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Retratos
amarillos (IX) Ángel Palomino Juan V. Oltra |
Hace
poco más de un año nos dejaba Ángel Palomino, una desaparición
silenciada en los medios y que tan sólo unos pocos intentamos que no
quedara oculta en el torbellino mediático. No les cansaré repitiendo el torrente de datos biográficos de aquel toledano de la cosecha de 1919, que en aquella ocasión enumeré. Premio tras premio, desde el Nacional de Literatura al Hucha de Oro, la lista cansaría al más pintado. De igual manera su periplo vital desde que empezó su carrera de Ciencias Químicas, en el Madrid de 1935, hasta su muerte en el 2004, está repleto de tantas anécdotas, es tan pleno que, mejor, dejemos que sea él mismo, gran tímido a quien agobiaban las apariciones públicas, quien lo resuma: Según
consta en los ficheros adecuados, soy novelista, ensayista, poeta y
periodista. Quizá convenga añadir algo que no figura en esas fichas
literarias, pero sí en los resúmenes biográficos. A
estas alturas puedo decir que he vivido tres vidas completas, y
cualquiera de ellas sería suficiente para un ser humano en este mundo
que con frecuencia llamamos valle de lágrimas y que para mí, gracias
a Dios, ha sido un valle si no de flores, sí de frutos. He
vivido tres vidas: militar, ejecutivo de empresas turísticas y
escritor. En la vida de militar tuve las más variadas experiencias:
la guerra, con buenos resultados, el mando de tropas extranjeras en África,
capitaneando soldados y oficiales árabes aguerridos y muy
disciplinados, que vestían uniformes exóticos y vistosos, y me
permitió pasearme a caballo con capa blanca y cabalgar de día y de
noche por las arenas del Sahel y conocer a fondo la vida de unos
antepasados, los moros, que se quedaron anclados en la Edad Media.
Finalmente la experiencia de la enseñanza militar como profesor en la
Academia de Infantería, en Toledo. Esta biografía hubiese sido
suficiente para muchos militares, y puedo asegurar que hoy en el ejército
español, más de cuatro capitanes generales quisieran poder apuntarse
algo parecido. No porque en mi vida haya nada importante, sino porque
a ellos les faltó ocasión. Afortunadamente para todos. En
la vida de director de hotel, tuve la satisfacción de vivir el boom
turístico y dirigir hoteles de lujo, viajar como hombre de negocios
por Europa, América y África y terminé como director general y
vicepresidente de una cadena de empresas hoteleras. Otra biografía
completa que llenaría sobradamente la vida de un profesional del
turismo. Mí vida de escritor ha estado mezclada con las otras dos.
Siempre fui escritor y otra cosa, y mis primeras colaboraciones en !a
vieja y querida Codorniz las enviaba desde Marruecos. Álvaro de la
Iglesia decía que mis cartas llevaban a su atareada mesa de maestro,
arenas de desierto. En esta vida de escritor he conseguido grandes
satisfacciones, alguna fama, (premios como poeta, premios como
narrador, y en periodismo premios y ese galardón que es la actividad
de columnista, con recuadro, en dos publicaciones un diario y un
semanario). He publicado todos mis libros y alcancé el “Premio
Nacional de Literatura Novela Miguel de Cervantes” entre otros
premios. Otra biografía —y ésta sigue en marcha aunque sería
suficiente para la vida de un escritor. No digo estas cosas por
vanidad sino porque mi obra de escritor es una consecuencia de ellas,
y porque de una cosa estoy seguro: yo me he realizado. Eso que el
hombre anda buscando años y años, eso que algunos jamás consiguen,
realizarse, yo lo he hecho tres veces. Ya nunca seré un malogrado. Dios me ha dado mucho...
De
su obra, grande en tamaño y calidad, podríamos destacar títulos y títulos
sin parar, empezando por los cuentos, su género mimado (infantiles
como "Informe a la superioridad" o adultos como
"Plan Marshall para cincuenta minutos"), pero
continuando hasta llegar a la novela, con éxitos eternos como “Zamora
y Gomorra (el personaje es la Maledicencia)” o “Torremolinos
Gran Hotel (testimonio biográfico en un 20 por 100)”. Y, por
supuesto, sin olvidar que su vasto conocimiento de los acontecimientos
históricos le permitió escribir un gran número de ensayos, siendo
su última obra precisamente "Francisco Franco",
editado conjuntamente por ediciones B en el mismo volumen con otro de
Paul Preston. Y
aunque no quería autocitarme, no puedo dejar de transcribir un párrafo
que hace más de un año escribí para su obituario: No
puedo dejar de citar un par de obras por separado. Su "Pseudo
García Márquez, pseudo Cela",
demuestra su grandeza al atreverse a jugar a algo muy peligroso:
imitar los estilos de otros autores. El no sólo tener un estilo
propio e inconfundible, sino poder además emular a grandes de la
literatura como si fuera un clásico negro demuestra algo más que
versatilidad. Por último, "Este
muerto no soy yo",
obra jocosa donde la informática irrumpe en la vida del protagonista
como un elefante en una cacharrería, además de desternillante trae
muchos agradables recuerdos a mi mente. Precisé dar una copia de unas
páginas de su obra a mis alumnos por lo que le solicité su permiso:
la autorización que me mandó me permitía no sólo emplear las páginas
sino prácticamente reimprimir el libro. Verdaderamente, todo un
caballero, lo que redondea su perfil |
Para
saber más de Ángel
Palomino ·
El
periódico del siglo.
