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Bomba de
relojería. Donde se habla de algunos peligros de la «integración» mal entendida Juan V. Oltra |
Hace
poco se cumplió el primer aniversario de la muerte de mi padre. Creo
que no ha pasado un solo día desde su partida en que su presencia no
deambulase por mi mente, aunque hay veces en que el recuerdo se hace más
amargo que otros. El pasado mes de julio mi particular vuelta atrás se
hizo tan áspera que no pude menos que transcribir unas notas mentales.
Hoy, pasados ya algunos meses de aquello, redescubro viejos escritos y,
suavizándolo, lo remito a Mi Amigo PIC para que, amigo
como es, comparta conmigo además de alegrías alguna pena. Así
pues, me decidí, impulsado por un amigo cuya mujer trabajaba en la
sección de ayudas sociales del ayuntamiento, a pedir auxilio a la
administración pública. Pertrechado de partes hospitalarios,
certificados médicos y documentos varios, me encaminé con ánimo de
recorrer una infinidad de ventanillas, pero con la esperanza de obtener
éxito al final del laberinto. Craso error el mío. Cuando
llegué al local, un centro modernísimo dotado de las últimas tecnologías
que permitía incluso la conexión a internet para distraer la espera,
algo me decía que me engañaba de medio a medio. Creía que me había
equivocado no ya de edificio, sino de país. Era el único nativo, si
exceptuamos a los funcionarios. Tras
aguantar una espera de órdago, después de dos familias
hispanoamericanas, una madre soltera rusa, magrebíes sin cuento y una
presunta (ojo al adjetivo) prostituta rumana, una funcionaria que debía
haber tomado leche agria esa mañana me atendió. La misma voz que
sonaba dulce cuando atravesaba el parabán dando todo tipo de
explicaciones cariñosas a la ciudadana rumana me venía decir, con
palabras de doble filo, que allí no pintaba nada. Tal vez, como decía
ya el 16 de enero de 2000 el London Times, los europeos son una
especie en vías de extinción, así que no precisan ayuda alguna. Al
menos no para morir. Ciertamente,
uno estaba acostumbrado, por desgracia, a los servicios de urgencia de
los hospitales. Turbantes y velos no me eran extraños, ni tan siquiera
la sensación de ser un extraño en mi propia tierra... pero lo que no
me esperaba era ser postergado, discriminado si lo quieren leer así.
Quizá me faltaba un Corán bajo el brazo, vaya usted a saber, pero en
definitiva, la única verdad es que me fui de allí apesadumbrado. Por
poco tiempo, los acontecimientos se dispararon y desgraciadamente no
pude volver a la cita que me dieron para un espacio temporal
inconcebible en aquellas condiciones. No hizo falta, lo lloré con lágrimas
amargas. Alguien
con menos sentido del humor, en lugar de enarbolar la pluma habría dado
grasa a la fusila y se habría lanzado al monte. Lo sé porque ese día,
mi humor empezó a naufragar. Juan V. Oltra |