Retratos amarillos (IX)
Ángel Palomino 

Juan V. Oltra

Hace poco más de un año nos dejaba Ángel Palomino, una desaparición silenciada en los medios y que tan sólo unos pocos intentamos que no quedara oculta en el torbellino mediático.

No les cansaré repitiendo el torrente de datos biográficos de aquel toledano de la cosecha de 1919, que en aquella ocasión enumeré. Premio tras premio, desde el Nacional de Literatura al Hucha de Oro, la lista cansaría al más pintado. De igual manera su periplo vital desde que empezó su carrera de Ciencias Químicas, en el Madrid de 1935, hasta su muerte en el 2004, está repleto de tantas anécdotas, es tan pleno que, mejor, dejemos que sea él mismo, gran tímido a quien agobiaban las apariciones públicas, quien lo resuma:

Según consta en los ficheros adecuados, soy novelista, ensayista, poeta y periodista. Quizá convenga añadir algo que no figura en esas fichas literarias, pero sí en los resúmenes biográficos.

A estas alturas puedo decir que he vivido tres vidas completas, y cualquiera de ellas sería suficiente para un ser humano en este mundo que con frecuencia llamamos valle de lágrimas y que para mí, gracias a Dios, ha sido un valle si no de flores, sí de frutos.

He vivido tres vidas: militar, ejecutivo de empresas turísticas y escritor. En la vida de militar tuve las más variadas experiencias: la guerra, con buenos resultados, el mando de tropas extranjeras en África, capitaneando soldados y oficiales árabes aguerridos y muy disciplinados, que vestían uniformes exóticos y vistosos, y me permitió pasearme a caballo con capa blanca y cabalgar de día y de noche por las arenas del Sahel y conocer a fondo la vida de unos antepasados, los moros, que se quedaron anclados en la Edad Media. Finalmente la experiencia de la enseñanza militar como profesor en la Academia de Infantería, en Toledo. Esta biografía hubiese sido suficiente para muchos militares, y puedo asegurar que hoy en el ejército español, más de cuatro capitanes generales quisieran poder apuntarse algo parecido. No porque en mi vida haya nada importante, sino porque a ellos les faltó ocasión. Afortunadamente para todos.

En la vida de director de hotel, tuve la satisfacción de vivir el boom turístico y dirigir hoteles de lujo, viajar como hombre de negocios por Europa, América y África y terminé como director general y vicepresidente de una cadena de empresas hoteleras. Otra biografía completa que llenaría sobradamente la vida de un profesional del turismo. Mí vida de escritor ha estado mezclada con las otras dos. Siempre fui escritor y otra cosa, y mis primeras colaboraciones en !a vieja y querida Codorniz las enviaba desde Marruecos. Álvaro de la Iglesia decía que mis cartas llevaban a su atareada mesa de maestro, arenas de desierto. En esta vida de escritor he conseguido grandes satisfacciones, alguna fama, (premios como poeta, premios como narrador, y en periodismo premios y ese galardón que es la actividad de columnista, con recuadro, en dos publicaciones un diario y un semanario). He publicado todos mis libros y alcancé el “Premio Nacional de Literatura Novela Miguel de Cervantes” entre otros premios. Otra biografía —y ésta sigue en marcha aunque sería suficiente para la vida de un escritor. No digo estas cosas por vanidad sino porque mi obra de escritor es una consecuencia de ellas, y porque de una cosa estoy seguro: yo me he realizado. Eso que el hombre anda buscando años y años, eso que algunos jamás consiguen, realizarse, yo lo he hecho tres veces. Ya nunca seré un malogrado.

Dios me ha dado mucho... 


Ángel Palomino

De su obra, grande en tamaño y calidad, podríamos destacar títulos y títulos sin parar, empezando por los cuentos, su género mimado (infantiles como "Informe a la superioridad" o adultos como "Plan Marshall para cincuenta minutos"), pero continuando hasta llegar a la novela, con éxitos eternos como “Zamora y Gomorra (el personaje es la Maledicencia)” o “Torremolinos Gran Hotel (testimonio biográfico en un 20 por 100)”. Y, por supuesto, sin olvidar que su vasto conocimiento de los acontecimientos históricos le permitió escribir un gran número de ensayos, siendo su última obra precisamente "Francisco Franco", editado conjuntamente por ediciones B en el mismo volumen con otro de Paul Preston.