Prensa Española, Madrid, 2003. Obras de Ángel Palomino, sin ánimo exhaustivo Ensayo: Novela
y cuento: Poesía: Artículos:
Su obra ASÍ
OKUPARON NUMANCIA Lorenzo
Numancia, bodega bar Numancia, no los traga, ha firmado papeles,
cartas y denuncias protestando por la invasión. Su calle es otra
desde que ellos llegaron: los okupas. Nunca
entran menos de dos o tres juntos. Compran botellones de cerveza, pan,
vino barato, chocolate. Pagan con dinero de mendigo, de economía
sumergida, calderilla menuda, y rara vez con billetes muy sobados;
acostumbran a decir que les faltan unas monedas para completar el
total. —Son
ciento treinta y seis pesetas. —Cincuenta...
cien... ciento veinticinco; vale. —No
vale, faltan once pesetas. —Vale;
otro día, más. El
ciudadano Numancia protesta, pero los okupas no le miran; se van. Ni
siquiera sonríen con cara de pasarlo bien; tampoco huyen como quien
ha cometido una pequeña tropelía: sólo se van. Cuando
Numancia protesta porque roban alguna cosilla de las que están al
alcance de los clientes, reaccionan lo mismo, nada, como si no lo
oyeran. —Os
voy a denunciar, sinvergüenzas. No, no contestan, ¿para qué?, ese
hombre habla por hablar. ¿Con qué cara va nadie a la comisaría a
denunciar que le han robado un paquete de chicle o una latita de jugo
de piña? El
cartel se lo encargó a un cliente pintor; él se autodefine en broma
«técnico auxiliar de ambientación de espacios arquitectónicos».
El texto es breve y concluyente: «SE
RESERVA EL DERECHO DE ADMISIÓN» Lo
pintó —mientras fumaba un pitillo— en cartón de caja de Solán
de Cabras, con caligrafía inglesa y orla renacentista. No cobró el
trabajo. —Me
das otra caña y luego, a la tarde, un cafelito, ¿vale? El
artificio pareció funcionar asombrosamente bien cuando a los tres
primeros que llegaron les señaló Lorenzo el cartelito negándoles el
derecho a entrar. Esperaba protestas, amenazas. Ni mu: dieron media
vuelta sin abrir el pico y se marcharon. Media hora después volvieron
con un policía nacional y un periodista, Juanito del Corro. No
tuvo suerte Lorenzo. Podía haber elegido otro día y otros okupas:
uno de aquéllos era marroquí, moro de Larache, blanco, y vestido de
europeo guarro inclasificable: camiseta, vaqueros y zapatones. Cara de
buen chico. —Estos
señores dicen que usted les niega la entrada en su establecimiento. Una
frase fría y correcta, pero el pobre policía sudaba. Cumplía órdenes
de un comisario que no deseaba complicaciones con la Oficina de
Defensa del Emigrante y demás organizaciones no gubernamentales de
solidaridad con los desprotegidos y lucha contra el racismo. Inocente,
candido, Lorenzo, que había decidido plantar cara a la chusma, miró
a su alrededor fingiendo perplejidad. —¿Qué
señores? No veo ni uno. El
policía estaba de parte del bodeguero; íntimamente le reventaba
cumplir la orden del comisario; hubiese preferido encerrarse con los
okupas en el sótano del cuartelillo y cagarse en su puta madre, pero
aquel gesto modificó ligeramente su favorable disposición hacia el
bodeguero. No tanto como para mentarle a la madre, pero se sintió
ofendido; era un representante de la autoridad; el denunciado se lo
tomaba a pitorreo, y eso, no. —Éstos
—respondió con sequedad. Ya
no añadió señores, como reconociendo que había motivos para
extrañarse del tratamiento. El
periodista, que había permanecido en expectante silencio, se fue a un
rincón, tiró de telefonía móvil y pidió un fotógrafo mientras
Lorenzo Numancia se esforzaba en contener un ridículo desorden
muscular: los nervios le tetanizaban un párpado. —Es
que en este establecimiento, mire usted —y señaló el cartelito. Juanito
del Corro se guardó el teléfono y, recostándose en el mostrador,
echó mano de su pobre repertorio de tópicos. —¿Discrimina
usted a los ciudadanos marroquíes? El maldito párpado no se estaba
quieto. —Con
usted no hablaba, señor. El
policía, fluctuando entre unas y otras animadversiones —los okupas
le caían fatal, el bodeguero le estaba resultando un poco chulo y el
periodista le parecía un zascandil dispuesto a empeorar la situación
