Retratos amarillos (VII)
Wenceslao Fernández-Flórez 

Juan V. Oltra

Wenceslao Fernández-Flórez, Académico de la Lengua (sillón "S"), renovador de la literatura de humor en España, está hoy enterrado bajo la losa de mil kilos de lo políticamente correcto. Cometió el delito grave, sin perdón, de escribir en ABC, tras su paso por Tierra Gallega y El Noroeste. Y ya se sabe, como ABC es un periódico conservador, Wenceslao es conservador. Y lo que no es progresista es perverso intrínsecamente.

Dejando de lado la majadería del silogismo anterior, la falsedad principal estriba en señalar a Fernández-Flórez como un conservador de vieja escuela. Sus planteamientos vitales no pasaban ciertamente por el socialismo revolucionario, pero tampoco encajan en lo que la burguesía de la época podía esperar de un escritor de los "suyos".

Y es que Wenceslao no tenia pelos en la lengua jamás. Por pocos será recordado que en ABC, ante el aluvión de muertos que tuvo la primitiva Falange y la poca disposición de ésta no ya a atacar sino a defenderse, se la llamó "Franciscanismo Español"... pero menos aún sabrán que fue Fernández-Flórez quien lo hizo, en sus "acotaciones de un oyente". Este gallego del municipio coruñés de Cecebre de la cosecha de 1879, con la guerra civil ya palpándose en el ambiente escribió: “La razón de los otros es igual a la nuestra. Lo malo es que eso no se puede decir ni lo admiten los combatientes. Cada cual desea tener la razón en una jaula colgada en su cuarto. (...) Ya se han dicho todas las palabras que debían ser pronunciadas." (25 de abril de 1936).

Y efectivamente, las palabras callaron y hablaron las armas. Sólo durante la guerra civil escribió de una forma beligerante, algo que no escapa de la lógica si pensamos en su huida del Madrid Rojo, con milicianos buscando su perfil aguileño que tan famoso le había hecho y que en esos momentos aborreció, pidiendo a quien le proporcionaba un pasaporte falso: "De acuerdo. Pero que me den también otra nariz". Su peripecia como un nuevo Edmundo Dantés, reflejada en algunas de sus obras de esos años, de entre las que destaca "Una isla en el mar rojo" fue quizá más fantástica que la vida de muchos de sus personajes.

Aunque fue elegido académico en 1934, no fue hasta 1945 cuando ingresó en la Real Academia con un discurso atípico: "El humor en la literatura española", contestado por Julio Casares. Pero aunque como periodista marcó un antes y un después, fue con sus novelas como llegó a infinidad de casas españolas. Incluso Disney se interesó por su bosque animado, aunque el proyecto no cuajó.

Estaba en posesión de las cruces de Isabel la Católica, de Alfonso X el Sabio, de Orange de Nassau... falleció en Madrid en 1964.

Destacar alguna de sus obras dejando otras sin mencionar es hasta doloroso, pero no puedo dejarme en el tintero títulos como sus famosísimas y queridas "El bosque animado", "Volvoreta", sus geniales "El hombre que compró un automóvil", "El ladrón de glándulas", "El malvado Carabel", "El secreto de barba azul", sus comprometidas "La novela nº 13" o "La isla en el mar rojo", aunque sin despreciar obras de mayor calado como "Las gafas del diablo", "Las siete columnas", "Los que no fuimos a la guerra", "Por qué te engaña tu marido" o "Visiones de neurastenia", yo me quedo, con su permiso, con una obra menor, pero que les recomiendo fervientemente: "La casa de la lluvia" .

Para saber más  

Wenceslao Fernández Flórez. El conservador subersivo. Fernando Díaz-Plaja. Ed. Fundación Conde de Fenosa, La Coruña, 1998.

La Codorniz (8 vols) Aguaclara, Madrid, 2001.

El periódico del siglo. Prensa Española, Madrid, 2003.