Y aunque no quería autocitarme, no puedo dejar de transcribir un párrafo que hace más de un año escribí para su obituario:

No puedo dejar de citar un par de obras por separado. Su "Pseudo García Márquez, pseudo Cela", demuestra su grandeza al atreverse a jugar a algo muy peligroso: imitar los estilos de otros autores. El no sólo tener un estilo propio e inconfundible, sino poder además emular a grandes de la literatura como si fuera un clásico negro demuestra algo más que versatilidad. Por último, "Este muerto no soy yo", obra jocosa donde la informática irrumpe en la vida del protagonista como un elefante en una cacharrería, además de desternillante trae muchos agradables recuerdos a mi mente. Precisé dar una copia de unas páginas de su obra a mis alumnos por lo que le solicité su permiso: la autorización que me mandó me permitía no sólo emplear las páginas sino prácticamente reimprimir el libro. Verdaderamente, todo un caballero, lo que redondea su perfil .

Para saber más de Ángel Palomino

· El periódico del siglo. Prensa Española, Madrid, 2003.
·
La Codorniz (8 vols) Aguaclara, Madrid, 2001.
·  República de las letras (revista de la Asociación Colegial de Escritores de España), nº 50 (4º trimestre de 1996)
·  Relación epistolar con el autor

Obras de Ángel Palomino, sin ánimo exhaustivo

Ensayo:
1934. LA GUERRA CIVIL EMPEZO EN ASTURIAS; CAUDILLO; DEFENSA DEL ALCAZAR. ; ESPAÑA DIEZ AÑOS DESPUES DE FRANCO (obra coral); FRANCISCO FRANCO

Novela y cuento:
ADIÓS A LOS VAQUEROS; BOSNIOS PARA UN NUEVO GUERNICA; CARTA ABIERTA A UNA SUECA; DE CARNE Y SEXO; DIVORCIO PARA UNA VIRGEN ROTA; EL CÉSAR DE PAPEL; EL PECADO DE PAQUITA; ESTE MUERTO NO SOY YO; HAN VOLADO EL TORO DEL COÑAC; INFORME A LA SUPERIORIDAD;  INSULTOS, CORTES E IMPERTINENCIAS; LA COMUNIDAD DE PROPIETARIOS; LAS OTRAS VIOLACIONES; LÍO EN KIO (con Arturo Robsy); LOS MEJORES CUENTOS DE ÁNGEL PALOMINO; LOS QUE QUEDARON; MADRID, COSTA FLEMING;  MIS CARTAS A SU MAJESTAD Y A OTROS PERSONAJES IMPORTANTES; PLAN MARSHAL PARA CINCUENTA MINUTOS; SUSPENSE EN EL CAÑAVERAL;  TODO INCLUIDO;  TORREMOLINOS GRAN HOTEL;  TÚ Y TU PRIMO PACO;  UN JAGUAR Y UNA RUBIA; ZAMORA Y GOMORRA; ¡QUIERO UN HIJO DE JULIO!

Poesía:
LA LUNA SE LLAMA PÉREZ

Artículos:
ABC; Altar Mayor; Arriba; Diario de Larache; Diario Directo; El Alcázar; El Heraldo Español; Fiesta (Tetuán); La Codorniz; Semana.  

Su obra

ASÍ OKUPARON NUMANCIA

Llegaron con nocturnidad, por sorpresa, y nadie advirtió cómo asaltaron la finca indefensa: ya son parte del paisaje en la calle de Santa Isabel.

Lorenzo Numancia, bodega bar Numancia, no los traga, ha firmado papeles, cartas y denuncias protestando por la invasión. Su calle es otra desde que ellos llegaron: los okupas.

Nunca entran menos de dos o tres juntos. Compran botellones de cerveza, pan, vino barato, chocolate. Pagan con dinero de mendigo, de economía sumergida, calderilla menuda, y rara vez con billetes muy sobados; acostumbran a decir que les faltan unas monedas para completar el total.

—Son ciento treinta y seis pesetas.

—Cincuenta... cien... ciento veinticinco; vale.

—No vale, faltan once pesetas.

—Vale; otro día, más.

El ciudadano Numancia protesta, pero los okupas no le miran; se van. Ni siquiera sonríen con cara de pasarlo bien; tampoco huyen como quien ha cometido una pequeña tropelía: sólo se van.

Cuando Numancia protesta porque roban alguna cosilla de las que están al alcance de los clientes, reaccionan lo mismo, nada, como si no lo oyeran.

Os voy a denunciar, sinvergüenzas. No, no contestan, ¿para qué?, ese hombre habla por hablar. ¿Con qué cara va nadie a la comisaría a denunciar que le han robado un paquete de chicle o una latita de jugo de piña?

El cartel se lo encargó a un cliente pintor; él se autodefine en broma «técnico auxiliar de ambientación de espacios arquitectónicos». El texto es breve y concluyente:

«SE RESERVA EL DERECHO DE ADMISIÓN»

Lo pintó —mientras fumaba un pitillo— en cartón de caja de Solán de Cabras, con caligrafía inglesa y orla renacentista. No cobró el trabajo.

—Me das otra caña y luego, a la tarde, un cafelito, ¿vale?