para tener algo que contar—, miró de reojo a Del Corro y trató de
evitar que añadiese leña al fuego. —Usted
cállese. —Soy
periodista —y sacó una tarjeta de identificación—; tengo
tanto derecho... —Yo
no estoy aquí por derecho, estoy por obligación. —Está
usted presenciando un acto de racismo. A este súbdito marroquí se le
niega el acceso a un lugar público. Lorenzo,
sin dejar de contener con suave masaje el desate del párpado, salvó
en dos pasos la distancia que le separaba del periodista. —Uno,
yo no soy racista, ¿sabe usted? Dos, esos tíos no son marroquíes, y
tres, usted no es nadie, así que se reserva el derecho de admisión,
a usted también, conque ya puede coger la puerta, en este
establecimiento no se le admite. Para
el policía, el asunto estaba claro: aquello no tenía arreglo; había
llegado el momento de hacer un gesto de autoridad. Y
se marchó. Pero antes —ése fue el gesto—, desde la puerta,
sonriente, dijo señalando el cartelito: —Eso
carece de validez. Las
mismas palabras que le había dicho el comisario. El
bodeguero, súbitamente tranquilo, se fue a la puerta y
dijo a los okupas, al periodista y a dos clientes que se estaban
tomando un café: —Lo
siento, pero estoy solo y me ha dado un apretón de vientre. Voy a
cerrar. —¿No
te cobras los cafés, Lorenzo? —preguntó uno de los clientes. —No
puedo, invita la casa. Vamos, salgan, por favor. Los
okupas se engallaron con gestos y expresiones de protesta; el
periodista empezaba a hacer preguntas en tono impertinente, pero uno
de los clientes, Manolo el de los Talegos, fornido conductor de un
furgón dedicado al transporte de caudales, dijo conciliador: —Venga,
hombre, ¿no veis que se está cagando? Lorenzo Numancia, sin quitarse
la chaquetilla blanca ni el delantal, echó el cierre al tiempo que la
clientela evacuaba el local, se fue a la comisaría y pidió al policía
—el mismo policía— que le pusiese al habla con el comisario. —No
creo que le reciba; si es por lo del morito y los otros
dos, no se moleste usted, tienen razón ellos. —¿Qué
moro ni moro?, yo no sé si es moro alguno de esos tíos, son gentuza
y lo sabe usted, son okupas, ni moros ni cristianos, okupas,
delincuentes, gentuza; a ver si van a tener más derechos los
maleantes que las personas honradas. —Es
lo primero que han dicho, no lo niegan, al contrario, antes de
denunciarle lo han dicho, que son okupas y tienen la orden de
desahucio para dentro de tres meses, o sea, que el comisario lo sabe y
no puede hacer nada. Ni el comisario ni usted; en su bar pueden entrar
como todo el mundo. —Todos
los días entran y me roban a cara descubierta, cachondeándose
encima, provocando. —Pues
denúncielo. —¿El
qué, que me han robado una bolsa de patatas fritas? Venga ya, hombre,
se mueren ustedes de risa. —Pues
sí, la verdad. —Mire
usted: esa chusma llegó una noche, de madrugada, y por la mañana
supimos que los teníamos de vecinos. Febrero
tenía cara de perro. Los vecinos del tercio medio de la calle de
Santa Isabel se encontraron con que los antes desiertos y
desvencijados balcones de la casa de los herederos de doña Blanca
Bariandía —totalmente deshabitada desde 1991— mostraban unos
cartelones anunciando la presencia de nuevos vecinos: «Casa
Okupada», «Dejarnos en Paz». Antes
de que alguien reaccionara, pasaron tres días, lo que consolidó el
derecho de los invasores a permanecer en el territorio ocupado, es
decir, «okupado». El hecho consumado de una pernoctación impide el
desalojo si no es mediante orden judicial: seis meses de plazo. A
lo largo de esos seis meses, los okupas viven como dueños del
edificio; mientras tanto exploran la ciudad en busca de futuro
asentamiento. El día en que, al fin, la sociedad egoísta y
capitalista procede a privarlos de techo —para lo que se precisa la
intervención de una unidad de geos o de policía antidisturbios—,
los desalojados se dispersan por la ciudad, convergen después, a la
hora convenida, y hacen saltar la puerta de otra casa abandonada. Ya
tienen alojamiento para otros seis meses. A
partir del incidente «racista» las relaciones de Lorenzo con los
depredadores empeoraron: además de pequeños robos, insultos.
