parte del escenario de nuestras ciudades, viviendo ya nuestra sociedad a espaldas de la festividad de Todos los Santos y celebrando el Halloween, muestra del triunfo de lo foraneo, aparecen como setas otros establecimientos llamados ?donner kebab? que dan un toque de color (de color cobre, vamos) a nuestras calles.
Puede que mis hijos digan dentro de unos lustros que era un exagerado y que lo verdaderamente alarmante son esos lugares donde puede comerse carne humana a la brasa, no se, pero la sensación que tengo al pasar al lado de alguno de ellos es que estoy perdiendo la España donde nací.
Hay cambios que uno asume como sino normales, si al menos razonables dada la evolución de la sociedad: hace unos pocos años, aún se celebraban homenajes en el día del estudiante caído, Matías Montero. Matías Montero fue asesinado por la espalda por ?Vindicación?, grupo de Santiago Carrillo, quien es hoy el receptor de los homenajes. Esto simplemente corresponde a la clásica vuelta de tortilla, la moldeabilidad de la historia o incluso del Vae Victis de los romanos. Nada nuevo bajo el sol, el cambio de la historia es algo que ya hacía Stalin, adelantado del photoshop, haciendo desaparecer a los disidentes de las fotografías (además de liquidarlos o facturarlos a Siberia, claro).
Estos cambios, incluidas la desaparición de estatuas y el renombrado de calles (algo tonto, yo apuesto por una vieja idea de Álvaro de Laiglesia, quien recomendaba simplemente poner adjetivos y así no volvernos locos: Calle del Mentecato del Presidente Azaña, Plaza del Idiota del General Aranda? así según quien gobernara, bastaría con sustituir los adjetivos por unos laudatorios u otros simplemente insultantes) son moneda de uso corriente y su velocidad es vertiginosa. Algunos cambios son inocentes, otros, los que afectan a nuestras raíces judeocristianas, son realmente duros de asumir.
Vendría ahora la pregunta ¿cómo es posible que en un breve espacio de tiempo una sociedad de un giro casi copernicano?. La respuesta viene, casi siempre, de las urnas. Unas urnas donde no hay que olvidar que la ignorancia vota, miles, cientos de miles de ciudadanos informados únicamente a través de crónicas marranas, que no lee, que no tiene más criterio que el que puede recibir en una barra de bar frente a alguna bebida alcohólica. Unas urnas donde se presentan votantes que solo hacen tres cosas en su vida: votar, pagar su hipoteca y vegetar ante la caja tonta televisiva.
Para combatir el cambio en su lado negativo, pues, queda cambiar al votante mediante una revolución necesaria: la cultural. Una revolución que, por supuesto, nuestros políticos (de izquierda o derecha ¿qué más da?) no quieren enfrentar: les iría el cargo en ello. Y esto me trae al recuerdo una anécdota del ?Espadón de Loja?, el General Narváez, quien durante un Consejo de Ministros que él presidía, escuchó a uno de los ministros decir que antes de firmar una determinada disposición se cortaba la mano derecha. Narváez le respondió. "Usted no se cortará ninguna mano. Con la derecha firmará la disposición y con la izquierda me tocará usted los pelendengues". No me pregunten que alambicado proceso mental me ha traído a la memoria esa anécdota
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