El artificio pareció funcionar asombrosamente bien cuando a los tres primeros que llegaron les señaló Lorenzo el cartelito negándoles el derecho a entrar. Esperaba protestas, amenazas. Ni mu: dieron media vuelta sin abrir el pico y se marcharon. Media hora después volvieron con un policía nacional y un periodista, Juanito del Corro.

No tuvo suerte Lorenzo. Podía haber elegido otro día y otros okupas: uno de aquéllos era marroquí, moro de Larache, blanco, y vestido de europeo guarro inclasificable: camiseta, vaqueros y zapatones. Cara de buen chico.

—Estos señores dicen que usted les niega la entrada en su establecimiento.

Una frase fría y correcta, pero el pobre policía sudaba. Cumplía órdenes de un comisario que no deseaba complicaciones con la Oficina de Defensa del Emigrante y demás organizaciones no gubernamentales de solidaridad con los desprotegidos y lucha contra el racismo.

Inocente, candido, Lorenzo, que había decidido plantar cara a la chusma, miró a su alrededor fingiendo perplejidad.

¿Qué señores? No veo ni uno.

El policía estaba de parte del bodeguero; íntimamente le reventaba cumplir la orden del comisario; hubiese preferido encerrarse con los okupas en el sótano del cuartelillo y cagarse en su puta madre, pero aquel gesto modificó ligeramente su favorable disposición hacia el bodeguero. No tanto como para mentarle a la madre, pero se sintió ofendido; era un representante de la autoridad; el denunciado se lo tomaba a pitorreo, y eso, no.

—Éstos —respondió con sequedad.

Ya no añadió señores, como reconociendo que había motivos para extrañarse del tratamiento.

El periodista, que había permanecido en expectante silencio, se fue a un rincón, tiró de telefonía móvil y pidió un fotógrafo mientras Lorenzo Numancia se esforzaba en contener un ridículo desorden muscular: los nervios le tetanizaban un párpado.

—Es que en este establecimiento, mire usted —y señaló el cartelito.

Juanito del Corro se guardó el teléfono y, recostándose en el mostrador, echó mano de su pobre repertorio de tópicos.

—¿Discrimina usted a los ciudadanos marroquíes? El maldito párpado no se estaba quieto.

—Con usted no hablaba, señor.

El policía, fluctuando entre unas y otras animadversiones —los okupas le caían fatal, el bodeguero le estaba resultando un poco chulo y el periodista le parecía un zascandil dispuesto a empeorar la situación para tener algo que contar—, miró de reojo a Del Corro y trató de evitar que añadiese leña al fuego.

—Usted cállese.

—Soy periodista —y sacó una tarjeta de identificación—; tengo tanto derecho...

—Yo no estoy aquí por derecho, estoy por obligación.

—Está usted presenciando un acto de racismo. A este súbdito marroquí se le niega el acceso a un lugar público.

Lorenzo, sin dejar de contener con suave masaje el desate del párpado, salvó en dos pasos la distancia que le separaba del periodista.

—Uno, yo no soy racista, ¿sabe usted? Dos, esos tíos no son marroquíes, y tres, usted no es nadie, así que se reserva el derecho de admisión, a usted tam­bién, conque ya puede coger la puerta, en este establecimiento no se le admite.

Para el policía, el asunto estaba claro: aquello no tenía arreglo; había llegado el momento de hacer un gesto de autoridad.

Y se marchó. Pero antes —ése fue el gesto—, desde la puerta, sonriente, dijo señalando el cartelito:

—Eso carece de validez.

Las mismas palabras que le había dicho el comisario.

El bodeguero, súbitamente tranquilo, se fue a la puerta y dijo a los okupas, al periodista y a dos clientes que se estaban tomando un café:

—Lo siento, pero estoy solo y me ha dado un apre­tón de vientre. Voy a cerrar.

—¿No te cobras los cafés, Lorenzo? —preguntó uno de los clientes.

—No puedo, invita la casa. Vamos, salgan, por favor.

Los okupas se engallaron con gestos y expresiones de protesta; el periodista empezaba a hacer preguntas en tono impertinente, pero uno de los clientes, Manolo el de los Talegos, fornido conductor de un furgón dedicado al transporte de caudales, dijo conciliador:

—Venga, hombre, ¿no veis que se está cagando? Lorenzo Numancia, sin quitarse la chaquetilla blanca ni el delantal, echó el cierre al tiempo que la clientela evacuaba el local, se fue a la comisaría y pidió al policía —el mismo policía— que le pusiese al habla con el comisario.

—No creo que le reciba; si es por lo del morito y los otros dos, no se moleste usted, tienen razón ellos.

—¿Qué moro ni moro?, yo no sé si es moro alguno de esos tíos, son gentuza y lo sabe usted, son okupas, ni moros ni cristianos, okupas, delincuentes, gentuza; a ver si van a tener más derechos los maleantes que las personas honradas.