Empezaba el asedio del Numancia. La
declaración de guerra se inició con pintadas en la fachada del bar y
carteles en los balcones: «Lorenzo, racista», «Numancia, fascista»,
«Próximo cierre por liquidación», «En la calle no mandas, esto no
es Ruanda». Cosas
así. El
cóctel lo ofrece un modista francés que estrena perfume. Muchos
invitados, modelos, misses, artistas de cine, bailaoras
temperamentales, jóvenes toreros de casta y dinastía, divorciadas de
escándalo, ex maridos de oro y gomina, todos los periodistas de la
prensa cardiogenital y algún político de la nómina Hermida: Claudia,
naturalmente, con Tacho, su compañero sentimental. Con
tristeza mira Claudia el jugo de tomate y la pinza habilísima con que
su hombre ha trincado de una sola vez tres lustrosas lonchitas de
jabugo. Un timbre agudo la distrae de su melancólica contemplación.
Abre el bolso y saca el telefonito. Habla poco. —Sí...
Vale... Quietos ahí. Que no salga nadie... diles que esperen a que
llegue vuestro abogado, voy pallá. Cuando
Claudia llega a Santa Isabel, después de dejar el coche en doble fila
cerca de Antón Martín, treinta policías antidisturbios están
alineados frente a la casa okupada. Detrás, una muchedumbre civil,
urbana, desesperada y agresiva pide soluciones de acuerdo con las
heterogéneas preferencias de unos y otros. Hay quien pide que le
metan fuego al edificio «con todas esas alimañas dentro»; quien
prefiere que entren los policías con las metralletas disparando a
ciegas; otros quieren verlos salir encadenados y que desfilen por la
calle al alcance de sus manos para arrancarles los pelos y sacarles
los ojos; los más benévolos se contentan con que los manden a
trabajar en un pantano, que buena falta hace. Antes han intervenido
—y chaqueteado— las dotaciones de tres coches patrulla de la policía
municipal. Pidieron el relevo después de aguantar un clamor
libertario de improperios y ver cómo a sus pies se estrellaban
botellas de cerveza, latas de refrescos —y una mierda envuelta en
papel de periódico—, arrojadas desde los balcones sin ánimo de
acertar y herir, sólo de manifestar repulsa, desprecio y amor a la
libertad: «Dejarnos en Paz.» Dos
ambulancias de Samur, sirena al viento, se abren paso camino del
hospital 12 de Octubre. En ellas son evacuados Lorenzo, Paquito y
Orestes Numancia: el dueño del bar Numancia y sus dos hijos. Primero
entraron seis. De golpe. Pisando fuerte. Pidieron seis cervezas.
Lorenzo Numancia no quería que sus hijos tuviesen enfrentamientos con
«los cucarachos» —así los llamaban—, pero los chicos, cada día,
al salir de clase volaban en defensa de su pequeña Numancia. —Salid
a la calle y, si me oís que grito ¡policía!, avisáis al señor
Bernabé el frutero: él llamará corriendo a los guardias. Está todo
preparado; hale, a la calle y, pase lo que pase, no entréis hasta que
lleguen los refuerzos. Paquito
y Orestes se fueron a la acera de enfrente. Mientras Lorenzo colocaba
en el pequeño mostrador las seis botellitas de cerveza entraron
diez okupas más; los primeros seis les dejaron libre la barra y
empezaron a coger cosas en forma correcta, propia de clientes
habituales y honrados. —Eh,
Numancia, que cojo un paquete de panchitos. —Yo
dos barras de chicle. —Apunta
esto, Numancia. —Y le enseñaba una tableta de chocolate. Lorenzo
había puesto ya los doce botellines en el mostrador y, sin mucha fe
en el resultado de su intento, inició la evaluación. —Vamos
a ver, tú, una cerveza y las patatas: doscientas veintiocho pelas; tú,
una cerveza y las galletas: doscientas diez; tú, cerveza y gambitas:
doscientas veintiocho; tú, ciento noventa. Y
cambiaron de actitud: reían más y todos respondían lo mismo. —Apúntatelo
con tiza en el culo. Todos: era una consigna. —¿No
piensa pagar nadie? —preguntó con calma. Su trabajo le costó. —¿Quieres
no ser plasta, Numancia? Claro que vamos a pagar, pon otra ronda de
birras. —Primero
pagáis y luego pedís lo que os apetezca. Dos
de ellos saltaron el mostrador y empezaron a sacar cervezas. Entonces
Lorenzo dio el grito convenido: «¡Policía!» Orestes, el hijo
menor, corrió a la frutería. El señor Bernabé no necesitó oírle
ni una palabra, tenía codificado el número del cuartelillo, pulsó
el botón y, cuando le respondieron, transmitió la consigna
convenida. Impacientes,
Orestes y Paquito entraron apartando a codazos a los invasores; unos
tenían a Lorenzo sujeto y otros repartían género con liberalidad.
