Retratos amarillos (X)
Fernando Vizcaíno Casas 

Juan V. Oltra

No es mi intención hacer una biografía de Vizcaíno. Antes de dejarnos, él mismo lo hizo, en tres magníficos volúmenes publicados por Planeta con el nombre de “Los Pasos Contados”. Y no pienso emplear fuente bibliográfica alguna; lo siento por los eruditos: tan sólo voy a usar mis recuerdos personales.

Fernando era conocido como Mr. Bestseller. Libro a libro, sus obras eran las que más se vendían, aunque estuviese desterrado de las listas oficiales y de los suplementos de cultura. La censura silenciosa, le llamaba. Sus obras, traducidas a muchos idiomas y que han desencadenado múltiples tesis doctorales (por supuesto fuera de España) nos dicen que lo suyo fue más allá de ese “fenómeno sociológico” o el “franquismo residual” con el que los mediocres intentaban ocultar su éxito. Este mismo éxito real fue el que evitó que ganara galardones tan prestigiados como el premio Planeta, ya que como Lara le dijo a él no le hacían falta premios para vender más libros.

Lo que más lo definía era su hombría de bien. Sin haber tenido durante el régimen del 18 de julio ningún cargo o prebenda, siendo uno de tantos españoles que podrían haber presumido sin razón alguna de ser “un demócrata de toda la vida”, no pudo soportar el ver alancear al moro muerto y escribió lo que quiso, sin pensar jamás en la criba de lo políticamente correcto. No fue correcta su obra para muchos, a pesar de que como él mismo decía, tan sólo había dedicado una obra a Franco. Era, en resumen, alguien tremendamente educado. Alguien que contestaba siempre a todo el que le escribía, un ejemplo modesto lo puede dar mi testimonio: empecé a escribirle unos 20 años antes de su fallecimiento, cuando era un estudiante sin oficio ni beneficio y mantuvimos una relación epistolar durante todo este tiempo salpicada con algún encuentro personal.

Lo único que no soportaba Fernando era la mentira. Empezando por él mismo, que renunció a una vida de comerciante, heredero de la empresa de su padre (los famosos Paraguas Vizcaíno), al ser hijo único. Pero Fernando quería ser abogado y periodista, lo que logró aun provocando un conflicto familiar. Lo que no quiere decir en ningún momento que deshonrara a su padre, no hay más que leer un libro suyo, hoy prácticamente olvidado entre otras obras suyas más conocidas. Con “Un año menos”, Fernando se propuso escribir el diario personal de un año y darle forma de libro. Quiso el azar que fuera el año de la muerte de su padre, lo que consigue hacer de este libro uno de los mejores y más queridos para sus seguidores y amigos. En él se puede ver su alma.


Fernando dialogando con Tono

Pero mientras dejaba el hogar paterno para desde la pensión “La Valenciana” de Madrid empezar a cursar sus estudios de Derecho, que se pagaba con pequeñas colaboraciones en la prensa (firmando como “Casas” para no perjudicar a su padre), a sus éxitos, a este valenciano de la añada de 1926 le tenían que pasar muchas cosas. Llegó a ser un abogado con gran éxito profesional (padre del derecho cinematográfico en España) y un fantástico periodista (suya fue la última entrevista a Manolete). Sus libros de Derecho cinematográfico fueron muy populares años antes de que sus libros fueran todo un fenómeno social. Sus colaboraciones en prensa fueron… bueno, baste decir que pocos como él podrían presumir de escribir a la vez para Interviú o El Alcázar. Colaboró en prensa siempre: desde sus primeros años de estudiante en las páginas de la revista del SEU (siempre se definió como joseantoniano) a sus últimas líneas aparecidas en Diario de Valencia (donde fue a parar con la mayoría de la plana mayor de Las Provincias, tras ser comprado éste por el grupo vasco “Correo”, en una purga que recuerda la que en ABC han sufrido otros columnistas históricos de la casa, tras la entrada del mismo grupo empresarial).

Fue amigo de sus amigos, algunos de ellos grandes por naturaleza (fue íntimo de Tono) y otros humildes. Esa misma amistad le llevó a algún guiño que pocos podían reconocer en sus obras. En su última obra, Nietos de papá, escrita por Fernando con el pleno conocimiento de cuál era su estado físico, pero con una fuerza interna tremenda que le mantuvo vivo hasta acabarla, nos muestra un guiño delicioso que no quiero dejar escapar, dedicado a su amigo Ramírez Olalla, primer marido de Sara Montiel. Con ese dato en mente, les invito a releer la obra, en especial sus páginas 86 y 87.