Obras de Wenceslao Fernandez-Flórez, 
sin ánimo exhaustivo

Aventuras del caballero Rogelio de Amaral; De portería a portería; El bosque animado; El espejo irónico; El fantasma; El hombre que compro un automóvil; El ladrón de glándulas; El malvado Carabel; El secreto de Barba Azul; El sistema Pelegrín; Ella y la otra; Fantasmas; Ha entrado un ladrón; Impresiones de un hombre de buena fe; La casa de la lluvia; La caza de la mariposa; La conquista del horizonte; La novela nº 13; La nube enjaulada; La seducida; Las gafas del diablo; Las siete columnas; Los que no fuimos a la guerra; Mi mujer; Por que te engaña tu marido; Relato inmoral; Silencio; Tragedias de la vida vulgar; Una isla en el mar rojo; Unos pasos de mujer; Visiones de neurastenia; Volvoreta.

Su obra

Un caso cualquiera [La Codorniz, nº 8, 1941]

Fue oyendo hablar al Caudillo de los traficantes codiciosos cuando recordé a aquel industrial de tan grande aliento para las más extraordinarias empresas.

Entonces vivía yo en un pueblecito que mantenía a cierta distancia a los lobos y a la civilización. Los  primeros nos llevaban de cuando en cuando una res; la segunda nos había traído únicamente una mesa de billar. Pero en el pequeño  recinto urbano había un gran aliado suyo, el eminente don Ramón, que había rechazado varias veces la vara de alcalde, atento a planes de mayor transcendencia.

Un día reunió al vecindario.

—Señores —dijo—, voy a montar una de las industrias más importantes que han ideado los hombres. De ella depende la comodidad, la higiene, la salud de los pueblos. He resuelto venderos el agua que bebéis, el agua con que os laváis, el agua con que limpiáis vuestras casas... ¡Agua: el más precioso de todos los líquidos! El agua de la que han dicho los poetas, a pesar de lo mal que la conocen...

Y, nos largó más de una docena de lugares comunes.

—Don Ramón —le objetó alguien—, nosotros hemos vivido basta ahora con el agua de nuestros pozos y con esas cuatro o cinco fuentes que hay en el pueblo.

—Perfectamente —replicó él—. Pues a eso hay que achacar nuestro atraso. Las aguas de pozo están mal oxigenadas y las de las fuentes tienen cada microbio corno una nuez. En todas partes del mundo los hombres compran el agua que beben. También antes hilaban vuestras mujeres, y ahora compran las telas en los comercios. Cuando el hombre compra algo realiza una función civilizadora. En comprar y en vender se cifra la prosperidad de las naciones. Tendréis el agua dentro de casa y yo os cobrará un recibo el día primero de cada mes. Con esto ayudo a la prosperidad del país, y si alguno entro vosotros intentara entorpecer mis proyectos, sería un mal patriota. ¿Hay aquí alguien que desee ser un mal patriota?

Nos miramos unos a otros. Resultó que nadie deseaba ser un mal patriota. En el fondo, todos estábamos contentos de tener, como la capital, una traída de aguas.

Algún tiempo después, el que menos, tenía dentro de su domicilio unos cuantos metros de tubo terminado en un grifo. Y todos conocimos fenómenos tan extraños que la vida cobró súbitamente un interés especial.

La Empresa fundada por don Ramón se titulaba "El Ródano", y nadie sabía concretamente dónde había ido a captar el agua que debía servirnos. Pero era indudable que aquellos tubos nos ligaban con un mundo lejano y desconocido cuyas manifestaciones aguardábamos con un ansia que se componía, a partes iguales, de curiosidad y de temor.

Cuando alguien movía la palanquita del grifo, no podía calcular ni  aproximadamente los efectos de su acción. A veces salía —es cierto— un agua barrosa, en cantidades mezquinas, pero esto no era más que una de las mil posibilidades. Lo frecuente era que saliesen una especie de suspiros, como si alguien que estuviese en la distancia desconocida de la toma quisiera hacer llegar hasta nosotros la expresión de un horrible sufrimiento. Otras veces, un viento que aprovechase la ocasión de escapar de su odre, brotaba, rugiendo y obligándonos con su resoplido a soltar el vaso y a huir. Un vecino afirmó haber visto asomarse la cabeza de una rana, que miró ávidamente, y volvió a retirarse con expresión de pesadumbre. Yo no sé hasta que punto una rana puede dotar a sus facciones de la movilidad necesaria para dar a entender: "¡He perdido el viaje: tampoco aquí hay agua!"; pero esto es, precisamente, lo que el tal vecino asegura haber leído con claridad en el gesto de aquel batracio.