Empezaron las bofetadas; el pequeño bar hizo honor a su nombre;
peleaban como numantinos, con la esperanza puesta en la columna
liberadora. A Lorenzo, sujeto, le sacudían a placer y los chicos
recibían más leña de la que daban. El
cuarto de hora que tardaron en llegar las fuerzas del orden les pareció
larguísimo. Se anunciaron desde lejos haciendo sonar sus sirenas
tremebundas. Al oírlas, los okupas dejaron de combatir y salieron a
la calle, cuando apareció la policía le hicieron un corte de mangas
a la autoridad y se retiraron ordenadamente a su fortaleza
inexpugnable. Inexpugnable, no por blindajes, defensas materiales o
armamento: su coraza era la ley. En el bar quedaban con las caras
cubiertas de sangre y el cuerpo molido los dos hermanos Numancia y su
padre; el aspecto de los heridos era alarmante. El señor Bernabé el
frutero corrió al teléfono y pidió auxilio: «Tres heridos gravísimos»,
dijo, y en diez minutos tenía allí dos ambulancias con auxilios quirúrgicos. El
jefe de la fuerza, teniente López, tras requerir la atención general
con toques de corneta, habló por un megáfono. —Escuchen.
Salgan los que han participado en la reyerta o tendremos que entrar
por la fuerza. Silencio. El
teniente repitió la orden dos veces. Tras la tercera, se abrió un
balcón y apareció Olga la Polaka, «compañera» (o «tronca») de
Andrés Bergal, pintor de marinas. Olga no es polaca; sólo rubia y
alta, por eso le han puesto el mote, y lo escriben con «k» porque es
letra de prestigio en el mundo okupa. Tampoco se llama Olga, su nombre
es Presentación García. El compañero no es okupa violento; sólo en
las acciones defensivas de resistencia al desalojo; entonces se pone
como un tigre. Olga lleva un bebé en brazos; no es suyo, pero lo
parece; la enternecedora presencia de una madre rubia y lactante
transfigura la situación como si un batallón de ángeles se
hubiesen hecho cargo del asunto. El teniente López no se conmueve,
sabe que es una maniobra de manual: está en el guión. —¡Qué
cabrones! Es
lo único que se le ocurre al ver cómo Olga saca un pecho al que
arrima la carita del crío. Claudia
se abre paso entre el vecindario que pide justicia y penas de muerte a
barullo. Alguien la identifica: —¡Ahí
va la gorda! ¡Fuera, vete a tu barrio con esos guarros, gorda, llévatelos! Señoras
gordas, vecinas del barrio, la rodean y le reprochan su obesidad con
malos modos. Claudia no se amilana, reparte sonrisas y sigue, oronda,
adelante. —Por
favor, compañeras. —Yo
no soy compañera tuya, gordinflas, vete. Avanza como chinchorro en
mar picada, hasta llegar al cordón policial. Se dirige a un policía
que está quieto como un muñeco del Museo del Ejército. Es joven,
fornido y, pese a la tensión del momento, tiene rostro amable de buen
chico. —¿Quién
es el jefe de la fuerza? —le pregunta. Pero el rostro amable no
mueve un solo músculo; ni pestañea. El
corneta hace un gesto al teniente López y le señala, con la
barbilla, a Claudia. —¡La
que faltaba! La
abogada consigue llegar hasta el oficial. Como habituada a peloteras,
broncas y abucheos —ella dice que en los tumultos tiene sordera de
picador de reses bravas—, avanza entre el público sin darse por enterada
de los insultos. Ni de los aplausos, que también los hay. —¿Es
usted el comandante de la fuerza? El teniente López la conoce muy
bien: el teniente, los policías, el vecindario y los okupas. Pero
contesta como si la tomase por una vecina alborotadora. —Apártese
y no moleste. —Yo
no molesto, soy abogada y vengo requerida por los ocupantes de esa
finca. ¿Puedo saber cuál es su misión? —Le
he dicho que no moleste: circule. —Ahora
circularé, señor oficial; voy a entrar ahí. Como abogada debo
advertirle de que no puede forzar esa puerta ni practicar detenciones
dentro de la finca, salvo que sea portador de una orden judicial
fundamentada. El