Lo que no fue es fetichista. Recuerdo haberle llevado para que me firmara alguna de sus primeras obras teatrales (Fernando durante una temporada coleccionaba premios teatrales: Premio Teatral para Universitarios Hispanoamericanos, Premio para Noveles, Premio Nacional de Teatro Calderón de la Barca, Premio Valencia de Teatro…) y me impactó que me dijera que yo tenía más obras suyas que él mismo, que esas obras ni las conservaba. En ese orden de cosas, entenderán que silencie su respuesta cuando le pregunté el porqué no preparaba un recopilatorio de sus artículos en prensa.

En resumen: un tipo entrañable, mucho, con alguna pequeña manía que se convertía en un guiño privado para sus seguidores: el llevar la cuenta exhaustiva de todos y cada uno de los ejemplares que firmaba desde 1949, o el empleo de la palabra “Rigat” como amuleto en cada una de sus obras, pueden ser ejemplos claros. La captura del “Rigat” de turno se convirtió en casi una obsesión para muchos de sus seguidores: a veces aparecía como apellido de un soldado de los Reyes Católicos, otra como dirección y las más, haciendo honor a su origen: el nombre de un cabaret.

Fue Medalla del Círculo de Escritores Cinematográficos, Medalla de oro al Mérito en el Trabajo, Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de San Andrés de Roma y del Consell Valencià de Cultura, algo que nunca se le subió a la cabeza y que no le impedía tomar una cerveza en los rastros benéficos, donde colaboró desde siempre.

Falleció Fernando en el año 2003, dejándonos muy tristes a muchos. Sólo le podría recriminar dos cosas: que no escribiera finalmente “1936: el año en que fusilaron a José Antonio”, libro a agregar a sus 1969, El año en que Franco hizo Rey a Don Juan Carlos;  1973, El año en que volaron a Carrero Blanco y 1975, El año en que Franco murió en la cama, y que no forzara a su hijo Eduardo, buen escritor, a seguir el camino de la estilográfica. Perdimos un relevo necesario.

Obras de Fernando Vizcaíno Casas, 
sin ánimo exhaustivo

...Y  AL TERCER AÑO, RESUCITÓ
...Y HABITÓ ENTRE NOSOTROS
...Y LOS 40 LADRONES
100 AÑOS DE HONRADEZ
1969/EL AÑO EN QUE FRANCO HIZO REY A DON JUAN CARLOS
1973/EL AÑO EN QUE VOLARON A CARRERO BLANCO
1975/EL AÑO EN QUE FRANCO MURIO EN LA CAMA
CAFÉ Y COPA CON LOS FAMOSOS
CELULOIDE CASI VIRGEN
CHICAS DE SERVIR
CONTANDO LOS 40. MIS EPISODIOS NACIONALES
DE "CAMISA VIEJA" A CHAQUETA NUEVA
DE LA CHECA A LA MECA
ECOS DE SUCIEDAD
EL REVÉS DEL DERECHO
EL SEÑOR DE LOS BONSAIS
EL SUCESOR
ENTREMESES VARIADOS
HIJAS DE MARÍA
HIJOS DE PAPÁ
HISTORIA Y ANÉCDOTA DEL CINE ESPAÑOL
HISTORIAS PUÑETERAS
ISABEL, CAMISA VIEJA
LA BODA DEL SEÑOR CURA
LA CHAPUZA NACIONAL
LA CINEMATOGRAFÍA ESPAÑOLA
LA ESPAÑA DE LA POSGUERRA. 1939/1953
LA LETRA DEL CAMBIO
LA MEMORIA DE DON FRANCISCO Y OTRAS MÍAS
LA SANGRE TAMBIÉN ES ROJA
LA SENDA ILUMINADA
LAS ANÉCDOTAS DEL HUMOR
LAS AUTONOSUYAS
LAS MUJERES DEL REY CATÓLICO
LOS DESCAMISADOS
LOS IMPOSIBLES SUEÑOS DE UN SEÑOR MUY DE DERECHAS
LOS PASOS CONTADOS (3 volúmenes)
LOS ROJOS GANARON LA GUERRA
LOS ROJOS NO USABAN SOMBRERO
MIS AUDIENCIAS CON FRANCO Y OTRAS ENTREVISTAS

