Sé libre: lee 
Juan V. Oltra

Que la sociedad española ha cambiado, es un hecho evidente. Más allá de tópicos hay que coincidir con quien fue Vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, y exclamar (dígase en mangas de camisa) que a España no la reconoce ni la madre que la parió.

 

Uno de los cambios más llamativos puede ser la existencia de una abundante hornada de adolescentes y jóvenes que parecen tener la personalidad de un buey, algo afortunadamente (aún) no mayoritario, pero que alcanza dimensiones preocupantes.

 

Son estos miembros selectos de la generación que heredará España, elementos prepotentes que se convierten en asesinos al volante de cualquier vehículo con más cilindrada que un patinete, poseedores de dudosos gustos al escoger su indumentaria y conversadores incapaces, atrincherados como quedan detrás de monosílabos y obsequiando caras raras cuando escuchan un término poco frecuente en las cloacas de la tele-basura.

 

Con esta premisa de partida parece que sean carne de pupitre elementos que han debido repetir curso tras curso en su educación primaria, eternizándose en los pasillos al ser expulsados constantemente mientras se deleitaban con el clásico juego de los barquitos... pues no. Estos elementos superan con éxito las escasas barreras que nuestro sistema educativo plantea llegando a la universidad, donde muchos de ellos torturan mis sentidos haciéndome corregir unos exámenes plagados de faltas ortográficas y luciendo un desconocimiento supino de la sintaxis y la semántica.

 

Hay quien achaca a los cambios en la familia española este problema: el que la madre trabaje, imperativo a la hora de poder pagar una hipoteca sangrante, elimina horas de contacto humano a los niños, siendo sustituidas por los abundantes programas educativos que pueblan nuestras televisores públicas y privadas. Otros consideran que la cultura del todo vale, imperante en nuestro nuevo sistema de valores, provoca que los jóvenes obvien aquello que consideran prescindible en sus vidas, empezando por los estudios.

 

No digo que algo de razón puedan tener los argumentos esgrimidos, pero desde mi humilde criterio el verdadero problema estriba en nuestros sistemas de estudios, que han ido degradándose paulatinamente en los últimos lustros. En realidad asistimos poco más o menos que al funcionamiento de una fábrica de botijos: introducimos un material maleable por una puerta y extraemos elementos burdos, ásperos y en serie por la otra. Eliminados elementos que fueron considerados ornamentales, como las lenguas clásicas y buena parte de nuestra historia, y permitiendo que una anémona pueda superar curso tras curso sin que nadie se percate de la evidente necesidad de la repetición de un curso por no contar con los recursos mentales necesarios, nuestros jóvenes van hacia el despeñadero.

 

Afortunadamente, no es un hecho global. Algunos padres complementan, apoyan e incluso fuerzan a sus hijos en sus estudios, y aun jóvenes hay con gran afán lector que esquivan la ignorancia propuesta por el Estado gracias a su fuerza de voluntad (querido alumno mío que leas esto: por el mero hecho de leerlo, considera que te excluyo de la relación... hago referencia a tantos compañeros tuyos que no leen ni los envoltorios de las pastillas de jabón).

 

El cómo parte de nuestra juventud ha caído en ese saco sin fondo de la estulticia no tiene pues un único culpable. Culpables son los políticos que, quizá sin malicia, quizá buscando una población adocenada que no tenga el nefando vicio de pensar, trocaron un sistema que figuraba entre lo mejor del mundo en este pequeño desastre. Y como dicen que la democracia somos todos, más bien deberíamos ampliar y concluir que 40.847.371* somos culpables. Al menos yo quisiera dejar de serlo ¿y usted?

 

Nota

 

* Total de la población española según el I.N.E.

Juan V. Oltra
27.V.2004

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