teniente lo esperaba desde que la vio: ésta viene a solucionar la
papeleta, nos va a facilitar las cosas un montón si acierto a
comportarme como un zoquete. —Muy
bien, abogada, ahí la necesitan. Esos individuos han asaltado un
establecimiento, causando heridas graves a tres personas. Y los voy a
llevar al juez por las buenas o por las malas. Ande, dígaselo. —Okey,
teniente, pero por las malas, nada, hágame caso. Cumpla su deber sin
salirse de la legalidad vigente: estamos en un Estado de derecho. El
teniente se inclina, con gesto amable, hacia adelante y le dice al oído. —No
molestes, gorda. Esfúmate. Claudia
sonríe: qué bien, ya lo tengo cabreado, éste mete la pata antes de
que el gallo cante tres veces. Y se dirige con paso tranquilo hacia la
puerta. Olga finge amamantar al crío, que está dormido. En los
balcones, los okupas despliegan carteles: «La violencia sois vosotros»,
«Prohibido el paso a borregos, carroñeros, bodegueros racistas y
verdugos», «Dejadnos en Paz». Esta vez, como deseando acentuar la
corrección en sus actos, han escrito «dejadnos». El
teniente López entra en la bodega bar Numancia, enciende un pitillo y
habla por radio con su capitán. —Estoy
esperando que llegue la orden del juez; en cuanto la tenga, se lo digo
y saldrán pacíficamente; está con ellos la Claudia, la gorda. A
Claudia la recibe el Comité de Lucha de la KOU (Konfederación
de Okupas Urbanos). El comité central de la Konfederación está
formado por diecinueve cabecillas o kapos —uno por edificio okupado—
que en caso de conflicto designa un comité de sólo cinco personas,
cuatro de ellos kapos, para dirigir la contienda. Uno es el kapo de la
casa en lucha. El de Santa Isabel es punky con cresta rubia platino
que su dinero le cuesta; se llama Ceferino Cermeño, de apodo tribal Ce-Ce,
y lo acompaña Andrés Bergal, el compañero de la Polaka. Es la
composición habitual del comité; el kapo de la casa lleva a su lado
un okupa del sector «intelectuales y artistas», a ser posible casado
y con hijos, circunstancias que no se dan en Andrés, pero está liado
con la aparentemente dulce Olga que coge prestado un bebé cuando
conviene. Los acompañan kapos de otras fincas invadidas, el de Andrés
Mellado, el de Pardiñas y el de Tutor. Todos conocen a la gorda y la
acogen con cordiales besuquees. —Venga,
Ce-Cé, cuéntame. Brevemente:
el hijoputa del bodeguero se mosquea cada vez que le birlan una mierda
de chicle o se le van sin pagarle unas cervezas, qué cabronazo, no
tiene conciencia social ni sabe lo que es la solidaridad, y el tío
chorizo puso un letrero fascista, que se reserva el derecho de admisión,
nosotros le denunciamos pacíficamente en la comisaría, o sea, no nos
va esta mierda del Estado de derecho, pero seguimos sus reglas y
pusimos por delante a Belkader, que es morangui, inmigrante, pero
legal, con papeles, y nos dieron la razón, que el fascista se metiera
el letrero en el ojete, cojonudo, desde entonces le llevamos bien
jodido y el tío se ha traído a los hijoputas de sus niños para
acojonarnos, y además, la verdad, esta casa está hecha una mierda,
ya no nos vale, Claudia, los vecinos están hasta los huevos de
nosotros y nosotros de ellos, ya saben decir lo de la alarma social,
hay que cambiar de chabola, tenemos dos controladas, muy buenas,
conque hoy hemos ido en plan mogollón a hostiarlos y eso es lo que
hay, los tres al hospital, el local hecho una mierda y los maderos ya
lo ves, sitiándonos. Suena
la voz amplificada del teniente López: —Que
salgan los que han intervenido en el asalto a la bodega bar Numancia.
No vamos a hacerles nada, sólo es para acompañarlos al juzgado, que
declaren y nada más. Si no salen, entraremos por la fuerza. El
niño de Olga, sobresaltado por el altavoz, empieza a llorar. Un
periodista dirá que «desgarradoramente», pero sólo berrea como
cualquier bebé a quien despierta un teniente dando gritos. —¡Guarra!