—Es lo primero que han dicho, no lo niegan, al contrario, antes de denunciarle lo han dicho, que son okupas y tienen la orden de desahucio para dentro de tres meses, o sea, que el comisario lo sabe y no puede hacer nada. Ni el comisario ni usted; en su bar pueden entrar como todo el mundo.

—Todos los días entran y me roban a cara descu­bierta, cachondeándose encima, provocando.

—Pues denúncielo.

—¿El qué, que me han robado una bolsa de patatas fritas? Venga ya, hombre, se mueren ustedes de risa.

—Pues sí, la verdad.

—Mire usted: esa chusma llegó una noche, de madrugada, y por la mañana supimos que los teníamos de vecinos.

Febrero tenía cara de perro. Los vecinos del tercio medio de la calle de Santa Isabel se encontraron con que los antes desiertos y desvencijados balcones de la casa de los herederos de doña Blanca Bariandía —totalmente deshabitada desde 1991— mostraban unos cartelones anunciando la presencia de nuevos vecinos:

«Casa Okupada», «Dejarnos en Paz».

Antes de que alguien reaccionara, pasaron tres días, lo que consolidó el derecho de los invasores a permanecer en el territorio ocupado, es decir, «okupado». El hecho consumado de una pernoctación impide el desalojo si no es mediante orden judicial: seis meses de plazo.

A lo largo de esos seis meses, los okupas viven como dueños del edificio; mientras tanto exploran la ciudad en busca de futuro asentamiento. El día en que, al fin, la sociedad egoísta y capitalista procede a privarlos de techo —para lo que se precisa la intervención de una unidad de geos o de policía antidisturbios—, los desalojados se dispersan por la ciudad, con­vergen después, a la hora convenida, y hacen saltar la puerta de otra casa abandonada. Ya tienen alojamiento para otros seis meses.

A partir del incidente «racista» las relaciones de Lorenzo con los depredadores empeoraron: además de pequeños robos, insultos. Empezaba el asedio del Numancia.

La declaración de guerra se inició con pintadas en la fachada del bar y carteles en los balcones: «Lorenzo, racista», «Numancia, fascista», «Próximo cierre por liquidación», «En la calle no mandas, esto no es Ruanda».

Cosas así.

El cóctel lo ofrece un modista francés que estrena perfume. Muchos invitados, modelos, misses, artistas de cine, bailaoras temperamentales, jóvenes toreros de casta y dinastía, divorciadas de escándalo, ex maridos de oro y gomina, todos los periodistas de la prensa cardiogenital y algún político de la nómina Hermida:

Claudia, naturalmente, con Tacho, su compañero sentimental.

Con tristeza mira Claudia el jugo de tomate y la pinza habilísima con que su hombre ha trincado de una sola vez tres lustrosas lonchitas de jabugo. Un timbre agudo la distrae de su melancólica contemplación. Abre el bolso y saca el telefonito. Habla poco.

—Sí... Vale... Quietos ahí. Que no salga nadie... diles que esperen a que llegue vuestro abogado, voy pallá.

Cuando Claudia llega a Santa Isabel, después de dejar el coche en doble fila cerca de Antón Martín, treinta policías antidisturbios están alineados frente a la casa okupada. Detrás, una muchedumbre civil, urbana, desesperada y agresiva pide soluciones de acuerdo con las heterogéneas preferencias de unos y otros. Hay quien pide que le metan fuego al edificio «con todas esas alimañas dentro»; quien prefiere que entren los policías con las metralletas disparando a ciegas; otros quieren verlos salir encadenados y que desfilen por la calle al alcance de sus manos para arrancarles los pelos y sacarles los ojos; los más benévolos se contentan con que los manden a trabajar en un pantano, que buena falta hace. Antes han intervenido —y chaqueteado— las dotaciones de tres coches patrulla de la policía municipal. Pidieron el relevo después de aguantar un clamor libertario de improperios y ver cómo a sus pies se estrellaban botellas de cerveza, latas de refrescos —y una mierda envuelta en papel de periódico—, arrojadas desde los balcones sin ánimo de acertar y herir, sólo de manifestar repulsa, desprecio y amor a la libertad: «Dejarnos en Paz.»

Dos ambulancias de Samur, sirena al viento, se abren paso camino del hospital 12 de Octubre. En ellas son evacuados Lorenzo, Paquito y Orestes Numancia: el dueño del bar Numancia y sus dos hijos.

Primero entraron seis. De golpe. Pisando fuerte. Pidieron seis cervezas. Lorenzo Numancia no quería que sus hijos tuviesen enfrentamientos con «los cucarachos» —así los llamaban—, pero los chicos, cada día, al salir de clase volaban en defensa de su pequeña Numancia.

