Bomba de relojería.
Donde se habla de algunos peligros de la «integración» mal entendida 

Juan V. Oltra

Hace poco se cumplió el primer aniversario de la muerte de mi padre. Creo que no ha pasado un solo día desde su partida en que su presencia no deambulase por mi mente, aunque hay veces en que el recuerdo se hace más amargo que otros. El pasado mes de julio mi particular vuelta atrás se hizo tan áspera que no pude menos que transcribir unas notas mentales. Hoy, pasados ya algunos meses de aquello, redescubro viejos escritos y, suavizándolo, lo remito a Mi Amigo PIC para que, amigo como es, comparta conmigo además de alegrías alguna pena.

Los días de julio me recuerdan los del año pasado, y me temo que la evocación persistirá en mi mente un tiempo largo, cuando mientras la inmensa mayoría de españoles preparaba sus vacaciones, yo luchaba inútilmente contra la agonía de mi padre (q.e.p.d.). De entre la miríada de reminiscencias destaca una, que ahora puedo ver con una perspectiva menos dura gracias a la distancia temporal que, según el tango, todo lo cura.

Mi padre era un hombre física (¡y moralmente!) grande. Mover su corpachón, a pesar de que mi tamaño tampoco me permite comprar ropa de talla cadete en los grandes almacenes, resultaba francamente difícil... y había que hacerlo, más allá de para evitar escaras, para limpiarlo, asearlo y tantas tareas cotidianas que de común nos pasan desapercibidas. Con mi magro sueldo de profesor universitario, compré utensilios que resultaban imprescindibles: cama hospitalaria, alzas, colchón antiescaras... pero donde no llegaba era a poder pagar a un señor o señora que ayudara por las noches a acostarlo y, por supuesto, una grúa de cama resultaba algo tremendamente lejano.

Así pues, me decidí, impulsado por un amigo cuya mujer trabajaba en la sección de ayudas sociales del ayuntamiento, a pedir auxilio a la administración pública. Pertrechado de partes hospitalarios, certificados médicos y documentos varios, me encaminé con ánimo de recorrer una infinidad de ventanillas, pero con la esperanza de obtener éxito al final del laberinto. Craso error el mío.

Cuando llegué al local, un centro modernísimo dotado de las últimas tecnologías que permitía incluso la conexión a internet para distraer la espera, algo me decía que me engañaba de medio a medio. Creía que me había equivocado no ya de edificio, sino de país. Era el único nativo, si exceptuamos a los funcionarios.

Tras aguantar una espera de órdago, después de dos familias hispanoamericanas, una madre soltera rusa, magrebíes sin cuento y una presunta (ojo al adjetivo) prostituta rumana, una funcionaria que debía haber tomado leche agria esa mañana me atendió. La misma voz que sonaba dulce cuando atravesaba el parabán dando todo tipo de explicaciones cariñosas a la ciudadana rumana me venía decir, con palabras de doble filo, que allí no pintaba nada. Tal vez, como decía ya el 16 de enero de 2000 el London Times, los europeos son una especie en vías de extinción, así que no precisan ayuda alguna. Al menos no para morir.

Ciertamente, uno estaba acostumbrado, por desgracia, a los servicios de urgencia de los hospitales. Turbantes y velos no me eran extraños, ni tan siquiera la sensación de ser un extraño en mi propia tierra... pero lo que no me esperaba era ser postergado, discriminado si lo quieren leer así. Quizá me faltaba un Corán bajo el brazo, vaya usted a saber, pero en definitiva, la única verdad es que me fui de allí apesadumbrado. Por poco tiempo, los acontecimientos se dispararon y desgraciadamente no pude volver a la cita que me dieron para un espacio temporal inconcebible en aquellas condiciones. No hizo falta, lo lloré con lágrimas amargas.

Alguien con menos sentido del humor, en lugar de enarbolar la pluma habría dado grasa a la fusila y se habría lanzado al monte. Lo sé porque ese día, mi humor empezó a naufragar.

Juan V. Oltra
19.XI.2004

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