—grita una vecina—. ¡Métete pa dentro, putón, no abuses de la
criatura! Varios
vecinos apoyan el consejo y lo refuerzan con insultos de diferente
calaña: mamona, piejosa, zorra, elementa, malgüele,
lagartija, tipeja, roñosa, sidosa asquerosa, y mientras unos aluden
al niño como «esa pobre criatura» o «ese inocente», la mayoría
lo tratan con inhumano desprecio: «la mierdaelniño». Claudia
dice a los okupas que contesten sin asomarse, insulto por insulto,
durante medio minuto. La tribu desencadena una tormenta de palabrotas
que cesa de pronto cuando la abogada levanta los brazos y los deja
caer enérgicamente como un director de orquesta. —Ahora
esperáis; voy a hablar con la represión. Aparece en la puerta y se
produce división de opiniones: algunos aplauden el populismo fácil
de sus latiguillos demagógicos en el Parlamento y en las tertulias de
televisión; otros la tratan peor aún que a Olga. Ella levanta los
brazos discretamente, como quien, halagada, apacigua entusiasmos, y
desparrama una sonrisa cómplice dirigida a los simpatizantes. El
teniente López no se inmuta; su mirada pasa por encima de la cabeza
de Claudia; es como si no existiera, pero ella está allí. —Señor
teniente, le hablo como letrada al servicio de los ciudadanos acosados
en esa casa. No están dispuestos a salir. Tendrá usted que entrar
por la fuerza, pero si lo hiciera, le advierto de que su actuación
sería ilegal y mis defendidos ejercerían las acciones judiciales
pertinentes. El
teniente permanece impertérrito. —Circule
—dice un cabo. Pero
ella se enfrenta con calma al teniente: —Conste
que está usted advertido. Y
entonces, de la boca semiabierta del oficial sale una vocecilla
atiplada de ventrílocuo: —Que
te folle un camello, retaca. No
ha movido los labios. Ni ha mirado a Claudia, que, sin darse por
enterada, vuelve a la casa y pide un porro a Ce-Cé. Alguien
arrima cinco butacas en bastante buen estado, recogidas de un
contenedor de escombros pocos días antes. Claudia les explica una
lección que todos conocen; podría titularse «Fase final de una
okupación y principio de la siguiente». —Pero
aquí —concluye la abogada— existen unas peculiares condiciones
objetivas que son la leche; habéis dado un salto cualitativo: tres tíos
al hospital. Han
llegado Tele Madrid, Antena 3, varias emisoras de radio y treinta
policías más al mando del teniente Balmaseda y del capitán Torres
Capadell, que se encargará del trabajo de zurrar a la tribu; ellos lo
llaman «el operativo». Los
de Tele Madrid han entrado en la casa y el comité les ha permitido
entrevistar a Olga con el crío y a su compañero pintando un cuadrito
en el caballete. Después, a otras dos parejas con niños; han dicho
que sólo quieren trabajo para dar de comer a sus hijos, un techo
digno para alojar a sus hijos. También han pedido justicia sin
concretar más. Claudia, en un desdichadísimo primer plano de su boca
y el lunar velludo, ha declarado que la sociedad es culpable y que con
la represión no se soluciona el escándalo del racismo, la marginación
y el acoso a los desprotegidos. —¡Habla
el capitán de la fuerza! ¡Me acaban de entregar un mandamiento
judicial para detener a los denunciados por el asalto a la bodega bar
Numancia: les doy tres minutos para salir sin violencia! ¡Sólo
tienen que pasar por el juzgado y declarar! ¡Nada más: empiezo a
contar los tres minutos! Más
tarde les comunica que sólo quedaban dos minutos y, luego, uno.