—Salid a la calle y, si me oís que grito ¡policía!, avisáis al señor Bernabé el frutero: él llamará corriendo a los guardias. Está todo preparado; hale, a la calle y, pase lo que pase, no entréis hasta que lleguen los refuerzos.

Paquito y Orestes se fueron a la acera de enfrente. Mientras Lorenzo colocaba en el pequeño mostra­dor las seis botellitas de cerveza entraron diez okupas más; los primeros seis les dejaron libre la barra y empezaron a coger cosas en forma correcta, propia de clientes habituales y honrados.

—Eh, Numancia, que cojo un paquete de panchitos.

—Yo dos barras de chicle.

—Apunta esto, Numancia. —Y le enseñaba una tableta de chocolate.

Lorenzo había puesto ya los doce botellines en el mostrador y, sin mucha fe en el resultado de su intento, inició la evaluación.

—Vamos a ver, tú, una cerveza y las patatas: doscientas veintiocho pelas; tú, una cerveza y las galletas: doscientas diez; tú, cerveza y gambitas: doscientas veintiocho; tú, ciento noventa.

Y cambiaron de actitud: reían más y todos respondían lo mismo.

—Apúntatelo con tiza en el culo. Todos: era una consigna.

—¿No piensa pagar nadie? —preguntó con calma. Su trabajo le costó.

—¿Quieres no ser plasta, Numancia? Claro que vamos a pagar, pon otra ronda de birras.

—Primero pagáis y luego pedís lo que os apetezca.

Dos de ellos saltaron el mostrador y empezaron a sacar cervezas. Entonces Lorenzo dio el grito convenido: «¡Policía!» Orestes, el hijo menor, corrió a la frutería. El señor Bernabé no necesitó oírle ni una palabra, tenía codificado el número del cuartelillo, pulsó el botón y, cuando le respondieron, transmitió la consigna convenida.

Impacientes, Orestes y Paquito entraron apartando a codazos a los invasores; unos tenían a Lorenzo sujeto y otros repartían género con liberalidad. Empezaron las bofetadas; el pequeño bar hizo honor a su nombre; peleaban como numantinos, con la esperanza puesta en la columna liberadora. A Lorenzo, sujeto, le sacudían a placer y los chicos recibían más leña de la que daban.

El cuarto de hora que tardaron en llegar las fuerzas del orden les pareció larguísimo. Se anunciaron desde lejos haciendo sonar sus sirenas tremebundas. Al oírlas, los okupas dejaron de combatir y salieron a la calle, cuando apareció la policía le hicieron un corte de mangas a la autoridad y se retiraron ordenadamente a su fortaleza inexpugnable. Inexpugnable, no por blindajes, defensas materiales o armamento: su coraza era la ley. En el bar quedaban con las caras cubiertas de sangre y el cuerpo molido los dos hermanos Numancia y su padre; el aspecto de los heridos era alarmante. El señor Bernabé el frutero corrió al teléfono y pidió au­xilio: «Tres heridos gravísimos», dijo, y en diez minutos tenía allí dos ambulancias con auxilios quirúrgicos.

El jefe de la fuerza, teniente López, tras requerir la atención general con toques de corneta, habló por un megáfono.

—Escuchen. Salgan los que han participado en la reyerta o tendremos que entrar por la fuerza.

Silencio.

El teniente repitió la orden dos veces. Tras la tercera, se abrió un balcón y apareció Olga la Polaka, «compañera» (o «tronca») de Andrés Bergal, pintor de marinas. Olga no es polaca; sólo rubia y alta, por eso le han puesto el mote, y lo escriben con «k» porque es letra de prestigio en el mundo okupa. Tampoco se llama Olga, su nombre es Presentación García. El compañero no es okupa violento; sólo en las acciones defensivas de resistencia al desalojo; entonces se pone como un tigre. Olga lleva un bebé en brazos; no es suyo, pero lo parece; la enternecedora presencia de una madre rubia y lactante transfigura la situación como si un ba­tallón de ángeles se hubiesen hecho cargo del asunto. El teniente López no se conmueve, sabe que es una maniobra de manual: está en el guión.

—¡Qué cabrones!

Es lo único que se le ocurre al ver cómo Olga saca un pecho al que arrima la carita del crío.

Claudia se abre paso entre el vecindario que pide justicia y penas de muerte a barullo. Alguien la identifica:

—¡Ahí va la gorda! ¡Fuera, vete a tu barrio con esos guarros, gorda, llévatelos!

Señoras gordas, vecinas del barrio, la rodean y le reprochan su obesidad con malos modos. Claudia no se amilana, reparte sonrisas y sigue, oronda, adelante.

—Por favor, compañeras.

