DESDE EL PEQUEÑO MUNDO
La banca del diablo
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Juan V. Oltra
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Antaño no resultaba tan anecdótico como hoy el pedir la nacionalización de la banca. Durante la II República, comunistas y falangistas, por ejemplo, incluían dicha petición en sus programas. Hoy en día, ningún partido político que pretenda tener un mínimo de éxito electoral se atrevería a decir tal cosa, y no por miedo al abandono de sus electores… sino por terror ante una falta de respaldo de sus fiadores, la gran banca. Y es que no hay que morder la mano que te alimenta a menos que pretendas acabar tus días en una perrera o algo peor.
Dicho esto, tengo que añadir que hogaño me gustaría ver como una formación política, fuera esta del color que fuera, no solo incluyera esta idea en su programa sino que lo llevara a la práctica. Hay días en que uno quisiera poder militarizar alguna entidad y aplicar el código militar, a falta de alguno más severo, a las cabezas huecas que la habitan.
Cuando las Cajas de Ahorros llevaban con decencia y parcidad el remolque de “Monte de Piedad”, los clientes, aunque nunca habían sido para esas entidades, convengámoslo, más que unos semovientes capaces de proporcionar lucro, eran al menos conocidos como personas, si bien no para los altos consejos de administración, si para los trabajadores de la entidad. No digo que los trataran como personas, según en que casos, podían ser utilizados como meros felpudos, sino que se les reconocía esa entidad. Hoy, no. Sólo somos números, desengañense.
La aplicación masiva de las nuevas tecnologías ha desplazado a clásica atención al público. ¿Quiere usted sacar dinero?. Al cajero, pero al automático. El humano pasará olímpicamente de usted a menos que la cantidad que desee recuperar baste para comprar la Catedral de Burgos. ¿Quiere pagar un recibo?. Venga usted el lunes de 8:30 a 8:35, descalzo y vestido de Nazareno. Si no es así, sintiéndolo mucho no podrá pagar. No ya cobrar, pagar.
Los bancos aplican la informática y las telecomunicaciones no para hacer mejor las cosas, sino para hacer de forma más rápida lo que ya se hacía mal. Les pondré un ejemplo sufrido en mis propias carnes. Mi odisea empezó cuando me acerqué a pagar a una oficina de Bancaja (antiguamente Caja de Ahorros de Valencia, nombre que por lo visto dejó de ser políticamente correcto por alguna razón que se me escapa) un recibo no domiciliado. Ustedes pensarán: culpa tuya, memo, por no haberlo domiciliado. Sirva como disculpa que se trata de un recibo único, destinado a pagar actividades recreativas de mi hijo durante el mes de julio. Y que cuando la entidad que las organiza, mi propia universidad, propuso al banco la automatización de ese pago Bancaja se opuso, y tal y como popularmente dicen que Don Quijote topó con la Iglesia (frase que por otra parte no figura en el Quijote), con Banco nos hemos estrellado.
Pues bien, los recibos solo se pueden pagar desde cajeros automáticos. Si un directivo observa a un empleado de la sucursal ayudando a un cliente y realizando el cobro a mano, parece ser que está facultado para colgarlo de los pulgares y azotarlo con un látigo de siete garfios ígneos. Bueno, me dije, no debe resistírseme un cajero automático. Que se note que soy doctor en informática, vaya.
Mi gozo en un pozo. De los tres cajeros, uno estaba estropeado, otro, problemas de la tecnología, solo aceptaba tarjetas (no era mi caso) y solo uno era capaz de entenderse con la clásica cartilla. No pasa nada, haré un poco de cola, que para el caso me gustan las recreaciones históricas y esto parecía ya un déjà vu de las colas de posguerra.
Todo llega en la vida, hasta la muerte. Al fin estoy delante de ese engendro del maligno. Introduzco mi cartilla y ¡hop! En un malabarismo digital, la máquina decide escupirla. Oigo murmullos detrás de mi, la cola se impacienta. ¿La he introducido bien?... si, si… será un problema puntual. Probemos de nuevo. Probemos cinco veces más. Ante el mismo resultado y con riesgo evidente de ser linchado por una multitud no demasiado dispuesta a aceptar que acapare el único cajero que funciona correctamente, decido entrar. Pido ayuda, que es una cosa a lo que los españoles no estamos acostumbrados. Una eficiente señorita (creo que ha sido de las pocas veces, pueden contarse con los dedos de una mano, en que he encontrado a un empleado de esa entidad amable) me introduce la cartilla en una máquina interior, por si el problema estaba en la actualización de la misma. Los trucos de Houdini, de Tamarit, del Mago Daño, serian juegos de niños al lado de esa trituradora disfrazada. Mi cartilla es engullida, enganchada y como resultado hay que desmontar el engendro para rescatarla. Una cartilla nueva más tarde, recuperada la calma mientras volvía a hacer cola para acercarme al cajero que todavía no había reventado, logro superar las pruebas. ¡He llegado a introducir la cartilla y decirle a ese estúpido montón de tuercas que quiero pagar un recibo!.
Pero no, poco dura la felicidad en la casa del pobre. El lector de código de barras parece no funcionar. Resulta imposible pagar mi recibo. En el último día de pago, además (no, no soy un tardón. Bancaja emitió los recibos con el tiempo justo para que me llegara a casa un día antes).
Con la sangre en plena ebullición, y ante la falta de soluciones propuestas en la sucursal donde estaba, recurrí al desenlace más típicamente hispano: el pago lo hizo a mano un amigo de mi mujer, director de otra sucursal. Quien a su vez me explicó que el motivo de que no funcionara el lector de código de barras no era hardware, sino software: había pasado la hora en que se aceptaban pagos de recibos. Mi tiempo se había consumido en alharacas tecnológicas en plena lucha contra los cajeros y la falta de sentido común.
Señores directivos: tomen nota. Recuerda demasiado a los inicios de internet en España, cuando el ministerio de hacienda tenía una web que solo funcionaba… de 8:30 a 14:00, ya que cuando se iba a casa el funcionario de turno, apagaba el ordenador que actuaba como servidor. Que país, que paisaje y que paisanaje.
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