Cuando sólo faltan treinta segundos, sale la abogada seguida de doce
de los asaltantes del bar. —Mis
representados solicitan protección del Estado para comparecer ante el
juez de guardia. Los
balcones de la casa okupada hablan al pueblo y a los medios
informativos con nuevos carteles: «Justicia contra los violentos»,
«No más racismo», «Numancia, fascista». Paz
en la calle. Las fuerzas se retiran llevándose en un furgón a los
doce okupas. Claudia busca su coche, quita del parabrisas el papelito
de la denuncia habitual por abandono del vehículo, infringiendo las
ordenanzas municipales, autonómicas y nacionales, y se va a aparcar
mal cerca de la plaza de Castilla, en la que se han concentrado cerca
de cien desarrapados de otras comunidades. Cuando llega al juzgado
encuentra a sus defendidos despatarrados en los pasillos, esperando
ser llamados a declarar. Antes de que el juez ordene que se inicien
los interrogatorios, la abogada entra en el juzgado repartiendo besos
y palmadas en espaldas, hombros y cogotes de los funcionarios. Todos
bromean con ella. Finalmente habla muy en serio con el secretario: —Deseo hacer constar que estos señores han venido voluntariamente, protegidos por la fuerza pública, después de manifestar su deseo de comparecer ante el señor juez para denunciar una agresión. A las once treinta de la noche, doce ciudadanos libres, serios, displicentes, tranquilos, emergen de la estación del metro de Antón Martín y se adentran en la calle de Santa Isabel. Los okupas vuelven al territorio okupado: su casa. Según la versión más difundida por la radio —que reproducirá la prensa del día siguiente—, tras asaltar la bodega bar Numancia y enviar al hospital al dueño y a sus dos hijos, comparecieron en el juzgado para denunciar a Lorenzo, Francisco y Orestes Numancia, conocidos racistas, por agresión y malos tratos de palabra y obra que los habían obligado a actuar en defensa propia con energía proporcionada a la violencia de que fueron víctimas. Lorenzo
Numancia y sus hijos son dados de alta en el hospital después de ser
curados de diversos traumatismos, entre los que se aprecian
luxaciones, hematomas, heridas contusas que han requerido suturas de
hasta veinte grapas, una fractura y varias mordeduras de perro, del
perro Paco, un pastor alemán abandonado en el verano y
arrimado a Ce-Cé en busca de amo. Al verlo con su cresta platino y
tanto colgajo debió de pensar que no era uno de esos seres poco
fiables que abandonan a sus perros: un hombre. Quizá por eso mordió
con tanto entusiasmo a los numantinos. —Tenemos
que ir a denunciar a esos tíos —dice Paquito. —Mañana
—decide Lorenzo—; primero vamos a ver cómo ha quedado el bar. El
bar está bien. Adoración y sus dos hijas —la rama femenina de los
Numancia—, ayudadas por el frutero y un par de vecinos, han puesto
orden y reparado algunos de los desperfectos. Sólo falta reponer
cristales: no se ha salvado ni uno. Ni
Tele Madrid ni las otras cadenas han dado imágenes de la bodega bar
Numancia ni de los heridos, sólo las escenas tiernas de los okupas en
sus pacíficos quehaceres. Olga en el balcón amamantando a un niño
es foto de portada en un par de diarios. Tarde
o temprano se verán dos juicios de faltas: uno contra los okupas,
otro contra los Numancia. Claudia
solicitó que sus clientes fuesen reconocidos por el médico forense.
También ellos mostraron leves pero inequívocas señales de malos
tratos. Y, además, Lorenzo —imperdonable error— los había
amenazado a gritos varias veces: ¡una de ellas con un cuchillo en la
mano! Estaba preparando unas tapas de salchichón —quién sabe de lo
que puede ser capaz un racista que empuña tan enorme arma blanca—,
cuando conminó a uno de aquellos marginados a que soltara la bolsa de
patatas fritas que sacaba del bar sin haberla pagado. La
abogada es acusadora en el juicio contra la familia Numancia y
defensora en el otro, tiene testigos de este y de otros muchos actos
de hostilidad de los acusados contra quienes, «víctimas de una
sociedad injusta y culpable, se ven empujados a refugiarse entre las
ruinas abandonadas por la opulencia o en las viviendas desocupadas con
oscuros propósitos de especulación, simple avaricia o deseo de
acumular bienes innecesarios convirtiendo en algo improductivo, muerto,
lo que puede servir, sencillamente, para que otros ciudadanos vivan
con un mínimo de dignidad». El
abogado Sergio Ramírez ha sido sincero. —Señor
Numancia, yo puedo defenderle, es mi trabajo, pero no sé qué va a
pasar en el juicio. —¿Cree
usted que un tribunal va a creer a esa gentuza cuando digan que yo fui
el agresor y ellos las víctimas? —No
lo sé. Y si condenan a usted y a sus hijos, yo no lo
descarto, les quedará la duda de si no cometieron un error al confiar
su defensa a un abogado modesto. —Usted
sabe que son unos indeseables, unos chorizos, lo saben los jueces, lo
sabe... —Puede
ocurrir cualquier cosa, mire usted. Los Numancia han confiado su
defensa al eminente penalista don José María de la Rocha y Bustos.
Les ha dicho: «Puede ocurrir cualquier cosa.» Después ha pedido
provisión de fondos: un millón cien mil pesetas. |
Juan
V. Oltra |