—Yo no soy compañera tuya, gordinflas, vete. Avanza como chinchorro en mar picada, hasta lle­gar al cordón policial. Se dirige a un policía que está quieto como un muñeco del Museo del Ejército. Es joven, fornido y, pese a la tensión del momento, tiene rostro amable de buen chico.

—¿Quién es el jefe de la fuerza? —le pregunta. Pero el rostro amable no mueve un solo músculo; ni pestañea.

El corneta hace un gesto al teniente López y le señala, con la barbilla, a Claudia.

—¡La que faltaba!

La abogada consigue llegar hasta el oficial. Como habituada a peloteras, broncas y abucheos —ella dice que en los tumultos tiene sordera de picador de reses bravas—, avanza entre el público sin darse por en­terada de los insultos. Ni de los aplausos, que también los hay.

—¿Es usted el comandante de la fuerza? El teniente López la conoce muy bien: el teniente, los policías, el vecindario y los okupas. Pero contesta como si la tomase por una vecina alborotadora.

—Apártese y no moleste.

—Yo no molesto, soy abogada y vengo requerida por los ocupantes de esa finca. ¿Puedo saber cuál es su misión?

—Le he dicho que no moleste: circule.

—Ahora circularé, señor oficial; voy a entrar ahí. Como abogada debo advertirle de que no puede forzar esa puerta ni practicar detenciones dentro de la finca, salvo que sea portador de una orden judicial fundamentada.

El teniente lo esperaba desde que la vio: ésta viene a solucionar la papeleta, nos va a facilitar las cosas un montón si acierto a comportarme como un zoquete.

—Muy bien, abogada, ahí la necesitan. Esos individuos han asaltado un establecimiento, causando heridas graves a tres personas. Y los voy a llevar al juez por las buenas o por las malas. Ande, dígaselo.

—Okey, teniente, pero por las malas, nada, hágame caso. Cumpla su deber sin salirse de la legalidad vigente: estamos en un Estado de derecho.

El teniente se inclina, con gesto amable, hacia adelante y le dice al oído.

—No molestes, gorda. Esfúmate.

Claudia sonríe: qué bien, ya lo tengo cabreado, éste mete la pata antes de que el gallo cante tres veces. Y se dirige con paso tranquilo hacia la puerta. Olga finge amamantar al crío, que está dormido. En los balcones, los okupas despliegan carteles: «La violencia sois vosotros», «Prohibido el paso a borregos, carroñeros, bode­gueros racistas y verdugos», «Dejadnos en Paz». Esta vez, como deseando acentuar la corrección en sus actos, han escrito «dejadnos».

El teniente López entra en la bodega bar Numancia, enciende un pitillo y habla por radio con su capitán.

—Estoy esperando que llegue la orden del juez; en cuanto la tenga, se lo digo y saldrán pacíficamente; está con ellos la Claudia, la gorda.

A Claudia la recibe el Comité de Lucha de la KOU (Konfederación de Okupas Urbanos). El comité central de la Konfederación está formado por diecinueve cabecillas o kapos —uno por edificio okupado— que en caso de conflicto designa un comité de sólo cinco personas, cuatro de ellos kapos, para dirigir la contienda. Uno es el kapo de la casa en lucha. El de Santa Isabel es punky con cresta rubia platino que su dinero le cuesta; se llama Ceferino Cermeño, de apodo tribal Ce-Ce, y lo acompaña Andrés Bergal, el compañero de la Polaka. Es la composición habitual del comité; el kapo de la casa lleva a su lado un okupa del sector «intelectuales y artistas», a ser posible casado y con hijos, circunstancias que no se dan en Andrés, pero está liado con la aparentemente dulce Olga que coge prestado un bebé cuando conviene. Los acompañan kapos de otras fincas invadidas, el de Andrés Mellado, el de Pardiñas y el de Tutor. Todos conocen a la gorda y la acogen con cordiales besuquees.

—Venga, Ce-Cé, cuéntame.

Brevemente: el hijoputa del bodeguero se mosquea cada vez que le birlan una mierda de chicle o se le van sin pagarle unas cervezas, qué cabronazo, no tiene conciencia social ni sabe lo que es la solidaridad, y el tío chorizo puso un letrero fascista, que se reserva el derecho de admisión, nosotros le denunciamos pacíficamente en la comisaría, o sea, no nos va esta mierda del Estado de derecho, pero seguimos sus reglas y pusimos por delante a Belkader, que es morangui, inmigrante, pero legal, con papeles, y nos dieron la razón, que el fascista se metiera el letrero en el ojete, cojonudo, desde entonces le llevamos bien jodido y el tío se ha traído a los hijoputas de sus niños para acojonarnos, y además, la verdad, esta casa está hecha una mierda, ya no nos vale, Claudia, los vecinos están hasta los huevos de nosotros y nosotros de ellos, ya saben decir lo de la alarma social, hay que cambiar de chabola, tenemos dos controladas, muy buenas, conque hoy hemos ido en plan mogollón a hostiarlos y eso es lo que hay, los tres al hospital, el local hecho una mierda y los maderos ya lo ves, sitiándonos.