MIS QUERIDAS NOSTALGIAS
NIETOS DE PAPÁ
NIÑAS... ¡AL SALÓN!
NUEVAS HISTORIAS PUÑETERAS
OTOÑO CALIENTE
PERSONAJES DE ENTONCES
SICOANÁLISIS DE UNA BODA
UN AÑO MENOS
VALENCIA: CARTELERA DE ESPECTÁCULOS 40-50
ZONA ROJA
¡TODOS AL PARO!
¡VIVA FRANCO! (CON PERDÓN)


Fernando Vizcaíno Casas

Su obra

Un cuento de Reyes 
(de 12 Relatos. Prometeo 1974, Valencia)
 

La Madre Superiora lo traía de la mano. Era rubio, con el pelo ensortijado y unos ojos azules in­mensamente tristes. El traje negro aumentaba todavía más la apariencia dolorosa del niño, que lo miraba todo con cierta penosa indiferencia: los pasillos blan­quísimos, el comedor con macetas, las clases...

—¿Ves? Esta será tu habitación —dijo la Superio­ra, que le acercó a una de las últimas camas—. Aprén­dete bien el número, Quique. Te corresponde la cama 23. ¿No lo olvidarás?

—No, madre...

—Tienes un armarito al fondo con el mismo nú­mero. Deja allí las cosas que has traído.

—Sí, madre...

Llegó en seguida sor Asunción. La Superiora le habló en voz baja.

—Cuídelo mucho estos primeros días, hermana. Ya sabe quién es, ¿verdad?

—Ya sé, ya. El del accidente, ¿no? ¡Pobrecito!...

—Y precisamente en estas fechas...

Aquellas fechas eran las de Navidad y Quique tenía que pasarlas espantosamente solo. Justamente la víspera de Nochebuena, sus padres y un hermano mayor habían muerto en un choque de automóviles. No tenía más familia que un tío lejano con negocios en Méjico y mientras llegaba o mientras decidía el des­tino del niño, hubo de acogerse a la Beneficencia del Estado.

Pasó metido dentro de sí todas las fiestas. En rea­lidad, aún no había reaccionado. De golpe y porrazo llamaron a la puerta de su casa; pero no eran sus padres, no era su hermano Jaime. Eran dos señores vestidos de gris que le dijeron de sopetón que toda su familia estaba ya en el cielo.

Luego la tata Juana hizo la maleta y se encontró allí, en la Casa de San Gabriel. Las monjitas le dedi­caban todas sus preferencias y unos muchachos, indi­ferentes con sus problemas, se empeñaban en jugar con él de continuo. Pero él no tenía ninguna gana de jugar.

Y eso que a los siete años no se comprende dema­siado estas cosas.

*   *   *

Después del Año Nuevo, las monjitas comenzaron a preparar el recibimiento de los Reyes Magos. Quique no había escrito la carta. A Quique le dictaba todos los años la carta su madre, pero ya nunca más podría hacerlo.

—Si quieres, yo te la dictaré —le había dicho sor Asunción. Pero a él no le interesó la idea.

Su vecino de cama se llama Juan. Expósito de ape­llido, aunque aseguraba que en cuanto fuese mayor pe­diría otro, cuestión que Quique no acababa de enten­der. Juan tenía ya diez años y presumía de saber bas­tante de todo. Por eso Quique se atrevió a consultarle.

—Oye, ¿tú crees que me traerán algo los Reyes si no les escribo bien la carta? Porque como siempre me ayudaba mamá...

Juan se rió. Se rió mucho. Llamó a varios compa­ñeros más, todos mayores como él y se rieron a coro.

—¡Claro que te traerán, rico! ¡Carbón a tone­ladas... !

—¿No es eso lo que les dejan a los niños malos?

—Pero yo no he sido malo... —protestó Quique, sin comprender la algarabía.

—¡No has sido malo! Entonces, ¿qué esperas que te traigan sus Majestades?

—Yo sí que lo tenía pensado... Pero no sé...

—Dilo, hombre dilo —vociferó Juan—. Cuéntanoslo todo...

—Yo quería este año un automóvil de esos que funcionan con electricidad..., de esos que parecen de veras y puede uno guiarlo y todo...

—¿De los que valen seis mil pesetas...?

—Creo que sí...

Volvieron a reírse todos con estrépito.

—Pues aquí, don Felipe no reparte más que soldaditos de plomo...

—Y balones de fútbol. Aunque no de reglamento, ¿eh?

—Pero yo no he pedido balones. A mí no me gusta el fútbol...

—¡Ay, que rico!

—¡Igual le traen el automóvil...!

