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DESDE EL PEQUEÑO MUNDO

Treinta años no es nada

Escribo estas líneas a escasas horas de cumplirse el treinta aniversario de la muerte de Franco. Resulta curioso asistir al espectáculo anual que nos muestra como los medios de comunicación, empeñados durante cincuenta y una semanas en olvidar que alguna vez existió el innombrable que gobernó España durante casi cuarenta años, aplican en esta semana casi todos sus esfuerzos a desenterrar el pasado con artículos, documentales y tertulias. Un pasado que por otra parte desprecian. Un pasado muerto que, como tal, huele.

Y es que son muchos los que se acuerdan de aquel anciano que murió en la cama (Boadella, muy agudo como de costumbre, dijo aquello de que “como todos sabemos, a Franco lo echamos del Pardo nosotros”). Una cama, si me permiten el inciso, y no es por ser puñetero, que era de la ciudad sanitaria La Paz, de la seguridad social, y no del hospital Ruber internacional. En una aparente paradoja, quienes más se acuerdan del otrora llamado centinela de occidente no es la derecha (sería imposible, entre nosotros no hay derecha, solo centro), ni mucho menos la extrema derecha, que cabría en un autobús y aun quedaría sitio para alquilar a un equipo de rugby. Es la izquierda, en todas las facetas, la que no solo lo desentierra ávida de colocarse medallas odios olvidados de una guerra incivil que asoló nuestra piel de toro y que nunca debió empezar, sino que demuestra que necesita a Franco como tótem, como referencia. Ellos, como decía Ángel Palomino, ellos son los verdaderos franquistas. No pueden vivir sin él.

Es por eso que, a las escasas manifestaciones de nostálgicos, circunscritas con la excepción de Madrid con su Valle de los Caídos a unas pocas misas y otras expresiones de luto, se oponen con fiereza múltiples concentraciones de antifascistas, en su inmensa mayoría compuestas por jóvenes, muy jóvenes, casi como aquel escolar que dijo que Franco sucedió a Felipe II (eso no es tan grave, recuerden que Aznar confundió el siglo de Fernando VII). Y si no fuera porque pueden acusarme de tener abundantes prejuicios, casi diría que protestan cubiertos de zarcillos, con extrañas decoraciones en el pelo y una inclinación pronunciada hacia una letra de nuestro alfabeto: la “k”. Y dando una vuelta de tuerca más, que así como otros protestan inmolándose rociándose de gasolina, a alguno de estos le basta con no desprenderse de la mugre. En otras palabras, el 20-N ha pasado de ser una fecha señalada para unos nostálgicos, a ser una cita inexcusable para otro tipo de nostálgicos. Nostálgicos más peligrosos, nostálgicos de algo que no conocieron, haciendo un uso un tanto peculiar de ese espejo retrovisor que es la nostalgia.

Resulta de todos modos un buen negocio, tanto para los medios de comunicación como para las editoriales (yo ya he perdido la cuenta de los títulos que han aparecido al mercado con este aniversario como excusa). Parecía que treinta años era un periodo lo suficientemente amplio para contemplar a Franco como historia, pero no. Y es que, ustedes me perdonaran que señale, hoy tan absurdo es ser franquista hoy como ser antifranquista… y eso sin olvidar que el mero hecho de ser anti algo es realmente estúpido, no deja de ser más que colocar tapones a las ideas.

Claro que como figura responsable de todos los males, como nuevo Satanás de una sociedad atea, no está nada mal; aun recuerdo la estupefacción que me asoló cuando Carod le culpó del hundimiento del barrio del Carmel. Esto me trae a la mente un acertijo que Lincoln les disparaba a sus colaboradores: “Si consideramos la cola de un gato como una pata ¿Cuántas patas tiene un gato?. Los colaboradores solían decir “cinco”, a lo que Lincoln replicaba: “No, cuatro. La realidad no puede ser modificada por muchas suposiciones que hagamos”. Y la realidad es que, para bien o para mal, Franco fue un hombre que vivió y murió. Tiempo pasado. Y del que hoy no deben quedar ni las cenizas. Despertemos a nuestra España diaria y culpémonos de nuestros propios errores.

Juan V. Oltra






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