Alguna noche ocurría que sonaba en todas las cañerías un estrépito alarmante, y entonces saltábamos de la cama y buscábamos ollas y cubos para hacer provisión de agua, creyendo que a su presencia se debía el tumulto. Pero no era así. El médico del pueblo diagnosticó que toda la red era un simple y escandaloso caso de flato.

En el verano, "El Ródano" disculpaba su informalidad con el estiaje. En el invierno, con daños causados por lluvias en las instalaciones. Si hacía sol, no teníamos agua; sí descargaban las nubes, no teníamos agua. Conocimos los horrores de la sed. Nos lavábamos con agua de Mondariz los dos o tres primeros días de cada mes, cuando aún se puede disponer de algún dinero... Y, don Ramón cobraba.

Dos años hacía que le pagaba religiosamente sus cuentas cuando se formuló en mí la idea más lógica que pudo tener hombre alguno.

Cuando llegó el cobrador, cogí el recibo, lo leí, lo olí y lo doblé minuciosamente. Luego, metí en el bolsillo mi mano, y el cobrador extendió la suyo. La miré  fijamente y soplé en ella a dos carrillos. El cobrador no dijo nada.

Entonces carraspeé un poco y ¡zas!, le escupí. El hombre torció levemente el gesto, se limpió en una cortina y siguió esperando.

Después le puse en la mano tres moscas, una ramita de perejil y un sello de correos usado.  Le cerré los dedos sobre tal botín y le dije, empujándole hacia  la puerta:

—Si sobra algo, para usted.

Se notaba que no comprendía nada de aquello, pero yo no tenía humor para explicárselo. Todo lo que hice fue ayudarle a salir con un fuerte empujón. Quizá no hubiese debido llegar a tal violencia; sin embargo, así fue. Aquella mañana había ocurrido en mi casa algo que acabó con mi paciencia, ya muy agotada.  La doméstica hizo, muy temprano, un viaje para encontrar agua en una fuente. Un cubo de cinc lleno del precioso líquido fue colocado en la cocina bajo el inútil grifo. Pues bien, el grifo se había bebido toda el agua.

—Eso fue por absorción —me explicó el gerente de "El Ródano"—; se habría hecho el vacío en el tubo.

No refuté la tesis, porque yo estaba allí llamando por don Ramón para que aclarase mi conducta con el empleado. El recibo, las moscas y el sello de correos estaban sobre su magnífica mesa de despacho.

—¿Qué esperaba usted de mí? —pregunté.

—¿Qué podía esperar? Dinero.

—Pues yo espero su agua hace dos años, y no me llegan más que objetos y seres indeseables. Doy lo que me dan ¡No hay dinero!

—Si usted no tiene dinero, ¿por qué se abona al agua?

—Y, si usted no tiene agua ¿por qué la vende?

—¡Pero esta es una industria! —clamó don Ramón, dando tremendos puñetazos sobre las moscas—; esta es una industria, y ustedes deben soportar sus fallos; para eso es una industria! Si todo el mundo hiciese lo que usted, no habría industrias posibles. Si no hubiese industrias, España sería una nación atrasada. Entonces ¿es usted un mal patriota? ¡Dígalo, si se atreve! ¿Pretende llevar a España a la ruina?

Dije que no, que era a él a quien deseaba llevar al juzgado.

Pero en el juzgado me dijeron que tenía razón aquel hombre extraño. Y le pagué. Cierto que él me devolvió el sello usado y las moscas, tan estropeadas, que no pude reconocerlas.

No obstante, todo me era ya igual.

Juan V. Oltra
10.V.2005

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