—¡O un “Talgo” de verdad...!

—¡El tontaina éste...!

Quique se quedó muy preocupado. Después de co­mer, en el recreo de las cuatro, llamó a Juan.

—¿Es que tú no quieres a los Reyes Magos?

—¡Pero qué Reyes Magos, ni qué flautas, bobo! No se enteró, esta es la verdad. Anduvo dándole vueltas todo el día y toda la noche, hasta que le llegó el sueño. Al otro día le dijo a sor Asunción:

—Hermana, ¿de verdad quiere usted ayudarme a escribir a los Reyes?

—Pues claro que sí, Quique...

Pero después, la monja se resistió a pedir el auto­móvil con motor eléctrico. ¿Por qué? Parecía empe­ñada en que Quique pidiese el balón de fútbol. O soldaditos de plomo.

—No, hermana, no. Yo solo quiero el automóvil. En resumen; que al final, la carta de la hermana no sirvió y Quique se hizo el ánimo y escribió otra él solo. Era muy corta: apenas cuatro líneas. Habían colocado en el vestíbulo un buzón que decía: "Para sus Majestades de Oriente", y allí la echó, cerciorán­dose bien de que había llegado al fondo.

Era el día 4 de enero. Hacía frío y una lluvia me­nuda, pertinaz y molesta, salpicaba los cristales de las ventanas.

*   *   *

Al otro día se lo contó a Juan. Juan volvió a llamar a los de la pandilla.

—Sí, sí, el automóvil. Balones y soldaditos. Ya verás...

—Yo he pedido el automóvil.

—Claro que sí.

Pasó la noche inquieto. ¿Tendrían razón los mayorcetes? No, no podía ser. Los Reyes Magos existían desde siempre. Desde que llegaron al portal de Belén y ofrendaron regalos al Niño Jesús.

No tenía sueño: serían más de las 12 cuando se le acercó sor Asunción, que aquella noche velaba.

—¿No duermes, Quique?

—No, hermana. Dígame, hermana, ¿vendrán los Reyes?

—¡Claro que vendrán!

—¿Y me traerán el automóvil?

—Eso ya no lo sé. Nuestros Reyes Magos son pobrecitos, ¿sabes?

—Los Reyes Magos son muy ricos, hermana.

—No sé, no sé... Anda, duerme. Casi a las tres se quedó dormido.

*   *   *

A las once de la mañana estaba anunciada la visi­ta de los Reyes al Asilo. Pero eran apenas las diez cuando unas trompetas avisaron su llegada. Venían sobre tres caballos blancos y apenas traían comitiva. En un camión se amontonaban los juguetes. La Madre Superiora salió muy nerviosa a recibirlos.

—¿Cómo se han adelantado sin avisar...? Los niños no estarán preparados...

—Perdónenos, Reverenda Madre... Tenemos tan­tas visitas que hacer...

—¿Y don Felipe? ¿No viene don Felipe de Mel­chor...?

—No, no viene de Melchor...

Pasaron al patio central. Los niños fueron saliendo en filas. Los Reyes les acariciaron, les regalaron pela­dillas y pidieron que alguien ayudase a descargar el camión. Fue un espectáculo inolvidable: aquel año, no había balones, no había soldaditos de plomo. Todos los juguetes eran caros; incluso sor Emilia, que ha­blaba alemán, descubrió que no eran de fabricación española. El último juguete que se entregó fue el auto­móvil eléctrico; un precioso automóvil color azul. El propio Baltasar gritó el nombre de su destinatario.

—Y esto para Quique, que tanta ilusión tenía. Juan y la pandilla, en cambio, recibieron unos es­pantosos sacos de carbón. Y andaban mascullando quejas cuando los Reyes volvieron a montar en sus caballos blancos y dijeron adiós con la mano.

—Además, no ha venido don Felipe —protestó Juan.

Quique estaba al volante del automóvil azul.

*   *   *

A las once menos diez sonó el teléfono.

—Salimos ahora mismo de la Cruz Roja. Llegamos en seguida.

—¿Pero quiénes llegarán?

—¿Quién va a ser, hermana? La cabalgata de los Reyes.

—¿Otra vez?

Fue sencillo explicar la doble visita a los niños. Juan y la pandilla sonrieron al fin, porque don Felipe traía los balones de fútbol. Pero nadie supo nunca de dónde vinieron los Reyes Magos anteriores. Nadie, excepto Quique. Él sabía que de Oriente.

Y tenía razón.

Juan V. Oltra
12.IX.2005

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