Suena la voz amplificada del teniente López:

—Que salgan los que han intervenido en el asalto a la bodega bar Numancia. No vamos a hacerles nada, sólo es para acompañarlos al juzgado, que declaren y nada más. Si no salen, entraremos por la fuerza.

El niño de Olga, sobresaltado por el altavoz, empieza a llorar. Un periodista dirá que «desgarradoramente», pero sólo berrea como cualquier bebé a quien despierta un teniente dando gritos.

—¡Guarra! —grita una vecina—. ¡Métete pa dentro, putón, no abuses de la criatura!

Varios vecinos apoyan el consejo y lo refuerzan con insultos de diferente calaña: mamona, piejosa, zorra, elementa, malgüele, lagartija, tipeja, roñosa, sidosa asquerosa, y mientras unos aluden al niño como «esa pobre criatura» o «ese inocente», la mayoría lo tratan con inhumano desprecio: «la mierdaelniño».

Claudia dice a los okupas que contesten sin asomarse, insulto por insulto, durante medio minuto. La tribu desencadena una tormenta de palabrotas que cesa de pronto cuando la abogada levanta los brazos y los deja caer enérgicamente como un director de orquesta.

—Ahora esperáis; voy a hablar con la represión. Aparece en la puerta y se produce división de opiniones: algunos aplauden el populismo fácil de sus latiguillos demagógicos en el Parlamento y en las tertulias de televisión; otros la tratan peor aún que a Olga. Ella levanta los brazos discretamente, como quien, halagada, apacigua entusiasmos, y desparrama una son­risa cómplice dirigida a los simpatizantes.

El teniente López no se inmuta; su mirada pasa por encima de la cabeza de Claudia; es como si no existiera, pero ella está allí.

—Señor teniente, le hablo como letrada al servicio de los ciudadanos acosados en esa casa. No están dispuestos a salir. Tendrá usted que entrar por la fuerza, pero si lo hiciera, le advierto de que su actuación sería ilegal y mis defendidos ejercerían las acciones judiciales pertinentes.

El teniente permanece impertérrito.

—Circule —dice un cabo.

Pero ella se enfrenta con calma al teniente:

—Conste que está usted advertido.

Y entonces, de la boca semiabierta del oficial sale una vocecilla atiplada de ventrílocuo:

—Que te folle un camello, retaca.

No ha movido los labios. Ni ha mirado a Claudia, que, sin darse por enterada, vuelve a la casa y pide un porro a Ce-Cé.

Alguien arrima cinco butacas en bastante buen estado, recogidas de un contenedor de escombros pocos días antes. Claudia les explica una lección que todos conocen; podría titularse «Fase final de una okupación y principio de la siguiente».

—Pero aquí —concluye la abogada— existen unas peculiares condiciones objetivas que son la leche; habéis dado un salto cualitativo: tres tíos al hospital.

Han llegado Tele Madrid, Antena 3, varias emisoras de radio y treinta policías más al mando del teniente Balmaseda y del capitán Torres Capadell, que se encargará del trabajo de zurrar a la tribu; ellos lo llaman «el operativo».

Los de Tele Madrid han entrado en la casa y el comité les ha permitido entrevistar a Olga con el crío y a su compañero pintando un cuadrito en el caballete. Después, a otras dos parejas con niños; han dicho que sólo quieren trabajo para dar de comer a sus hijos, un techo digno para alojar a sus hijos. También han pedido justicia sin concretar más. Claudia, en un desdichadísimo primer plano de su boca y el lunar velludo, ha declarado que la sociedad es culpable y que con la represión no se soluciona el escándalo del racismo, la marginación y el acoso a los desprotegidos.

—¡Habla el capitán de la fuerza! ¡Me acaban de entregar un mandamiento judicial para detener a los denunciados por el asalto a la bodega bar Numancia: les doy tres minutos para salir sin violencia! ¡Sólo tienen que pasar por el juzgado y declarar! ¡Nada más: empiezo a contar los tres minutos!

Más tarde les comunica que sólo quedaban dos minutos y, luego, uno. Cuando sólo faltan treinta segundos, sale la abogada seguida de doce de los asaltantes del bar.

—Mis representados solicitan protección del Estado para comparecer ante el juez de guardia.

Los balcones de la casa okupada hablan al pueblo y a los medios informativos con nuevos carteles: «Justicia contra los violentos», «No más racismo», «Numancia, fascista».

Paz en la calle. Las fuerzas se retiran llevándose en un furgón a los doce okupas. Claudia busca su coche, quita del parabrisas el papelito de la denuncia habitual por abandono del vehículo, infringiendo las ordenanzas municipales, autonómicas y nacionales, y se va a aparcar mal cerca de la plaza de Castilla, en la que se han concentrado cerca de cien desarrapados de otras comunidades. Cuando llega al juzgado encuentra a sus defendidos despatarrados en los pasillos, esperando ser llamados a declarar. Antes de que el juez ordene que se inicien los interrogatorios, la abogada entra en el juzgado repartiendo besos y palmadas en espaldas, hom­bros y cogotes de los funcionarios. Todos bromean con ella. Finalmente habla muy en serio con el secretario:

—Deseo hacer constar que estos señores han veni­do voluntariamente, protegidos por la fuerza pública, después de manifestar su deseo de comparecer ante el señor juez para denunciar una agresión.

A las once treinta de la noche, doce ciudadanos libres, serios, displicentes, tranquilos, emergen de la estación del metro de Antón Martín y se adentran en la calle de Santa Isabel. Los okupas vuelven al territorio okupado: su casa. Según la versión más difundida por la radio —que reproducirá la prensa del día siguiente—, tras asaltar la bodega bar Numancia y enviar al hospital al dueño y a sus dos hijos, comparecieron en el juzgado para denunciar a Lorenzo, Francisco y Orestes Numancia, conocidos racistas, por agresión y malos tratos de palabra y obra que los habían obligado a actuar en defensa propia con energía proporcio­nada a la violencia de que fueron víctimas.

Lorenzo Numancia y sus hijos son dados de alta en el hospital después de ser curados de diversos traumatismos, entre los que se aprecian luxaciones, hematomas, heridas contusas que han requerido suturas de hasta veinte grapas, una fractura y varias mordeduras de perro, del perro Paco, un pastor alemán abandona­do en el verano y arrimado a Ce-Cé en busca de amo. Al verlo con su cresta platino y tanto colgajo debió de pensar que no era uno de esos seres poco fiables que abandonan a sus perros: un hombre. Quizá por eso mordió con tanto entusiasmo a los numantinos.

—Tenemos que ir a denunciar a esos tíos —dice Paquito.

—Mañana —decide Lorenzo—; primero vamos a ver cómo ha quedado el bar.

El bar está bien. Adoración y sus dos hijas —la rama femenina de los Numancia—, ayudadas por el frutero y un par de vecinos, han puesto orden y reparado algunos de los desperfectos. Sólo falta reponer cristales: no se ha salvado ni uno.

Ni Tele Madrid ni las otras cadenas han dado imágenes de la bodega bar Numancia ni de los heridos, sólo las escenas tiernas de los okupas en sus pacíficos quehaceres. Olga en el balcón amamantando a un niño es foto de portada en un par de diarios.

Tarde o temprano se verán dos juicios de faltas: uno contra los okupas, otro contra los Numancia.

Claudia solicitó que sus clientes fuesen reconocidos por el médico forense. También ellos mostraron leves pero inequívocas señales de malos tratos. Y, además, Lorenzo —imperdonable error— los había amenazado a gritos varias veces: ¡una de ellas con un cuchillo en la mano! Estaba preparando unas tapas de salchichón —quién sabe de lo que puede ser capaz un racista que empuña tan enorme arma blanca—, cuando conminó a uno de aquellos marginados a que soltara la bolsa de patatas fritas que sacaba del bar sin haberla pagado.

La abogada es acusadora en el juicio contra la familia Numancia y defensora en el otro, tiene testigos de este y de otros muchos actos de hostilidad de los acusados contra quienes, «víctimas de una sociedad injusta y culpable, se ven empujados a refugiarse entre las ruinas abandonadas por la opulencia o en las viviendas desocupadas con oscuros propósitos de especulación, simple avaricia o deseo de acumular bienes innecesarios convirtiendo en algo improductivo, muer­to, lo que puede servir, sencillamente, para que otros ciudadanos vivan con un mínimo de dignidad».

El abogado Sergio Ramírez ha sido sincero.

—Señor Numancia, yo puedo defenderle, es mi trabajo, pero no sé qué va a pasar en el juicio.

—¿Cree usted que un tribunal va a creer a esa gentuza cuando digan que yo fui el agresor y ellos las víctimas?

—No lo sé. Y si condenan a usted y a sus hijos, yo no lo descarto, les quedará la duda de si no cometieron un error al confiar su defensa a un abogado modesto.

—Usted sabe que son unos indeseables, unos chorizos, lo saben los jueces, lo sabe...

—Puede ocurrir cualquier cosa, mire usted. Los Numancia han confiado su defensa al eminente penalista don José María de la Rocha y Bustos. Les ha dicho: «Puede ocurrir cualquier cosa.» Después ha pedido provisión de fondos: un millón cien mil pesetas.

Juan V. Oltra
21.VII.2005

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